No sé, eso de que estás vigilando que en el islote de Perejil todo vaya bien y de repente te entra una hambruna descomunal. Piensas en las empanadillas de la tía Enriqueta o la pizza cuatro quesos de Telepizza, pero los jodidos no llegan a Perejil, “se les va de su zona de reparto”, dicen. Entonces abres tu mochila y te sacas un paquetito verde que pone “FUERZAS ARMADAS – RACIÓN INDIVIDUAL DE COMBATE” y piensas, “joder en qué me habré equivocado”. Eres un militar y es la hora de comer.
Ese paquetico es tu ración de comida. Ahí dentro —dentro de esos 20x11x6 centímetros— se encuentra tu espectacular bufé. Pero, ¿qué contiene exactamente? ¿Qué coño comen los militares cuando están de maniobras?
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Muy buena pregunta. Este artículo os desvelará el misterio. Antes de nada, debo decir que estas raciones no tienen nada que envidiar a los grises tuppers que se hace la mayoría de gente para comer tristemente en la mesa de la oficina; estas cajitas verdes, a diferencia de los citados tuppers, contienen esperanza, sueños. Esté en la situación que esté, el soldado encontrará en el contenido de este paquete algo mucho mejor que lo que tenga a su alrededor (muerte, destrucción o la idea de una “España en peligro”).
Estas raciones contienen todo lo necesario para ponerse las botas. Hay de dos tipos: desayunos (cinco tipos distintos) y comidas; y de comidas hay dos subgrupos, A (con cinco menús distintos) y B (con otros cinco menús distintos); siendo la A para comidas y la B para cenas, al menos este es el orden que normalmente escogen los soldados, si quieres puedes cenarte una buena ración de tipo A.
Normalmente estas raciones de comida contienen una sopa y varias latas en conservas (albóndigas, pote gallego, bonito en aceite de oliva, sardinas, melocotón en almíbar…), si os interesa indagar más sobre toda la carta disponible, aquí tenéis un listado con más información. Los banquetes se sirven de unas 3.500 kilocalorías (16,10%/18,95% de proteínas; 34,96%/40,69% de lípidos; 43,10%/47’74% de hidratos de carbono) y solamente los consumen aquellos soldados que estén en campaña, no es su dieta habitual.
En fin, el caso es que me propuse conseguir unas cuantas de estas raciones de comida y consumirlas durante una jornada, para conocer en mis propias carnes qué sienten los soldados y, qué coño, para sentirme un poco como un guerrero contemporáneo, cosa que siempre ha sido mi sueño (Rambo, Red Scorpion, Alan ” Dutch” Schaeffer, Alvy Singer).
Fue el teniente Luis Gonzalo Segura —autor del libro Un paso al frente en el que desvela las verdades más incómodas del Ejército Español y cuya promoción lo llevó a la prisión militar de Colmenar Viejo— quien me facilitó los “ladrillos” —así es como llaman los soldados a las raciones de comida— que consumiría para este artículo. Segura, entre muchas otras denuncias que evidencian la estructura feudal de las Fuerzas Armadas, afirma que a los militares les dan las raciones de comida caducadas o a punto de caducar — a veces con moho y gusanos— para que las autoridades del ejército puedan canjear estas raciones obsoletas y consumidas por otras nuevas, ahorrándose parte del dinero que el Estado destina a la alimentación de las fuerzas armadas y poder dedicarlo a Dios sabe qué. Aparte, esta comida la pagan los propios soldados, unos 22 euros al día, dinero que nadie sabe exactamente a dónde va.
Segura me dio un par de raciones de comida y una de desayuno y, efectivamente, una de las raciones caducó a finales de 2014 (la otra caducaba justo este pasado mes de junio). Para asegurarme el tiro y no morir de botulismo busqué por internet si se podían comprar “ladrillos” con fechas de caducidad más amistosas. Efectivamente, en varios portales de venta de productos de segunda mano encontré raciones que se vendían por cinco euros. Según me dijeron, algunas empresas de airsoft adquieren estos productos para vender a sus clientes durante las campañas y fue por esta vía que conseguí mis nuevas raciones.
DESAYUNO
Un nuevo día entraba a través de mis retinas y resultaba que no era doloroso: ese día tenía comida del ejército para desayunar y eso me hacía feliz.
Por las mañanas, normalmente no como nada o me limito a beber agua con un poco de sal (esto es una broma) así que cualquier input alimenticio es una sorpresa. El ejército, cuidadoso y preocupado por sus soldados, me proporcionó una barrita de chocolate con leche con la imagen de un joven querubín soplando una trompeta estampada en su lomo (¿se trata esto de una alegoría de la victoria?).
