Entrevisté a Eduard Limónov y sentí deseos de estrangularlo

Sabina Urraca Eduard Limónov

Me acerco a la barra del bar y pido un chupito de tequila. El camarero observa mi temblor. “¿Estás bien? ¿Qué tienes, una entrevista de trabajo?”. Sabiendo que ninguna frase puede explicar del todo a lo que me voy a enfrentar, murmuro algo así como que voy a entrevistar a un escritor, o más bien a un personaje, que además escribe, que me fascina. El camarero me mira con sorna. Primer momento de ridículo, de sentirme una idiota. “Pero no te preocupes, mujer, que si es tan de puta madre seguro que es un tío guay. No tengas miedo”, me dice. ¿Un tío guay? Siento que me acerco a pasitos cortos a esa brecha que separa el personaje que amamos en la distancia de la persona que realmente es. Para relajarme, imagino sus vísceras, las tripas de Limónov, borboteando como las de cualquier otro, en la oscuridad del cuerpo.

Estoy en el local contiguo al edificio en el que, en un ático soleado, Eduard Limónov espera bebiendo vino, charlando con su editor (César Sánchez, de la editorial Fulgencio Pimentel) y la traductora (Tania Mikhelson, una niña prodigio de la traducción). Eduard Limónov, de nacimiento Eduard Savienko, hijo del proletariado ruso, adolescente gamberro, confeccionador de pantalones, poeta, novelista, político, mujeriego, sufriente por amor y causa de sufrimiento por amor, exiliado de la URSS, ocasionalmente gay entre los arbustos de Central Park, estalinista, punk, esteta, homeless, mayordomo de un millonario, personaje estrambótico de la vida cultural parisina de los 80, activista político, militar en el bando de los serbios, miembro de la resistencia contra el régimen de Putin, fundador del Partido Nacional Bolchevique, condenado a prisión y mundialmente conocido a raíz, sobre todo, de la biografía novelada que Emmanuel Carrére escribió sobre él, bebe vino y come productos riojanos a pocos metros de mí.

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“A lo largo de la entrevista, Limónov no me mira a los ojos en ningún momento”

Sólo tengo que llamar al telefonillo, subirme al ascensor. Ha venido a España a presentar El libro de las aguas , publicado por la editorial Fulgencio Pimentel, unas memorias hermosas a más no poder, desgarradoras, intensas como sólo pueden serlo unos textos escritos en la cárcel por alguien que piensa que pasará 14 años en una celda -finalmente fueron 2-, unos relatos de aventuras que toman como hilo conductor las aguas que bañaron su cuerpo y su alma, y que hablan, sobre todo, de guerra y amor. Llamo al telefonillo.

Nadie lo ha mencionado en las diversas entrevistas y artículos que han ido saliendo estos días, pero es evidente, y al principio, sin poder evitarlo, se me encoge el corazón: Limónov, en nuestras cabezas, es indestructible, pero en la realidad, el tiempo ha pasado por su cuerpo: tiene unos 76 años frágiles, los brazos delgados -asoma de vez en cuando su limonka, el tatuaje de la granada de mano en el brazo, algo marchita- aunque la elegancia sigue intacta. Pelo y barba enteramente blancos, ojos impenetrables. Me estrecha la mano, se sienta. Y entonces, como un gas que se va expandiendo hasta intoxicar a todo un pueblo, siento cómo su mirada se nubla y lo envuelve un halo de autismo.

A lo largo de la entrevista, Limónov no me mira a los ojos en ningún momento. A lo largo de la entrevista, responde en voz queda, inaudible, a veces moviendo sólo los labios, para desesperación de la traductora y angustia mía. A lo largo de la entrevista, sonríe sólo una vez. Le pregunto algo y él responde desganado, cada vez más lleno de furia, cosas que no tienen que ver con mis preguntas. Hay dos veces en las que estoy a punto de irme. Él está a punto de irse todo el rato. De El libro de las aguas dice: “Es un éxito, uno de los mejores libros que escribí. Tenía que escribirlo y lo escribí”. Silencio.

