Ya no puedo volver a tomar

De todas las adicciones posibles, la mía era la más decepcionante. Servía para contar anécdotas graciosas a mis amigos en tono jovial a pesar de que a medida que revelaba detalles, sus rostros iban cambiando poco a poco hasta llegar a mostrar horror y preocupación.

Como siempre, lo peor pasó en viernes por la noche. Estaba tan, tan ebria que perdí uno de los objetos más preciados para mí: un VHS con el título “Razones para el atentado del 11 de septiembre”, (la cinta y yo nos reencontramos más tarde gracias a que Dios cuida a aquellos que son demasiado despistados para cuidar de sí mismos). Después de hacer lo que según dicen fue una “escena” (la cual no recuerdo pero igual me disculpé por ella), alguien menos ebrio me llevó a casa. Aún no daban las 9PM.

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Se supone que un amigo que me gusta iba a ir a mi casa esa noche. Cuando le envié un mensaje mal escrito informándole acerca de mi deplorable condición, decidió quedarse en su casa. Me molesté por su decisión de la misma forma que lo harían todos los alcohólicos irracionales nihilistas que están de moda y los adolescentes petulantes. Mi mente nublada no podía comprender porqué mi amigo, quien solía ser alcohólico, no tenía ganas subirse a su auto y cruzar la ciudad para cuidar mi impertinente ser.

Me senté en el piso de madera y subí el calefactor a su máxima temperatura como berrinche. Me quedé dormida mientras veía fijamente la portada de un álbum de Martin Mull que ni siquiera estaba escuchando (por más ridículo que parezca, la habitación estaba en silencio total) y cuando desperté, mi mano tenía una quemadura color negro con la forma de un patrón de un panal porque, al parecer, la dejé encima del la rejilla del aparato. Esta marca era imposible de ignorar y un recordatorio de que me decía: Oye, Meg, deberías hacer algo con respecto a tu alcoholismo antes de que mates por accidente.

Pero me embriagué hasta perder la consciencia varias veces antes de hacerlo.

Me dije a mí misma una y otra vez que el problema era que tomaba mucho cuando estaba sola, así que traté de medirme (pero no lo logré). La clave era beber con moderación y sólo cuando tenía compañía. Escribí una basura pretenciosa sobre mi nueva costumbre, lo que al parecer tranquilizó a todos los que se preocuparon después de que me declaré como alcohólica ante el público en este artículo.

Después de esta revelación, me mantuve firme en mi nuevo hábito. Y con “hábito” me refiero a “quedarme hasta tarde en algún bar bebiendo con mis amigos en vez de regresar a mi departamento libre de alcohol”. No era una solución sino una forma de seguir igual que siempre. Bebía hasta que ya no podía hablar, me iba arrastrando a mi casa y despertaba destruida al día siguiente, en la tarde. Pero bueno, al menos no bebía sola, ¿cierto?

¿Qué pasaría si dejaba el alcohol por completo? Beber es una parte crucial de mi personalidad, tan valiosa como fumar y juzgar a los demás. ¿Podría seguir sintiéndome identificada con las letras de Billy Joel estando sobria? ¿Jamás volvería a disfrutar un copa de champán? No, espera, pensé. Nunca he disfrutado una copa de champán en toda mi vida. ¿Una botella? Sí. ¿Una sola copa? Jamás.

Aunque cada día bebía más que suficiente fuera de mi departamento, cuando pasaba a lado de la licorería me costaba mucho trabajo no comprar nada. Sabía que en la tienda había alcohol y que en mi departamento sólo había soledad y autocompasión, dos cosas que resultan ser mejores mezcladores que el agua mineral.

Una tarde, mi maldito cerebro hizo que saliera lo peor de mÍ. Mi voluntad se quebró y compré una botella barata de vino de mesa, de esa clase de vino que siguen las madres solteras pobres para sentirse elegantes. Justifiqué la compra diciéndome a mí misma que era un secreto, que nadie lo sabría. Si nadie se entera, entonces no hay problema. De todas formas sólo lo iba a hacer una vez. Tuve una semana difícil, ¿ok?

