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La culpa no es de River Plate, queridos fans del Tigres UANL. Si quisiéremos llegar al lugar de nacimiento, al núcleo del problema, los aficionados mexicanos no deberían gritar contra los jugadores de River en el partido de vuelta de la final de la Copa Libertadores… sino contra un almirante británico, tan valiente como temerario, llamado Home Riggs Popham.
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Sí, la culpa fue de Popham. Fue él quien un día se levantó, nervioso, y decidió que tenía que hacer algo grande para pasar a la historia. A pesar de que lo único que tenía que hacer era controlar el océano evitando hipotéticos ataques a las costas africanas, Popham tuvo un momento de epifanía y decidió reunir sus naves e ir directo hacia las costas de Argentina sin el permiso de su gobierno. Su acción fue llamada la Primera Expedición al Virreinato del Río de la Plata.
¿Y por qué fue todo culpa de Popham? Porque fue él quien llevó el fútbol a Argentina por primera vez. Los soldados ingleses tenían que entretenerse, sobre todo si no todos veían un ‘hobby‘ divertido en el dedicarse a matar gente. ¿Qué mejor forma de pasar el tiempo que jugar al balompié, que permitía que 22 tíos se lo pasaran genial con un modesto balón? La simplicidad del juego, unida a la mala situación económica del país, hizo que la popularidad del fútbol creciera de forma exponencial: al fin y al cabo, era la forma más barata de entretenerse.
No es una coincidencia que muchos de los mejores jugadores del mundo sean originarios de países humildes. Si de niño empiezas a jugar con una pelota de de trapo y sabes moverte bien, con una pelota de goma eres lo máximo; y si con una pelota de goma eres lo máximo, con una de cuero puedes convertirte en, digamos, Diego Armando Maradona.
A partir del final del sigo XIX, los ingleses que intentaron invadir Argentina en general y Buenos Aires en particular —siguiendo, por cierto, un plan de la corona británica de acabar con el imperio español a base de conquistar todas sus colonias en Sudamérica— se llevaron consigo sus aficiones. Los británicos llevaban dando patadas a un balón desde hacía siglos a pesar de la oposición de varios reyes poco atléticos, como Eduardo II, que prefería que sus siervos pasaran el rato tirando con arco por si a los franceses se les ocurría pasarse y había que recibirlos con la tradicional hospitalidad inglesa.
Sea como fuere, en los últimos decenios del siglo XIX el fútbol ya se había regulado enteramente en el Reino Unido, y los soldados ingleses que viajaban por el mundo lo llevaban consigo. Buenos Aires pronto acogió e hizo suya esa rareza británica. Los muelles que pintó Benito Quinquela Martín mientras sonaban de fondo las notas de los valses de Juan de Dios Filiberto fueron el escenario del desembarco del fútbol; los campos de polvo cercanos y las calles empedradas cerca de la Vuelta de Rocha y del viejo puente transbordador de Almirante Brown empezaron a acoger partidos ocasionales, improvisados.
La naturaleza, sin embargo, hace su curso de forma imparable y lo que tiene que surgir surge, así que poco a poco pequeños grupos de argentinos empezaron a unirse para jugar y disfrutar del fútbol. Con el transcurrir de los años, entre un intento de invasión inglés y otro, se formaron los embriones de lo que luego fueron los primeros equipos de fútbol de Argentina.
El club más antiguo del país es Gimnasia y Esgrima La Plata, fundado en 1887. Al ‘Lobo’ le siguieron Rosario Central, Club Quilmes y Alumni, que con el nombre anterior de English High School ganó un total de nueve campeonatos amateurs. Durante lo que fue la época más prolífica de la expansión del fútbol en Argentina, cuando los equipos nacían como setas, hubo dos que impusieron su ley en Buenos Aires: el Rosales Football Club (antes llamado Juventud Boquense) y el Santa Rosa Football Club.
Visto que ambos clubes se llevaban la palma en la mayoría de competiciones, un visionario tuvo una idea brillante: si separados lo ganaban todo, ¿qué no harían juntos?, pensó Isidoro Kitzler, uno de los promotores de la fundación de River. Dicho y hecho: después de muchas charlas de café, los representantes de ambos clubes llegaron a un acuerdo y escogieron como fecha oficial el día 25 de mayo de 1901.
Don Leopoldo Bard, el gallardo presidente del club, cerró el acto con la siguiente sentencia para la posteridad:
Pongamos nuestra fe y todo nuestro ideal en la grandeza del club que ve la luz el mismo día que ha nacido una nueva y gloriosa nación: el 25 de mayo
Tras la felicidad y el entusiasmo de haber dado vida a un nuevo equipo de fútbol, se presentó un escollo imprevisto: ¿qué nombre le iban a dar a su flamante nueva creación?