Le cuento que a veces tengo el capricho obsceno de la cárcel como retiro literario, que me escribo con dos presas de la cárcel, que las dos escriben, y que lo hacen cada vez más, casi compulsivamente. Noto en sus ojos un interés que se apaga casi inmediatamente. Parece que va a hablar. La traductora y yo mantenemos nuestras sonrisas congeladas. Limónov habla: “Escribí este libro en una cárcel de régimen especial para los enemigos de estado. La cárcel es una experiencia muy buena en muchos sentidos. No veo nada horrible en la cárcel. Es un lugar maravilloso para escribir libros: nadie te molesta, sientes mejor la profundidad de la vida estando encarcelado. Cualquier situación extrema, como por ejemplo la guerra, la cárcel o la emigración, es una prueba en la que la persona muestra todas sus cualidades, y a veces eso lleva a la gente a sacar fuera lo más interesante de sí misma. En la vida normal, en cambio, cuesta mostrar algo específico, la intensidad se pierde”.

Vuelve a caer en un mutismo enfurruñado. Se mira incesantemente los dedos, los anillos: un trilobites negro, un grueso anillo de plata con la efigie de Mussolini. ¿Quién es ahora Limónov? ¿Qué hace? ¿Cómo es su casa? ¿Qué lee? ¿Escribe? ¿Por qué ese trilobites en el anillo? Quisiera saberlo todo, pero él corta las preguntas con un machetazo: “Mi vida ahora es horrible. Vivo como puedo. Pero mi vida ahora no importa. Me interesa más bien poco. A veces me cansa mi propia existencia, no me apetece demasiado pensar en ella. Me interesan las cosas del mundo exterior”. Las palabras quedan suspendidas. Veo que se quiere ir. Le pregunto si se quiere ir. Ni siquiera me responde, sigue mirando al vacío.

“Mi vida ahora es horrible. Vivo como puedo. Pero mi vida ahora no importa. Me interesa más bien poco. A veces me cansa mi propia existencia, no me apetece demasiado pensar en ella”

Cuando comento que en este libro habla de agua, de guerra y de amor y sexo, salta ofendido: “¡Eso no es así! Yo no hablo de sexo; hablo de relaciones. De hecho, odio el sexo”. Nos quedamos en suspenso. Sí, comprendo, yo también, después de leer El libro de las aguas, siento cierto agotamiento físico, un asco hacia todo ese trajín que conllevan las relaciones humanas: animales apareándose, buscando poseerse, sufriendo. Realmente, lo único que quiero decirle es: “¿Estás cansado, verdad? Yo también estoy bastante cansada”. Y quedarme en silencio, como él, mirando al infinito. De pronto añade: “Nunca he forzado a nadie a amarme”.

Me pregunto, y le pregunto, si él, este sabio que ha satisfecho sus ambiciones, que ha vivido tanto, ha conseguido al fin la calma, y me doy cuenta de que en realidad eso es lo único que me importa en esta entrevista: saber si el personaje está en paz, saber si ha descubierto que se puede estar bien en la nada más absoluta. Me mira enfurecido (pero al menos me mira) y, en un susurro feroz, me larga: “La entrevista como género es un intento de desenmascarar a una persona, de conseguir una supuesta verdad oculta, quitando todas las máscaras de un personaje, y eso es algo que no funciona con personas inteligentes. Freud se equivocaba pensando que se podían analizar todas las cosas, el origen de un libro. Los libros se escriben de forma azarosa, por casualidad, y los libros importantes que quedan en la historia son los libros que por casualidad ha descubierto algo. La única forma de valorar un libro es saber si ha descubierto algo importante. Un libro fracasado es un libro que no trae nada nuevo. Espero que tengas claro eso”. Resulta casi amenazante.


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De pronto sube el tono de voz, como si algo se alborotara en su interior, como si me reprendiese a mí por algo que le ha dicho otro: “¡No sé, son simples recuerdos de mi vida! ¡No hace falta buscar nada entre líneas! Creo que es un buen libro. Tenía que escribirlo, lo escribí, y lo hice bien”.

Quiero imaginármelo en Rusia, en su casa. ¿Qué piensa, qué hace? ¿Es posible que esté quieta una persona que nunca ha estado quieta? Lo imagino leyendo un libro. ¿Ha visto la serie Chernóbil? Suspira. “No, no he visto Chernóbil. En cuanto a los libros y la ficción… Cada vez me interesa la ficción menos y menos. Los personajes inventados carecen de interés, y cada vez más los lectores prefieren las biografías de personas, la realidad, los críticos, todos se van dando cuenta”. Se recoloca de nuevo los anillos. Murmura algo. “Me gusta Stevenson. La isla del tesoro. Ese es el mejor libro”.