La descorché. Poco después regresé a mis viejos hábitos, lo que significa que me tomaba una botella de vino (o de licor si sentía mucha autocompasión) yo sola todas las noches. Cada que regresaba a casa, tomaba como si no hubiera mañana. Atacaba con aplomo cada una de las botellas. Bebía como una chica de 19 años que acababa de probar la libertad (y el Bacardí) por primera vez. Bebía como si fuera mi trabajo. Tomaba incluso más que cuando era alcohólica.

La hora aceptable para empezar a beber se recorría constantemente. “Está bien. ¡En algún lugar son las 2PM!” Bebía mientras conducía. Mi bote estaba lleno de botellas. Pero lo hacía en privado y mantenía las apariencias en público. Hasta le mentí a mi terapeuta. Creía que si nadie me veía, entonces era como si no pasara nada.

A pesar de todo lo que decía y del espectáculo en realidad nada había cambiado. Seguía matándome lentamente.

Resulta que moderarme no era la solución. Porque era imposible. Vivía con una mente en la que no podía confiar y con impulsos que no podía controlar. Me sentía patética y débil. ¿La bebé no puede tomar una sola copa de vino en la cena como las demás niñas grandes?, me decía en burla. ¿La bebé tiene que tomarse toda la botella?

Toqué fondo con el incidente con Martin Mull y el calentador pero aún así no fue suficiente para que dejara de beber de inmediato. Siendo honesta, no sé cuándo ni cómo fue que tomé la decisión. Creo que estaba borracha. Pero lo logré. Era eso o morir. Ya no podía morir como estrella de rock porque ya había rebasado los 27 años de edad. Carajo, ni siquiera tenía fotografías de mi rostro. Si mi muerte salía en las noticias, probablemente utilizarían la foto de mi licencia de conducir. No podía morir así.

Por eso dejé de beber. Así, nada más. Por completo. Al principio no sabía qué hacer de mi vida. Llevaba nueve años bebiendo. Sentía que si frenaba de repente, la bolsa de aire no iba a funcionar y mi cabeza saldría volando. Pero lo hice. ¿Y adivinen qué? Mi cabeza sigue en su lugar. O algo así. Podría decirse la recuperé.

Ya sin el velo, me sentía alerta, presente, tanto que daba miedo. Regresaron los nervios que me invadían cuando era más joven. Luchaba porque mis conversaciones fueran interesantes pero temía que tal vez estaba siendo muy precavida o estaba pensando demasiado. Odio pensar. Odio “vivir el momento”. Por eso bebía. A veces creo que no puedo hacerlo. Y aún así, sigo sin perder la cabeza.

Lo único que hago para alejarme del alcohol es no tomar y ya (bueno, a veces salgo con mis amigos que tampoco toman). No voy a Alcohólicos Anónimos, porque el anonimato es lo único que odio más que las conversaciones grupales. Tampoco quiero las medicinas que te hacen querer vomitar cada que tus labios tocan el diabólico alcohol. ¿Debería tomarlas o meterme al grupo? Estoy segura de que alguno de ustedes va a enviarme un correo diciendo que sí, que debería hacerlo. Quizá lo haga. Pero no por ahora. Por ahora me quedo sólo con mi fuerza de voluntad.

La otra noche, un amigo dejó una botella con apenas un traguito de whiskey en mi departamento. Me quedé viendo fijamente a la botella que estaba junto al lavabo. Sabía lo que tenía que hacer. Quité la tapa y la sostuve por un rato sobre el lavabo; si inclinaba mi mano hacia la izquierda, el whiskey se iría directo al lavabo. Si inclinaba mi mano hacia la derecha, el whiskey se iría directo a mi boca. No puedo explicar porqué pero escogí la segunda opción. Me lo tomé de un solo trago y no sentí nada después. Era una cantidad insignificante de alcohol. Por supuesto, no era suficiente para emborracharme, ni siquiera para marearme.

Resistí las ganas de salir a comprar más. En vez de eso, me quedé parada frente a la ventana viendo al vacío mientras me preguntaba porqué me había tomado ese whiskey y, al mismo tiempo, me sentía agradecida de que ya se había ido.

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