Como suele ocurrir, cada uno de los dos equipos quería mantener su nombre entero, o por lo menos algo que recordase su origen (ya sabemos cómo funcionan los seres humanos en estos casos, ¿no?). Entre las muchas propuestas que aparecieron, los nombres que llegaron a ser los finalistas fueron La Rosales, Club Atlético Forward, River Plate y Juventud Boquense. También hubo quien votó por el viejo nombre de Santa Rosa, aunque al parecer el rollo religioso no prosperó.
Fue el ilustre Pedro Martínez quien ideó el nombre de River Plate —que no es nada más que una espantosa traducción al inglés de “Río de la Plata”. Sí, ya sabemos que en realidad “river plate” significa “plato de río”, pero al parecer el señor Martínez no… y eso que pasó por un largo proceso antes de llegar a su famosa conclusión: se dice que un día, sentado en una mesita de su bar más querido, mientras reflexionaba y fumaba su tabaco de probable origen inglés, vio una cajas cerradas pasarle por delante con el texto “River Plate” escrito en un lado. Martínez, que hoy en día sin duda habría trabajado para alguna prestigiosa agencia de publicidad (bueno, o quizás no), pensó que aquello de River Plate sonaba bien.
Cabe suponer que el pobre Martínez no sabía inglés, así que terminó engañado por la bonita musicalidad del idioma. Tampoco le podemos reprochar nada: al fin y al cabo, ¿cuántas veces cantamos canciones que no sabemos de qué van?
“En el medio está la virtud“, decía Aristóteles en su Ética a Nicómaco. Al parecer, los cultivados fundadores de River debieron tener en cuenta la sentencia aristotélica, ya que los finalistas de la larguísima selección de nombres fueron dos: “Forward” y “River Plate”. Ambos nombres tienen una raíz inglesa: al fin y al cabo, en esa época todavía se entendía el fútbol como algo perteneciente al Reino Unido, así que un poco por respeto (y quizás también por miedo a hacerse propio algo que todavía no lo era), decidieron quedarse con la impronta inglesa en los nombres.
Solo quedaba, pues, la elección final, el dilema definitivo. ¿Cómo solucionar ese problema irresoluble, una cuestión tan espinosa como vital para cerrar la fusión entre ambos equipos? ¿Como puede un homo sapiens sapiens poner de acuerdo a dos grupos de homo sapiens sapiens en el magno problema de dar un nombre a un equipo de fútbol?
Al presidente Leopoldo Bard se le ocurrió la solución incontestable —que seguramente también se le habría ocurrido a un niño de 5 años, las cosas como sean—: jugarse el nombre en un partido de fútbol. El ganador sería quien elegiría el apodo definitivo.
Nos gusta creer en la democracia y en sus infinitas virtudes de tolerancia, respeto y diálogo. Nos gusta creer que hablando podemos solucionar cuestiones y problemas que de otra manera no seríamos capaces de superar con éxito. Al final, sin embargo, la mejor manera de poner de acuerdo un grupo de hombres sobre una cuestión de gusto y estética resultó ser un partido de fútbol. Si sobre gustos no hay nada escrito, jugárselos al balompié es pura justicia poética.
Otro problema muy grave del ser humano es su tendencia a ponerse borde por cuestiones de principios y orgullo, dos entes que han acabado con infinidad de vidas a lo largo de la historia (¿quién no ha soltado nunca un “¡no hay huevos a saltar!” frente al precipicio de turno?). Lo curioso es que el equipo que ganó en el encuentro decisivo fue él de los defensores del nombre de… “Forward”.
Buenos Aires estalló, como no podría ser de otra forma. Después de unas probables manifestaciones estudiantiles masivas (?), los ganadores, sinceramente arrepentidos, anunciaron que en realidad les molaba más el nombre de “River Plate”. Fue un raro ataque de humildad que aún hoy sorprende. No es raro que el antiguo himno de River incluyera una mención explícita al nombre del club.
River Plate, tu grato nombre
derrotado o vencedor
siempre, cual un solo hombre,
nos tendrá a su alrededor.
Así es, queridos fans del Tigres UANL: no debéis silbar a los jugadores de River, ni a sus aficionados, cuando os enfrentéis a ellos en la vuelta de la final de la Copa Libertadores. La culpa de que los ‘millonarios’ estén allí no es suya: la culpa es del excéntrico almirante Popham, del visionario Isidoro Kitzler, del insigne Leopoldo Bard, del ilustre (aunque algo iluso) Pedro Martínez y de quienes se doblaron a la voluntad popular para ponerle “River Plate” al club recién fundado. Porque fueron ellos, al fin y al cabo, quienes dieron vida a uno de los clubes más potentes no ya de Sudamérica, sino del mundo entero.