–Corra, Ramón, corra-. Todavía puedo escuchar la voz metalizada del profesor de deportes de mi colegio gritándome esas palabras, al final de la primaria. De volver a pensar en esa escena vuelvo a sentir el frío infame de Bogotá a las 7:00 Am helándome las piernas, la vergüenza de tener que quedarme en shorts a esa hora de la mañana y el sabor a cobre en la boca de saberme ahogada subiendo las escaleras del estadio escolar casi sin poder respirar.
–Hágale Ramón, que es para hoy. Ahora todos la tienen que esperar hasta que termine-. Tengo la imagen vívida de las caras de mis compañeritos de primaria: algunos con lástima, otros con burla y otros con hartazgo, mirándome los cachetes enrojecidos y el sudor en la frente al tratar de completar el test de Cooper -esa temida prueba de resistencia y abstracto artificio de tortura que nos obligaban a hacer cada cierto tiempo-.
Videos by VICE
Adicional a ese espectáculo vergonzoso, dos veces al año nos tomaban las medidas antropométricas -quién sabe para qué o con autorización de quién- y teníamos que soportar que nos apretaran la grasa de las piernas y la panza con una pinza y cara de reprobación. En algún momento se consideró que hacerlo delante de otras personas era de una violencia innecesaria, de modo que se hacía el mismo procedimiento, pero en un cuarto lleno de balones y aros de hula hoops, mientras ese profesor tomaba unas medidas que nunca nos decían. La situación, no por ser privada, era menos humillante.
Como en ese primer test de Cooper me fue tan mal y como era una preadolescente considerada regordeta, me acomodaron en el grupo de “mal físico”. Nadie pensó que podía darme más alternativas para mover el cuerpo que el infame y totalizante test. Mal físico y punto. De ahí en adelante todos mis acercamientos al deporte fueron motivados por la obligación, la trampa y la lástima: la demanda de tener que hacerlos, la trampa que hacíamos los de “mal físico” y yo para poder saltarnos los ejercicios -cuando las chicas llegamos a la adolescencia no había mejor excusa que la menstruación– y la lástima de profesores y profesoras ante mi cuerpo considerado deficiente para moverse, malo para respirar, por lo que nunca intentaban nada más.
Pero el ejercicio, sin embargo, no es una herramienta de tortura, ni tampoco es o debería ser un sistema estandarizado para todas las personas que defina sus capacidades físicas. La militancia gorda ha sido contundente en derribar el mito de que solo las personas delgadas pueden practicar algún deporte y que solo correr clasifica como ejercitarse. ¿Qué hace por nosotros mover el cuerpo? ¿Podemos conocer nuestro cuerpo sin ponerlo en movimiento? ¿Cómo puede ser la relación de las mujeres, especialmente, con su propia autodefensa si no conocen las capacidades de sus cuerpos? ¿Qué puede un cuerpo?
De los infames años preadolescentes llegaron los desórdenes alimenticios y ahí supe cuánto podía maltratarse mi cuerpo para ocupar menos espacio. Corría hasta el desmayo o hasta que fuera más fácil vomitar por cansancio. Saltaba el laso horas enteras, las ridículas tandas de 300 abdominales sin parar y toda una ingeniería del ejercicio dispuesta a desaparecer y basada en mitos difíciles de comprobar. Además de esa disciplina de la autodestrucción, un paquete (o uno y medio) de Marlboro lights al día para paliar la ansiedad. Como estaba más flaca entonces y sudaba mucho cuando volvía de correr, mi imagen coincidía con la de la salud: no era más la chica acomodada en el lugar de “mal físico”, no porque hubiera mejorado, o porque antes fuera incorrecto, sino porque pesaba menos. No conocí mejor mi cuerpo durante esas extenuantes jornadas.
