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Las comunidades indígenas, víctimas ancestrales del abandono y la discriminación, enfrentan ahora la amenaza del crimen organizado.
Los sicarios invaden estos territorios y arrinconan a sus pobladores: huir, adaptarse o defenderse son las únicas opciones que tienen para sobrevivir.
Esta es la segunda de las tres historias de Indígenas frente al narco, un proyecto de Dromómanos, VICE News y la Maestría en Periodismo sobre Políticas Públicas del CIDE, con el apoyo de la Fundación W.K. Kellogg.
Después de veinte minutos de descenso a pie, El Wacha ve a tres campesinos, se lleva el dedo índice a la boca y les grita: “¡chitón!”. No lo hace como una orden, sino con una sonrisa, reafirmando un sobreentendido. En la barranca, que desde el camino de terracería parecía una sucesión homogénea de verde desgastado, aparecen hectáreas de amapolas en flor con sus pétalos rojo intenso.
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Hace tres meses los lugareños de esta comunidad de la región de La Montaña de Guerrero, el estado con mayor producción de heroína en México, prepararon la tierra para la cosecha más importante del año y en esta mañana calurosa han bajado a los campos para recolectar. Saben que están cometiendo un delito, por eso piden no publicar ni el nombre de su poblado, ni el de ninguno de sus habitantes. “De 100 personas que somos en la comunidad, como máximo cinco no plantan”, dice El Wacha, que alterna un rudimentario español con su lengua originaria, el tlapaneco.
Muchos ‘gomeros’ llaman maíz bola a la amapola porque la ven como otro cultivo más, el que les permite generar dinero para sobrevivir. Otros le dicen flor del diablo, porque a su alrededor hay muertes, desapariciones, guerras como las que en estos días libran los Rojos y los Ardillos, dos de los grupos criminales más poderosos que se disputan el control de Guerrero, una región donde según la fiscalía del estado operan hasta 50 bandas.
‘De 100 personas que somos en la comunidad, como máximo cinco no plantan’.
Para que esta cosecha salga adelante es tan importante el riego o los insecticidas — para prevenir las plagas—, como tener un comprador regular en medio de fronteras difusas marcadas por la violencia, escapar de las campañas de erradicación del Ejército, y, sobre todo, mantener sin fisuras el pacto de silencio comunitario.
Por eso El Wacha, además de llevar una gorra para protegerse del sol y unas botas para no resbalar por los empinados caminos de la ladera, carga siempre consigo una radio. Si alguien se acerca al pueblo, todos se comunican para estar alerta. Dice que la pobreza le ha enseñado que extraer la goma de la amapola no es un delito, pero se protege porque desde su adolescencia ha tenido que ocultarse demasiadas veces de las autoridades.
El Wacha recuerda que hasta donde le alcanza la memoria la amapola ha pagado la construcción de la escuela, el campanario de la iglesia, los caballos de uso comunitario, la ropa de los hijos. Las ayudas públicas, dice, sólo sirven para comprar refrescos, algunas despensas, pero se quedan en la cabecera municipal entre los amigos de los políticos.
El abono subvencionado sólo llega para 40 personas. “Lo normal es que solamente acabemos nuestros estudios de la primaria y nos dediquemos a esto”. Con el dinero de la cosecha, él compra cada año unas láminas y un saco de arena o de cemento para construir su propia casa, su mayor sueño. A sus 24 años vive con sus padres y sus dos hijos.
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Cuando era niño el Ejército entró a su casa para llevarse a su padre y toda la goma que tenía acopiada. Según él, lo detuvieron por el chivatazo de un borracho del pueblo. Cumplió dos años y medio de prisión en Chilpancingo, la capital del estado. “Me dice que está cabrón este trabajo, pero sus hijos lo hacemos. El maíz no da más que para tortillas”, comenta este hombre de rostro afilado y cuerpo fibroso.
