Pasé un día en Malasaña haciendo todo lo que se supone que hay que hacer

Con 17 años vivía en un pueblo del sur de Madrid pero iba mucho a Malasaña. Y, cada vez que iba a Malasaña, hacía dos cosas: luchar porque mi DNI falso colara y fantasear con que un día viviría allí. Nadie hablaba aún de gentrificación, pero seguramente Malasaña ya era un barrio gentrificado, y yo una teenager gentrificante. Tampoco era el segundo barrio más instagrameado de España, solo por detrás de la Barceloneta, como lo es hoy. Básicamente porque no existía Instagram.

Lo de La Barceloneta tiene sentido. Hay playa, hay puerto y, sobre todo, hay hordas de turistas, pero, ¿Malasaña por encima del Albaycín, de Ruzafa, de Triana? Me flipa mi barrio -con 22 cumplí mi sueño adolescente y me mudé al centro del centro de Malasaña, una calle llena de tiendas de cupcakes, garitos de baos y cafés con boles de humus a 10 pavos- pero no hay nada que visitar que no cueste dinero. Quizá de eso vaya el turismo posmoderno: de consumo y foto de Instagram. Quizá de eso vaya el ocio capitalista. De convertir las concept stores (ojalá alguna se atreviera a autodenominarse “tienda de cosas”) en monumentos, los bares en museos y los barrios en parques temáticos.

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Esto es lo primero que me encuentro cuando salgo de casa. Una tienda de palomitas de sabores a 9 euros la lata. Evidentemente, nunca las he comprado

Para comprender mejor esa pole, para entender a esa peña que cada domingo llena mi calle y me hace ir en zig zag para no colarme en ninguna foto de camino a comprar un pollo asado con resaca y legañas, me convierto por un día en una de ellos. Voy a recorrer mi barrio como lo hace un visitante.

La peña viene a Malasaña, básicamente, a hacerse fotos y a gastarse dinero, así que preparo mi look más Dulceida y meto panoja al monedero antes de salir de casa. Le quito el polvo al sombrero que me ponía cada noche antes de que molara el trap y me diera a la gorra -porque yo, como los cupcakes y los baos, soy producto de Malasaña- y me echo a la calle.

Mi primera parada es un garito que vende cereales de importación y que algunos días tiene cola en la puerta

Son las 10 de la mañana, así que tengo que desayunar. Me comería una barra de pan con tomate entera, pero lo que hace la peña cuando viene a Malasaña es pagar unos 5 euros por un bol de cereales de importación. Me dirijo al local en el que los venden rezando para que no haya cola. Sí, cola. He visto filas de media hora para comprar un puto helado con forma de pez, un polo artesano o un bol de cereales.

Mi desayuno mediterráneo en un bodegón listo para subir al Stories

El Cereal Hunters es uno de esos bares monoproducto que puedes encontrar en cualquier barrio de moda del mundo. La gracia, aparte de sacarse la foto y geolocalizarla allí, es que tardas más en elegirlos que en comértelos. Me pillo los que más colores tienen y me voy a mi mesa, separada unos dos centímetros de la de los de al lado. Pero eso en la foto no se ve.

Sentadas a mi lado hay dos chicas muy jóvenes. Me doy cuenta de que sus botellas de leche son azules. Les pregunto si es batido abusando de la cercanía física a la que nos obliga la disposición del local y me dicen que no, que es leche con colorante, y que también hay de color rosa y morado. Les digo que si son del barrio y me responden que no, pero que vienen mucho. “Unas 4 o 5 veces al mes, y siempre nos pasamos por aquí a por cereales”. El día va a ser muy largo.

La foto (y los consiguientes likes) vienen incluidos en los 4 pavos que pagas por un bol enano de cereales

Con la tripa llena de azúcar y grasas trans, me encamino a la calle Velarde, epicentro de las tiendas vintage, otro de los emblemas de la Malasaña gentrificada. Me pruebo un par de jerseys de Ellese, esa marca que cuando estábamos en segundo de primaria era de estuches y que ahora todos los modernos llevan y me voy sin comprar nada. Evito pasar por donde Tito para seguir sintiéndome visitante.

Yo en una de esas tiendas de ropa usada a precio de ropa no usada

Tito es el dueño de una de esas tiendas y es un dependiente a la antigua usanza. Tiene más de 50, te coge los bajos de los vaqueros él mismo, te da consejos para lavarlos y te hace las facturas a mano. Su tienda es un oasis entre locales que parecen decorados de pelis de Wes Anderson o de Korine y que venden ropa usada al precio de ropa no usada.

Me encamino a mi siguiente destino pensando en la contradicción de que una forma de consumo tan aparentemente sostenible como la segunda mano se haya convertido en una de las causas de la gentrificación del barrio.

Una de esas tiendas de ropa usada a precio de ropa no usada.

Bajo Velarde hasta la Plaza del Dos de Mayo y subo la calle Palma con un grupo de ancianos que están aprovechando la mañana para recorrer el barrio con una guía turística. Me pego a ellos y oigo que les está contando la historia de La Vía Láctea, uno de los garitos más emblemáticos de la zona. Sigo al grupo y llego hasta el “muro de los ojos”, uno de los reclamos por los que, seguramente, Malasaña haya ganado la plata en el ranking de barrios más instagrameados de nuestro país.

Yo con mi look Dulceida y mi pose Dulceida delante del muro que popularizó Dulceida

Durante los últimos meses me han preguntado muchas veces por él. Una tarde le comenté a una chica que por qué todo el mundo quería saber dónde estaba y me respondió que “para hacerse fotos para insta”.

