Ya no te puedes pachequear


La mota de la autora.

Es la noche en que vuelvo a fumar mota. Justo después de que se durmieron los niños. Mi esposo me dice: “Creo que estás bien; ya puedes parar”. Miro hacia abajo y me doy cuenta de que ya he fumado la mitad del churro del cual he estado dando largas caladas con nerviosismo, como si se tratara de un cigarro. Estoy molesta con él porque me controla de manera excesiva y no estoy para nada pacheca. Luego, claro, en un instante ya estoy muuuuuy drogada y agradecida por su amabilidad, agradecida de una forma silenciosa y ligeramente inmóvil.

Videos by VICE

Mientras admiro (algo confundida pero no callada por completo) la fuerza extrema de la mariguana que me acabo de fumar, me doy cuenta de que el control que tengo en las manos apunta a la pantalla de pago por evento de Amazon y, con franqueza, es aterrador darse cuenta de que dentro de las cajas que brillan como luces de neón —cajas que se mueven, para mi sorpresa y horror— hay cientos de películas y que todas estás organizadas de una manera que no puedo analizar pero sé que están basadas en mis preferencias. MÁQUINA, LO QUE QUIERO ES TENER UNA PELÍCULA PERFECTA EN ESTA TV. No quiero ver cientos de títulos, muchos son caricaturas o programas que les gustan a mis hijos, lo cual me hace sentir culpable y que soy una mala madre. (NO, NO QUIERO VER DORA LA EXPLORADORA, MALDITO AMAZON DELATOR).

“Estoy un poco perdida”, le digo balbuceando a mi esposo. Él cree que es una broma. Le aviento el control, me hundo más en el sofá y espero a que mi película mágica aparezca en la caja mágica. ¡Mad Men! Durante el transcurso de la siguiente semana veo drogada mis programas de siempre y llego a comprender lo rígido y artificial que son la mayoría de los diálogos. Sin embargo, Mad Men te mantiene a la expectativa y es muy profundo. Me quejo de forma audible con un: “¡No mamen!” en las ocasiones que hay sexismo, mi esposo me voltea a ver y me siento un poco cohibida porque creo que estoy respirando por la boca.

¡Oh, la no crisis de mi existencia burguesa! Soy madre de dos niños pequeños, vivo en la comodidad de una vida de clase media que en algún momento rechacé. Cuando eres más joven te apartas de la gente convencional que imaginas con tu gusto en música, moda y humor. Pero todo eso desaparece cuando los hijos de todo mundo van juntos a la escuela, cuando todos van a Whole Foods para comprar cereal libre de gluten, cuando todos están muy cansados como para usar algo más que ropa de MomClothes™ y cuando los gustos musicales de todos fueron arrastrados por el tsunami Frozen. Una vez que tienes hijos, se pierde mucho de lo que representaba tu Ser Totalmente Único y es fácil que de pronto te preguntes, mientras admiras la impresionante capacidad de la Honda Odysseys de tu amig@, cómo eres lo que eres, o si lo eres, o por qué lo eres. Después un niño o niña se lanza a tus brazos y exige tu total atención y amor, y tú estás muy agradecido como para ponderar las preguntas de la existencia.

La nostalgia es uno de los hábitos más poderosos y generalizados de los treintones, aunque últimamente me he estado preguntando qué podría volver a hacerme sentir transgresora. No hay nada subversivo en beber; no es más que una alteración menor al mismo estereotipo de mamá de clase media (el vino “Mommy’s Time Out Pinot Grigio” es real). Me desintoxiqué de los suaves medicamentos para la ansiedad y de los antidepresivos que alguna vez tomé, y aunque en realidad los necesitaba en ese tiempo, me impresiona tanto su fuerza como su efecto. Con el riesgo de sonar como una sucia hippie, ¿no sería mejor un toque de vez en cuando en lugar del método que adoptaron muchos de mis compañeros de clase media que alguna vez fueron cool, que consiste en medicamentos controlados y vino? Además, ¿no podría la mota —la mota contracultural que no es compatible con Costco— conectarme con una versión más joven, más cool y con menos estereotipo maternal de mí misma?

Mi decisión de adoptar a la mota como mi droga elegida no fue al azar. Solía ser la clase de drogadicta que tenía un par de bongs de cuatro patas (bautizadas como El Padrino y Apollonia) y fumaba de ellos usando un encendedor para campamento y limpiaba las cazoletas con los ademanes ostentosos que resultan de largos días al sur de California practicando tales habilidades. El año después de que salí de la universidad, año que pasé con mi novio y un amigo con una dieta de comida rápida en un departamento en Hollywood, la mariguana y los burritos a las 2AM eran mis hábitos en su punto más alto, o más bajo, depende de cómo vean esa clase de estilo de vida. Después de eso me tomé un descanso de la mariguana. En 2001 me mudé a Nueva York, donde bebía más, empecé a tomar antidepresivos y fumaba más que nada en las fiestas. Mi esposo —quien creció en Nueva York y por lo tanto terminó su periodo de fumar mariguana a una edad espantosamente corta— consiguió un trabajo en DC y en los siguientes seis años en los que empezamos nuestra familia, mi consumo de mariguana se ha limitado al churro esporádico compartido durante los escasos viajes sin los niños.