La chocolatina estaba bastante mala, tenía esa cosa blanca que recubre el chocolate que ya está un poco jodido, esa famosa “cana del cacao”. En el paquete ponía que este desayuno caducó hacía un par de meses, así que no me sorprendió que no supiera a victoria. Acompañé el chocolate con unas tostadas en las que la palabra “tostada” aparecía impresa en su superficie (la cosa va de jugar con la decoración de los productos, por lo que parece), no fuera que algún militar lo confundiera con otra cosa y terminara, sin querer, limpiándose el culo con galletas. Me vino también una confitura de ciruela, que unté suavemente sobre la “tostada”.
Nunca me han gustado estos desayunos tipo albergue; odio desayunar cosas dulces y odio el ritual de untar y tomar café o beber leche. Odio el café, no tomo leche y es por eso que hace tiempo dejé de desayunar. Solamente lo hago si tengo tiempo y puedo comerme, no sé, un pollo a l’ast o una sopa, en fin, comida de verdad.
Desde un principio ya sabía que el desayuno no me iba a impresionar, así que lo consumí con desgana. Mientras lo introducía en mi estómago me vino a la cabeza la imagen de un tipo en medio de la guerra, atrincherado, untándose unas tostaditas con confitura de ciruela. Una imagen, sin duda, curiosa y, qué coño, tierna.
Información extra: en el “ladrillo” no venían cubiertos ni un cazo para calentar la leche condensada o el café (sí que estaba incluido un pequeño hornillo, un combustible sólido y unas cerillas para generar fuego). Creía que en estos packs se facilitaba todo lo necesario para sobrevivir y esto fue una gran decepción. Se supone que los soldados tienen que llevar su taza y sus cubiertos juntamente con la munición, las bombas y la catana, o lo que sea que lleven los militares españoles encima.
Eso sí, había un cepillo de dientes, que sería el que utilizaría durante todo el día, pues en los paquetes de comida solamente venía incluida la pasta de dientes pero no el cepillo.
COMIDA
Bueno, se acercaba la hora de la verdad. Cogí una ración de las que compré por internet (no caducadas) y me dispuse a hacer el unboxing:
La verdad es que me encanta esto de tener la comida MUY organizada, todo en pequeños envases y meticulosamente ordenado para que quepa en un recipiente pequeño, en el que no sobra ni un centímetro cúbico de espacio, todo en su justa medida. Supongo que es por esto que me lo paso tan bien comiendo en vuelos largos, en esos que te sirven ese pollo con arroz, con su pan y su mantequilla y sus sobrecitos de sal y pimienta y todas estas mierdas con sus plásticos contaminantes. Tengo el cerebro y la casa hechos una pocilga pero cuando me cruzo con estas comidas preparadas tan bien organizadas me vuelvo loco, me quiero convertir en ellas y vivir en su pequeña y exquisita perfección existencial.
El menú consistía en una sopa de pollo en sobre, una lata de bonito en aceite de oliva, un cocido madrileño enlatado y de postre una crema de melocotón. Todo acompañado con algo llamado “pan galleta” y complementos varios que os listo aquí abajo:
-2 pastillas depuradoras de agua.
-3 pastillas de combustible sólido.
-4 sobres de polvo isotónico defatigante con vitamina C de 5 gr.
-1 chicle.
-1 estuche de cerillas (20).
-1 hornillo quemador.
-1 bolsita con papel de celulosa (10 hojas). (Esto vendrían a ser las servilletas)
-1 crema dental fluorada.
-1 desinfectante instantáneo para manos.
-1 nota informativa. (La nota donde se detalla todo este contenido).
Es importante advertir (de nuevo) la ausencia de cubiertos.
La sopa de pollo tenía problemas: sus densos grumos no se deshacían del todo y tuve que aplastarlos con la cuchara o, directamente, comérmelos. Estos grumos saben a sal y realmente no están tan mal, de hecho este problema es algo que sucede a menudo con este tipo de sopas de sobre de 60 céntimos que encontramos en todos los supermercados, por lo que los fabricantes tendrían que empezar a plantearse cosas.
El cocido madrileño estaba más que correcto, para su preparación tuve que calentar el asunto en el microondas de la oficina ya que la pastilla combustible hacía demasiado humo y no quise molestar a los compañeros de oficina, cosa que ahora considero un poco tramposo, pues no utilicé únicamente los recursos que me venían en el “ladrillo”.
El pan galleta con el que acompañé toda la comida era como ingerir cartón, supongo que una extrema deshidratación del producto lo convierte en algo totalmente insulso.
Para completar mi dieta acompañé el menú con agua mezclada con esos polvos isotónicos defatigantes que he listado más arriba. Eran como Gelocatil o como ese suero que te tomas cuando estás cagando agua.
