Todo vuelve a sentirse como un gran esfuerzo y aparentemente nada tiene sentido; parece que la depresión ha regresado. La depresión, a pesar de ser una enfermedad médica diagnosticable, en la práctica es una cosa turbia. Para mí, una recaída puede manifestarse de muchas formas: a veces son crisis, y a veces son ganas de no hacer nada. Y aunque no hacer nada es preferible a las crisis inducidas por ataques de pánico (en verdad no hay nada peor que eso), es difícil de manejar esto pues todas las actividades, excepto dormir, pierden el sentido. Pero si duermo y duermo, ¿acaso eso significa que perdí la batalla contra esa parte de mí que dice: “nunca vas a volver a lograr nada. Eres una perdedora”?
A veces la culpa de simplemente existir como un cuerpo más en este planeta —que consume, deja desechos y acapara el oxígeno— es demasiado abrumadora. Las cosas que me dan placer —ir a la tienda en mi carro y comerme una chocolatina sola en el parqueadero— causan daños ambientales, promueven pésimas condiciones de trabajo, el sufrimiento de otros, y no puedo separar el placer de la mierda. Muchas veces me apena simplemente existir. La gente que no quiere que me suicide diría que yo tengo tanto derecho a existir como cualquier otra persona del planeta; pero la depresión me dice lo contrario. Sin embargo, no importa si la depresión está mintiéndome porque, en últimas, está construida sobre una verdad, y la verdad es que sí causo sufrimiento.
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De vez en cuando, alguna persona intenta silenciarme o hacerme sentir mal por compartir mi sufrimiento: normalmente es porque mi sufrimiento no es como el de ella, y por tanto se asume que no es válido. Hacen suposiciones sobre mi vida, porque eso es lo que la mente humana hace: intentamos simplificar y clasificar las cosas para que quepan en nuestros esquemas preexistentes de qué es tal cosa, y así sentirnos de alguna manera “seguros” o “superiores”. Lo difícil es que mi depresión a veces se aferra a una voz que dice: “Esa persona tiene razón. cállate la puta boca”. La depresión siempre buscará la manera de mantenernos callados y aislados.
¿Pero deberíamos hacer eso? ¿Deberíamos comparar nuestro sufrimiento para ver cuál es el peor, como si el sufrimiento fuera cuantitativo? Tal vez deberíamos buscar las cosas similares que hay en nuestro sufrimiento, pues todos somos humanos, y muchas experiencias y perspectivas diferentes pueden tener una paleta emocional en común.
Creo que nuestra enfermedad está conectada a nuestros secretos. Creo esto porque he visto cómo sanan las personas que revelan las cosas que los distancian de otros. Decir la verdad, a cambio, le da a los otros el permiso de revelar aquello que los hace sentir tóxicos, o peor que el resto, o incluso como seres que no hacen parte de la raza humana. De hecho, la única forma con la que he conseguido mantenerme en este planeta —y como miembro de la raza humana— es oyendo los secretos más perversos de otros, y al mismo tiempo compartiendo los míos.
Y, desafortunadamente, justo cuando no quería hacer más que dormir, me pasó esto la semana pasada. Conocí a una mujer un poco mayor que yo, que estaba pasando por una crisis. Lo podía ver en su cara: su palidez, el miedo detrás de todo. Cuando me contó lo que le ocurría, supe por intuición que ella estaba experimentando algo por lo que yo he pasado muchas veces (mi crisis más reciente fue cuando cambié de medicamentos). Cuando estás en ese estado parece no haber salida. Y ella estaba convencida de estar atrapada ahí eternamente.
Por un momento no creyó que yo entendiera por lo que estaba pasando, pues vio mi cara, vio que sonreía mientras le hablaba. La gente siempre me ha dicho que parezco una persona alegre por mi sonrisa: un mecanismo de defensa que construí desde muy joven para que no me preguntaran qué me pasaba. Además, a veces en la depresión hay alegría —e incluso felicidad—, así como puede haberlos con otras enfermedades. La depresión no es necesariamente sinónimo de tristeza: es sinónimo de enfermedad. Pero gradualmente, a medida que contaba mi historia, ella empezó a ver que en realidad entendía por lo que estaba pasando, que he estado en esas más de una vez, y he logrado salir, incluso cuando creí que no lo lograría. Sentir ese reconocimiento cuando estás en momentos de crisis lo es todo. Significó mucho para mí el poder darle a ella lo que me han dado unos cuantos ángeles que, cuando yo estuve en esa situación, me dijeron: “he pasado por eso, sé lo aterrador que puede ser, y salí adelante”.
Pero a medida que hablaba con ella, noté que me estaba sintiendo asustada. A pesar de estar pasando por una etapa de mi propia depresión, sentía que estaba exponiéndome a una versión más peligrosa. Se me pasaron recuerdos aterradores por la cabeza y me encogí un poco como si temiera ser contagiada. Fue instintivo para mí dibujar una línea mental que nos separara, que dijera que no éramos iguales —una forma de ponerla a ella en cuarentena, en vez de empatizar— para no identificarme con lo que ella estaba sufriendo y correr el riesgo de contagiarme de su enfermedad: ¡una enfermedad que ya tengo! Creo que esta reacción es muy humana. Cuando estamos enfermos no queremos enfermarnos más. Cuando estamos sanos no queremos volver a enfermarnos. Pero también me pregunto, ¿si ese fue mi reflejo con alguien tan parecido a mí, qué oportunidad tenemos con quienes son diferentes?
Al final, logré superar mis miedos y hablar con ella. Ahora tengo su número de teléfono y nos hemos visto un par de veces. Al no distanciarme, he encontrado más significado en todo el infierno por el que he pasado mentalmente. Me siento útil, como si hubiera nacido para esto. Cuando estoy con ella, y un poco después, siento que está bien existir, y hasta puedo tener derecho a vivir en este planeta.
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