Entonces sí conocía la mariguana; la conocía de la misma forma nostálgica que conocía el sabor de la receta secreta de las cadenas de comida rápida, más de una década después de haber salido de California. Excepto que no sabía cómo conseguirla.


Resulta que no es un buen lugar para conseguir mariguana. Foto vía el usuario de Flickr Bearden.

Antes de iniciar mi regreso experimental a las drogas suponía que sería fácil conseguir mariguana, pero había subestimado lo poco aceptable que era. Entre los deberes de ir por comida y luego al kínder, no conozco a muchas personas que fumen abiertamente o a alguien que venda mariguana. Todos los días quedaba pendiente “Comprar algo de mariguana” en mi lista de quehaceres junto a “Ir corriendo al Costco”. Pensar que jamás lograría encontrar un poco me ponía más nerviosa, lo cual sé que no es bueno. La paranoia preliminar no es cool.

Los empleados en la tienda local de Whole Foods fuman, según supe gracias a que interrumpí conversaciones en torno a la mariguana entre los chicos que acomodan las repisas. Tal vez durante una de estas interacciones o a la hora de su salida, después de haber establecido una conexión —JAJAJA LOS DOS ODIAMOS A TUS JEFES CORPORATIVOS PERO TENGO SENTIMIENTOS ENCONTRADOS POR QUE LOS ESTOY APOYANDO PERO MEJOR NO HAY QUE HABLAR MÁS DE ESO— podría, de forma muy sutil, preguntar, ¿DÓNDE PUEDO CONSEGUIR ALGO DE YERBA? Un plan a prueba de tontos, ¿cierto?

Mi momento más bajo fue en un estacionamiento de Kinko’s, cuando vi a un chico negro con rastas que vestía una playera de Bob Marley y pensé:¡Hey, debería preguntarle a este tipo! Para después pensar: ¿Qué mierda me pasa? ¿Por qué mi búsqueda de drogas me ha hecho sacar las conclusiones más viles? Este hombre debería venderme una bolsa de orégano caro y luego arrestarme por estupidez criminal y racismo.

Considero la opción de preguntarle al papá que vive a lado del cual soy amiga, pero es difícil, porque en nuestro rincón en los suburbios de Washington, DC hay un enredo complicado de vicios clandestinos: algunos padres fuman mariguana de manera ligeramente abierta pero las mamás simplemente… no lo hacen. Nosotras somos las que más procuramos cuidados, nos encargamos de mantener vigilada constantemente a nuestra camada usando habilidades de resolución de problemas y reflejos rápidos para controlar crisis. Estas responsabilidades no permiten que se desarrolle con facilidad el hábito de la mariguana.

Es obvio que aquí hay una mierda sexista en juego. En algún momento, nuestro círculo de padres llegó a un acuerdo implícito sobre quién fuma y quien cuida. Las mamás no pueden drogarse y mirar a las fogatas porque están asegurándose de que los niños no corran hacia el fuego; no pueden drogarse y disfrutar el ambiente con música porque están acostando a los bebés. Desde entonces me he vuelto un poco más severa con los padres que sé que fuman y la pasan bien mientras sus esposas cuidan a sus hijos y acudir a estos mismos padres para obtener un poco de mariguana me hace sentir un poco hipócrita. Pero al final le envió un mensaje a mi amiga y le pregunto con nerviosismo si su esposo, el papá que fuma mota, me puede conseguir un poco.

Él me ofrece gentilmente un toque, gratis, pero me doy cuenta de que tiempo atrás cuando fumaba mariguana, muy rara vez compraba la mía, entonces, en un esfuerzo simbólico por corregir mis viejos errores de etiqueta, insisto en comprar unos gramos. ¡Soy un adulto y compro mi propia yerba!


Pequeñas cajas en la ladera, pequeñas cajas llenas de padres que se drogan en secreto… Foto vía el usuario de Flickr Frank Maurer.

Por unos días, hasta que consiga un hitter personal en forma de cigarro, lucho para fumar lo suficiente para estar un poco drogada pero no tanto como para ponerme hasta las madre. Es un equilibrio delicado. Con el beneficio de décadas de experiencia, puedo medir cuánto alcohol me va a relajar o me va a embriagar o me dará una resaca. No tengo el mismo control cuando se trata de fumar mota. Cuando tomo vino puedo responder emails del trabajo y de la escuela, encargarme de los asuntos de la casa, programar las visitas médicas de mi hijo y hablar normalmente con la gente a mi alrededor. Por otro lado, cuando fumo mariguana se bloquean ciertas partes de la vida moderna para mí. No puedo lidiar con gran parte del internet, los smartphones o la maldita máquina Roku. Con la cantidad y calidad de mariguana que fumo, puedo estar cinco minutos en Twitter y no más, ver Mad Men con atención, reír de los pasteles grotescos en Pinterest, caer en trances musicales obsesivos, balbucear cosas sobre Mad Men/música/pasteles horribles/Twitter a mi esposo y comprar aguacates para el día. Eso es todo.