El bonito tenía buen aspecto pero no sabía a absolutamente a nada, y eso que estaba conservado en aceite de oliva, su textura era agradable y era un buen bloque entero, no como esas latitas que vienen compuesto de migajas. Era un bonito con un buen par de pelotas pero era soso y, de todos modos, yo ya estaba completamente saciado. El postre —crema de melocotón— era algo completamente horrible, era como esas “chuches” orientales de texturas imposibles y sabores exóticos y escandalosos. Algo de otro mundo, algo completamente prescindible.
Me lavé los dientes con el cepillo de la mañana y luego me comí esa unidad de chicle, cuyo envoltorio advertía que “un consumo excesivo puede producir efectos laxantes”, cosa que me tomé al pie de la letra. Ya lo dicen, hay que ir con cuidado con esos malditos chicles del ejército.
CENA
A diferencia de la ya aceptada política de desayuna como un rey-almuerza como un príncipe y cena como un pobre (no existe el término medio entre un príncipe y un pobre) los del ejército cenan exactamente lo mismo que durante el almuerzo pero añadiéndole una latita de paté a modo de guinda letal.
En fin, esto es lo que incluía mi ración para la comida:
Esta vez decidí utilizar el hornillo, elemento clave de la autogestión alimenticia del ejército de tierra. Esto es una pieza metálica moldeable y troquelada que puedes doblar en forma de mesa y en la que luego apoyas el combustible sólido. Esta pastilla dura unos 10 minutos, tiempo más que suficiente para llevar a ebullición la sopa o la lata de turno que te haya tocado (en este caso salchichas con tomate).
Como quería probarlo todo también cogí una pastilla depuradora y la eché en un litro de agua de grifo. Fue como beber agua sacada de una piscina llena de cloro, algo que, por otra parte, hemos hecho todos alguna vez.
Antes de empezar me lavé las manos con el desinfectante instantáneo para manos, algo que te deja una sensación epidérmica muy agradable.
Todo estaba funcionando más o menos bien cuando, de repente, al calentar el bote de salchichas empecé a darme cuenta de que mi casa estaba empezando a apestar a algo extraño. Esa pastilla del infierno (la pastilla combustible) estaba desprendiendo un humo letal. Miré las instrucciones (las de más arriba) y allí no decía nada de precauciones a tener en cuenta a la hora de inhalar el humo, así que aguanté hasta que mis salchichas estuvieron bien calientes. Fue cuando me las puse en la boca y noté su desagradable sabor y textura cuando me di cuenta de que REALMENTE mi casa estaba llena de humo.
La combinación fue espantosa, nunca antes había comido estos mini frankfurts con salsa de tomate y, pese a que soy un aficionado a comer frankfurts baratos crudos (bueno, no calentados, directamente del envase), me pareció un producto aterrador. Si a esto le sumamos la humareda tóxica tendremos una experiencia bastante alarmante de ingesta de toxinas a través de los cinco sentidos. Ventilé mi cueva y no le di mucha más importancia al asunto.
Esa noche empecé a soñar ideas extrañas y repetitivas, como cuando uno tiene fiebre. Aún desconozco si estas pesadillas fueron fruto de las salchichas o del humo negro. Puede que de una combinación terrible de ambas cosas. En todo caso, si nunca tenéis que comer de un “ladrillo”, no encendáis el hornillo en espacios cerrados a menos que queráis soñar con delfines con caras humanas que no paran de decirte que “tienes que encender el ordenador”.
Información extra: Antes de abrir este “ladrillo” decidí probar con el que estaba caducado (el que me dio el exmilitar Luis Gonzalo Segura) para ver si realmente habría gusanos o estaba totalmente podrido. Pese a haber caducado en 2014 todo, excepto la caballa, tenía un aspecto glorioso. Aun así, decidí no consumirlo por MIEDO.
Uno puede considerar que estas raciones cumplen perfectamente con la función por la que fueron creadas. No son un manjar exquisito pero tampoco estamos hablando de comer heces. En el fondo es comida enlatada, productos que gran parte de la población española consume a diario. Lo más destacable es la cantidad, os garantizo que en ninguna de mis tres francachelas pude terminarme la totalidad del banquete. Supongo que esos tipos (los soldados) tienen más desgaste físico que yo, al fin y al cabo ellos interactúan con la realidad mientras yo me limito a estar ocho horas sentado en una silla.
En todo caso, como aficionado a los productos envasados, me veo completamente capaz de comer “ladrillos” durante largas cantidades de tiempo, otra cosa muy distinta es que me vea calificado para sujetar un rifle, cargar con una mochila de 20 kilos y alzar la bandera española con respeto y orgullo.