Imagino al pequeño Edichka sentado en una escalinata de Jarkov, la ciudad en la que se crió, pasando las páginas de la novela de Stevenson, rechinando los dientes ante el ansia de vivir aventuras más feroces que esas, sustituyendo el ron del Capitán Flint por vodka hecho gelatina por efecto de la congelación. Ahora, tras superar con creces las aventuras de Jim Hawkins, tras vivir y bañarse en aguas de cientos de lugares, Limónov está asentado en su Rusia natal, y habla claro con respecto al país: “Lo que me une a Rusia es que es mi país. Nada más. Siento que debo vivir allí. Es un país frío, oscuro y reaccionario. Sólo trato de entender, de analizar mi país, no vivo allí por una cuestión de placer, o por que esté a gusto allí”.

“Odio reencontrarme a gente de mi pasado. Me pasa lo mismo con las ciudades de mi pasado No me apetece volver a pisarlas”

Cuando le pregunto por Putin, su adversario hasta hace unos años, exclama: “¡Deja de preguntarme por Putin!”. Bufa, exasperado. Siento que, como en una operación sin anestesia, necesito que alguien me dé un trapo para morder antes de poder seguir con la entrevista. Me dan ganas de decirle: “Eduard, Limónov, pequeño-gran Savienko, yo me leí tu Soy yo, Edichka, dejé todo y me fui a vivir a un coche en un bosque helado del norte de California, trabajando 14 horas al día en las plantaciones de marihuana en una tienda de campaña militar heladora, y vi a un oso, y el oso me miró a los ojos, y mi único alivio diario era coger un quad y correr con él por los bosques hasta llegar a un claro donde poder abrir tu libro y leerlo de nuevo, y sentirme acompañada en la soledad y el peligro. Eh, joder, mírame a los ojos: yo también he amado a mujeres y hombres desesperadamente y he sufrido, y he vivido sola en una choza sin agua y he despellejado un jabalí con mis propias manos entre arcadas, y luego lo he despiezado completo, y quiero saber qué cojones pasa, cuándo se agota esta fuerza animal, cuándo el amor y el sexo se agotan, porque quizás esté deseando que suceda, y por eso deseo que al fin llegue esa paz, y deseo que me digas que esa paz existe”. Pero no digo nada de todo eso. Le pregunto, en cambio, por la meditación, como agarrándome a un clavo ardiendo.

Sí, sí, quiero saber si vivió más momentos como el que se relata en la biografía que Carrére escribió -Limónov lavaba la pecera de uno de los directivos de la cárcel y de pronto vivió una iluminación, un momento en el que todo se detuvo y nada importaba- y entonces él me mira con desprecio: “¿Meditación? Eso es una mierda que se inventó Carrére. Carrére es un niño burgués que se ha imaginado cosas. ¿De verdad creéis que me acuerdo tan bien de todo lo que he escrito? ¿De verdad me veías en la cama de la cárcel en la postura del loto?”. Lo dice con desprecio, sin dejar de mirar al vacío. “No me acuerdo de las cosas que he escrito. Una vez llegué a una revista para la que escribo cada semana, les entregué un texto sobre los juzgados rusos y la editora vio el texto, pero me dijo: ¡Pero Eduard, nos mandó ese mismo artículo hace un mes! Le di la razón. Así que no sé cómo pretendéis que me acuerde de todo lo que he escrito”.

Le pregunto sobre la violencia, sobre la muerte, sobre si cree que la pulsión de lucha y muerte en el ser humano es inevitable. Gruñe algo en ruso. Ni siquiera la traductora es capaz de descifrarlo. Ya casi no me atrevo a hablar. Musito tímidamente una pregunta sobre los personajes. ¿Quiénes, de todos estos seres amados que ahora yo también amo, permanecen con más fuerza en su memoria? Mirando al vacío, responde: “No pienso nunca en los personajes del libro, nunca pienso en esas personas que conocí. La idea que tengo de ellos va cambiando, yo también voy cambiando. Me he reencontrado con algunos de ellos. Con Yelena, que fue mi mujer, con la que emigré de Rusia a Estados Unidos, me encontré el año pasado, y fue espantoso. Odio reencontrarme a gente de mi pasado. Me pasa lo mismo con las ciudades de mi pasado No me apetece volver a pisarlas”, dice con desprecio.