Una tarde, cuando tengo un bloque ininterrumpido de tres horas para mí sola, le doy unos cuantos toques, pongo algo de Harry Nilsson, me siento en una mecedora en mi alegre sala y pretendo que soy una dama en Laurel Canyon, hacia la fecha en que nací. Después me va muy bien en el Slate News Quiz (test sobre actualidad). ¿Por qué hago el Slate News Quiz? Porque soy una mujer adulta a la que le gustan los juegos de preguntas sobre actualidad y darme gusto con sustancias que no había disfrutado en el día por más de una década no me va a hacer diez años más joven o indiferente.

Está claro que todavía sé cómo fumar mariguana y cómo estar drogada pero eso no me hace menos mamá. Si acaso me hace sentir más estancada en un surco particular de mediana edad de música extraña y vieja, crítica cultural y NPR (red de radio pública). Fumar mariguana puede cambiar la experiencia de las cosas que te gustan pero no te cambia a ti. No puedo identificarme de pronto con Miley Cyrus y su canción de 4:20 minutos “Bangerz 4 Life” con algunos de los Youngs, porque no soy y nunca he sido alguien que podría identificarse con Miley Cyrus. Incluso en lo más alto de mi época de fumar rechacé los aspectos tontos y sumamente bochornosos de la cultura de la mariguana —círculos de percusión, íconos de la hoja de la mariguana, toda la estética ridícula de las pipas— entonces, ¿por qué habría de meterme en esa mierda ahora que mi edad me había liberado de eso? En retrospectiva, ahora que en verdad ya estoy drogada, parece bizarro que busque mariguana en una lucha para no estar tan definida por los clichés de la vida adulta. Si en serio hubiera querido retar los códigos y los límites de mi vida convencional de clase media, desarrollar un hábito de mariguana quizá no sea la mejor manera de hacerlo.

Regreso de esta epifanía vespertina, Harry Nilsson y esta victoria aplastante en el News Quiz cuando llega casa mi hijo de cinco años. Este es el día en que fumé mariguana cuando alguno de mis hijos estaba despierto y dentro del mismo código postal que yo y, aunque ya no estoy drogada, me siento nerviosa. ¿Se dará cuenta? ¿Será por eso que aparta la mirada de sus Legos, fija sus enormes ojos azules en mí y de pronto me pide que ESCOJA ENTRE ÉL Y SU HERMANA?

La pregunta de La decisión de Sophie, por primera vez, en una tarde de actividad ilícita, es mucho que afrontar y yo reacciono como si me hubieran pegado con un camioncito muy tierno y loco. Por fin respondo con la frase esperada: Los amo a los dos, jamás podría escoger. Él sigue insistiendo: Si tuvieras que escoger entre ella y yo, ¿a quién escogerías? Yo me vuelvo más insistente: Nunca voy a tener que escoger, sería imposible. Tú y tu hermana son como partes de mi cuerpo, ¡como mis extremidades! ¡No podría escoger entre dos partes de mi cuerpo! Pero él no lo iba a dejar así: bueno entonces, si tuvieras que escoger entre tu brazo izquierdo o tu brazo derecho, ¿cuál escogerías? Guau, bravo, señor.

Cualquier otro día, esta conversación podría haberse entablado con cuidado, más a la ligera y con más atención al consuelo y amor que él me estaba pidiendo. Pero fue difícil soportar la tensión y la intensidad de la conversación al despertar de la mariguana y sirvió como un exhorto definitivo del universo para nunca, jamás volver a fumar mariguana cuando mis hijos estén conscientes y en el mismo condado.

La noche previa a mi experimento antes de irnos de vacaciones, encuentro la dulce yerba: inhalo sólo la cantidad precisa para mi hitter individual y decido prepararme un poco de ensalada de pollo de Costco que quedó en el horno para la pre graduación del kínder de mi hijo. Lo rico de la comida me hace bailar un poco, lo que me hubiera cohibido cuando era mas joven. Pero estoy en mi casa, rodeada de la gente que amo y que me ama hasta en mis momentos más patéticos, y soy una mujer adulta que puede bailar en su casa y cantar acerca de la gloria de añadir uvas a la comida preparada a base de mayonesa sin ningún temor. Mi esposo y yo estamos a punto de ver el programa MasterChef Junior, que está perfecto y yo voy a hacer bromas graciosísimas en el momento justo que nos van a divertir a los dos hasta que no podamos más, y sé que todavía quedan más aguacates, porque soy un adulto y yo los compré.

Jessica Roake vive y escribe en los suburbios de Washington DC.