De los mecanismos más crueles del gordoodio me resulta este: alejar a las personas que no somos flacas, que no fuimos flacas, de la oportunidad de conocer nuestro cuerpo a través de ponerlo en movimiento. Hay algo profundamente necesario en la relación ontológica con la identidad, la dimensión y la materialidad, en poder explorar las posibilidades corporales mediante distintas actividades.
El hecho de que durante años las imágenes de ejercicio hayan sido solo encarnadas por cuerpos flacos, sin ninguna discapacidad, altos y musculosos, así como la ropa de deporte y las representaciones de esas actividades, creó una restricción a otras personas a acceder, a nada más y nada menos, que a una forma de sí mismas. La cruel lógica de que el ejercicio y los gimnasios son solo formas de procurar delgadez, la promoción constante de estos espacios para “llegar al verano”, “perder algunos kilos” o “ser tu mejor versión”, alejan a otres de la posibilidad de conocer su cuerpo mediante cualquier actividad que implique tener conciencia del mismo, y de la mejora para la salud -mental y física- que eso representa, sin importar cuál sea su tamaño, peso, capacidad o dimensión.
Pero lo que me parece más complejo -y esto lo digo a título de mujer cis- es que esa restricción nos alejó de la posibilidad de autodefensa. Hemos sido socializadas, por profesores como los míos que si no excluían nuestros cuerpos, entonces los clasificaban en los deportes “para niñas”. Los muchachos tenían bruscas jornadas de deportes en equipo y de contacto y a las chicas -a las flacas- la tediosa gimnasia rítmica. A lo sumo, el deporte más unisex era el volleyball, por lo demás nuestras actividades eran limitadas, delicadas y solitarias. La indefensión también se enseña. Y se aprende.
He escuchado incontables relatos de amigas y conocidas, también los he leído y los he vivido, donde se sintieron incómodas ante una situación, se sintieron nerviosas en alguna calle, se sintieron amenazadas por el peligro aleccionador -como bien señala Despentes- de habitar el espacio público y privado siendo una mujer y, en lugar de intentar defenderse, de siquiera procurar ver de qué es capaz este cuerpo, solo pudieron quedarse inmóviles. Nuestra estrategia de autodefensa fue la parálisis y la quietud.
“La indefensión también se enseña. Y se aprende”.
Ahora pululan las clases de yoga para todos, todas y todes, ropa en maniquíes más robustos y personas que en un campo mucho más diverso acceden a una actividad física y así al derecho de conocer las capacidades del cuerpo: su elasticidad, sus límites, su dolor y su resiliencia. Hablo con una amiga que empezó a hacer yoga hace poco, después de una relación de rechazo al idiota y excluyente “universo fit”, y me cuenta con fascinación que durante una clase pudo sentir un músculo de su espalda. Cerró los ojos, sintió la tensión y pudo imaginarse cómo su cuerpo se estiraba. Nunca lo había intentado antes, pero esto le pareció una meditación, una introspección y una nueva forma de habitarse.
Mientras levanto pesas y pienso en músculos que nunca he visto, me repito a mí misma lo que dice una chica de un video que se hizo viral. Es una chica gorda que hace flexiones con unas mancuernas pesadas: “I don’t want to be strong, like man, who look pretty. I want to be strong, like bitch who fights bears in the forest”.
La experiencia del dolor, de la flexibilidad, de saber cuán veloz se puede ser, de perder el miedo al moretón, a la torpeza, incluso al golpe (propio y de otrxs), del avance del cuerpo sobre sí mismo me hace sentir más a salvo. Ocupo más espacio, me paro con más firmeza, corro con libertad y la sensación de que podría propinar una golpiza digna -así seguramente nunca lo haga-, me hace habitar el mundo con una certeza diferente.
Yo también quiero ser fuerte, como una perra que pelea con osos en el bosque.
* El mundo tal como lo conocemos está cambiando, las estructuras vinculares que nos habían impuesto se han derrumbado. Esta es la primera entrega de El Desplome, una columna bimensual de María del Mar Ramón sobre lo que estamos construyendo desde los escombros.