De pronto, cuando estoy a punto formular otra pregunta, Limónov se levanta y entra en la casa. Quedamos solas en la terraza la traductora y yo. Ella se deshace en disculpas, e intenta, como lleva intentando durante toda la entrevista, salvar la situación. Miro hacia dentro. Eduard Limónov -Edichka, el adolescente Savienko, el escritor ruso que follaba con negros en el parque, el hombre destrozado por amor, el dirigente del partido todos ellos dentro de él -da vueltas por el salón de la casa como un animal enjaulado. Estoy al borde del colapso, pero sonrío, en una mueca congelada, llena de terror. Empiezo a temblar. ¿Qué he hecho mal? ¿Qué he dicho que tanto le ha enfadado? Me acerco a él y musito un thank you, susurro un sorry. Él gruñe, gira la cabeza con violencia hacia la pared para dejar clara su intención de no mirarme. Recuerdo leer de pequeña sobre un fan de Nina Hagen al que Nina, en mitad de un concierto, sin ningún tipo de explicación, escupió en la cara. Quizás sea eso, la adoración extrema, lo que repele a la estrella.

“Mirar la vida muy de cerca también es que tu personaje favorito se vuelva ante tus ojos un tipo loco que gruñe y te odia, que se meta en la casa y te deje en la terraza con la entrevista a medias y la boca seca de ansiedad”

Me despido torpemente, salgo de la casa y le doy una patada a una caja que hay en la calle. El cartón sale despedido con una fuerza en la que no me reconozco. La gente me mira. Ni siquiera me he sacado una foto con él, la foto de rigor para el artículo. En la puerta del bar, el camarero de antes me sonríe al pasar. “¿A que ha ido bien?”. Niego con la cabeza, apretando mucho la sonrisa, y hago un gesto de “prefiero no hablar”, porque sé que puedo romper a llorar en el hombro del camarero a poco que me acerque.

Esa noche no duermo. Mi pareja se acerca varias veces, me ve en estado de shock, me toca la frente, me observa asustado, me trae agua. Está medio dormido. Lo miro devastada. Se frota los ojos y me pregunta: “¿Qué has dicho? ¿Has dicho: vamos al hospital?”. No, no he dicho nada de eso. Me río un poco, con esa risa lastimera del que no tiene ningún derecho a estar jodido, pero lo está. ¿Te imaginas?: “Pues mire, doctor de urgencias, llevo toda la noche con una migraña que me va a matar, con vómitos y taquicardias porque uno de los escritores que más amo me ha despreciado. Póngame morfina, urbasón, únteme ibuprofenos, o mejor métame un supositorio que me termine de humillar, aunque realmente lo que merecería es que me despachasen al basura de los residuos orgánicos del hospital”.

A las seis de la mañana, con un dolor que me paraliza media cara, saco la cara por la ventana. Ha empezado a llover. “Me da igual- susurro- me da igual, hijodeputa. Yo te voy a seguir leyendo, yo te voy a seguir queriendo”. Abro El libro de las aguas por la página 96 y recomienzo, me hundo por segunda vez en las aguas del Río Kubán. Limónov es joven, y se arrastra bajo la lluvia con los muchachos de su partido. Se pregunta qué hace allí: “Por qué andaba yo con ellos, allí, entre los juncos del Kubán? Me sentía empujado por un poderoso instinto: quería escudriñar la historia como el miope que era, poniéndola delante de mis narices”. Y entonces pienso que mirar la vida muy de cerca, como la miope obsesiva que soy, también pasa por que te desprecien sin explicación aparente. Mirar la vida muy de cerca también es que tu personaje favorito se vuelva ante tus ojos un tipo loco que gruñe y te odia, que se meta en la casa y te deje en la terraza con la entrevista a medias y la boca seca de ansiedad.

Al día siguiente, en la Feria del Libro, Limónov, encantador y risueño, responderá amablemente a las preguntas de Manuel Jabois y del público, disfrutando genuinamente con cada carcajada del público. Más tarde, en la caseta de firmas, mientras sonríe a sus fans, se girará, verá sorprendido que esa chica que le entrevistó ayer está justo detrás de él y le dedicará la última mueca de desprecio, para después volver a girarse, desprendiendo encanto. Y, justo en ese momento, alguien inmortalizará el instante. Su encanto, mi cara de horror tras la noche de sufrimiento. Esa es mi foto con Limónov: el mito, el viejo gruñón, mi amado enemigo.