Después de hacerme la selfie de rigor con la pose más forzada que puedo poner, paso a la tienda que hay tras la pared más famosa de Madrid, Tom Pai. Es un local que vende productos de La India y Nepal en el que nunca me había fijado. La dependienta me dice que, los fines de semana, hay colas para hacerse fotos. “Desde el día que lo pintamos la gente lo hacía, pero la locura vino cuando una influencer famosa subió una imagen aquí a su cuenta. Ahora hemos hecho hasta merchandising”, me cuenta, y me enseña estuches, diademas y camisetas con el mismo estampado de la pared, pintada por Cristina Pollesel.

Camiseta para amantes de los barrios gentrificados

El haber descubierto, tras años viviendo allí, la realidad y la metáfora detrás de los souvenirs de mi barrio me hace sentirme como una mierda por vivir en Malasaña. Por poner mi granito de arena para que el barrio sea cada vez más inhabitable para gente como mi vecina de 83 años, La Goyi, y más atractivo para peña que quiere alimentar su feed de Instagram.

En estas ando cuando me encuentro con una tienda de souvenirs del barrio a la que también entro por vez primera. Me recibe una camiseta que enumera cuatro de los barrios más gentrificados de Europa: Kreuzberg, La Marais, Camden, el Trastevere… y Malasaña. He estado en todos ellos. A su alrededor, baberos con el nombre del barrio estampado, bodys para hijos de la turistificación, estuches, carteras, bolsos…

Baberos para hijos de la gentrificación

“Nuestra intención al abrir la tienda era que la gente que visita Madrid tuviera para llevarse cosas que molen, las cosas que nosotras no encontrábamos cuando viajábamos”, me dice la dependienta. Y me convence, un poco, de que los souvenirs que exaltan la gentrificación no son ni mejores ni peores que el resto.

Cuando salí de casa me imaginé mi día como el de una autómata, como me imagino los días de los que cada domingo pillan el metro hasta Tribunal y se hacen fotos- compran cosas- se hacen fotos- compran cosas por las calles de alrededor. No esperaba que pasar por los sitios por los que paso cada día me fuera a provocar esta ansiedad, esta desidia. Puede que también influya que tengo aún muchos sitios a los que ir.

Yo en el baño del Ojalá después de hacer cola para sentarme en su terraza para poder entrar

Uno de ellos tiene que ser en el Ojalá, el bar con playa que ha hecho que la Plaza de Joan Pujol cambie de nombre y ya poca gente se refiera a ella con el del propagandista franquista. Muchos la llaman “la plaza del Ojalá”. Sin Ley de la Memoria Histórica de por medio. Hago la cola pertinente para sentarme en la terraza y tomarme el café que me dará derecho a entrar a su baño y a su sótano, en el que el suelo está cubierto de arena fina y es incomodísimo comer porque se te mete en las zapatillas. Todo sea por los followers.

Mi foto en la playa del Ojalá, lista para subir a Instagram

Es la una y es viernes, y Malasaña empieza a llenarse de gente, así que me toca chuparme otra cola en mi siguiente parada: Lolo Polos, la tienda de polos artesanos que, misteriosamente, no cierra en invierno. Como en el caso del Cereal Killer, el sentido de pagar 3 euros por un helado reside en los likes que cosechará la foto con él en la puerta de la tienda.

Yo con mi look de bloguera haciendo la segunda cola del día

Me hago la foto, claro.

Yo y un polo, en una foto muy poco original

Estoy cansada pero sigo la ruta y me dirijo al mural que Ricardo Cavolo hizo en una tienda de la calle Fuencarral en el que también hay que esperar turno para echarse una foto. La hago y veo salgo muy seria. Estoy jodida.

Llego a la Plaza del Dos de mayo. Me siento, me pillo una lata de cerveza y me la bebo mientras miro a los niños jugar al fútbol y a las teenagers que tengo al lado bailar canciones de Bad Bunny y Kinder Malo.

Yo en el Dosde, con gesto de esperanza y paz interior

Ir al “Dosde” es el único plan que no implica dinero, a excepción de hacerme fotos en muros, que hay en la lista de cosas que he de hacer porque hace la gente cuando viene a Malasaña. Y, probablemente, también es el único plan en el que la peña no siente la necesidad de sacar el móvil para contarle al mundo lo que está haciendo.

Lata en mano, siento que este es mi barrio. El de las señoras pasando con carros de la compra al lado de chavales que bailan trap y de parejas que han actualizado el concepto de picnic y se han bajado a la plaza a echar la tarde con su cachimba y sus patatas. El de los niños que juegan en los adoquines que verán amanecer a los que se les ha ido la hora en Siroco.

Esta pareja se fue a echar la tarde con su cerveza, su cachimba y sus pipas al Dosde

Para celebrar que vuelvo a sentirme cómoda con el suelo que piso y con el lugar en el que elegí vivir, me voy a otro de los sitios a los que la peña va en Malasaña pero en los que rara vez se hacen fotos: El Palentino. Me pido una caña y me ponen almendras y pistachos en una bandejita de latón en vez de humus en un bol de cerámica.

Mi caña y mi tapa en El Palentino

En la barra hay dos chicos mirando un vídeo en el móvil, un grupo de obreros que no se han quitado el mono, señores mayores hablando de lo de Catalunya. Está la tele puesta. Y pienso en esa canción de Ska-P que escuchaba en la época en la que venía al barrio sin saberme un agente gentrificador y soñando con vivir aquí algún día. Esa que dice “este es mi sitio, esta es mi gente”.