Un estudio realizado por el Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan, calcula que una familia debería producir unos 800 kilos de maíz al año para su sustento; la media es de unos 300, más o menos lo suficiente para sobrevivir un cuatimestre. A cinco pesos el kilo (alrededor de un tercio de dólar), la venta de toda la producción anual de maíz equivaldría al de una pelota negra de 130 gramos de goma — que se puede producir en tres meses — como la que El Wacha nos mostró en sus manos minutos antes de descender a los plantíos.
‘Lo normal es que solamente acabemos nuestros estudios de la primaria y nos dediquemos a esto’.
De cuclillas en media hectárea de amapolas, El Wacha cuenta que en tiempo de seca puede ganar unos 30.000 pesos por cosecha si produce dos kilos de goma. En tiempo de lluvias, el producto final es menos pegajoso, de peor calidad, y la ganancia se puede reducir a la mitad. Además, contrata a peones por 100 pesos al día en la siembra y la recolecta, compra abonos, insecticidas y acude cada mañana a cambiar el riego. Los precios, con todo, son volátiles. Y no hay negociación. Siempre los ponen los traficantes, que acuden armados a la comunidad.
— ¿No tienes miedo?
— Sabemos que trabajamos muy bien. Hay gente que le echa copal (resina de árbol), para más peso. Nosotros hacemos poquito pero seguro.
— ¿Y qué piensas cuando la gente dice que los cultivadores son narcotraficantes?
— La gente dice que después de esta goma es pastilla, que ayuda a la gente. Viaja a Estados Unidos, según los chismes. Creo que es verdad. Pienso también que es droga. No es la flor del diablo. No. Para mí es buena. Yo sé que voy con Dios o con el diablo. Siembro por necesidad. No por gusto. Para mi familia, para mis hijos. Para comer: frijol, refresco, galletas.
— ¿Y qué pasa cuando vienen los militares?
— La gente tiene miedo de los ‘guachos’. Yo sé que el trabajo que tengo es un delito para el gobierno. Hace ocho días vinieron tres carros de comando del Ejército. Es su trabajo también.
El Wacha dice que está cansado de escapar. Los policías municipales no aparecen por aquí y cuando escucha por radio que llegan los militares, ya no corre. Los encuentra en el camino e intenta hablar con ellos. Si las palabras no funcionan, recurre a la ‘mordida’ (soborno). Está convencido de que lo único que hace es levantarse al amanecer para trabajar el campo y que por eso Dios no permitirá que acabe en la cárcel como su padre. El Wacha y esta comunidad de indígenas tlapanecos se han organizado para sobrevivir en el submundo narco.
La policía comunitaria: contra el expolio y la violencia
Cuando hace 57 años Primo Álvarez abrió los ojos en San Miguelito, una comunidad de 300 habitantes de la región de La Montaña, veía cómo los conejos saltaban a pocos metros de su casa y un poco más lejos corrían los venados por el bosque. Pero en las últimas décadas el paisaje fue mudando.
En los años 50 las empresas madereras comenzaron a operar a cambio de suculentas sumas de dinero para el gobierno y los caciques locales. En muchas ocasiones también contaban con el beneplácito de los indígenas: cansados de sus interminables caminatas para comprar provisiones, hacer trámites o ir a la escuela, mostraban aquiescencia siempre y cuando las multinacionales les abrieran caminos con su maquinaria, unas trochas que el gobierno nunca construyó.
Los indígenas perdieron el control de su territorio, la sierra se empobreció y las barrancas se poblaron de cultivos de marihuana y de amapola. Aquel exuberante bosque de la infancia de Álvarez ya sólo existe en la nostalgia.
‘La policía no tenía un perfil investigador, sino torturador… son los antecesores de los sicarios’.
En la casa de dos estancias de este hombre mixteco de piel curtida, pelo cano y bigote fino, cuelgan un póster de una película western y fotos de Pancho Villa y Emiliano Zapata. La constante en su vida ha sido la lucha social: primero como maestro y, una vez que se retiró, tras 30 años en el magisterio, como comandante de la policía comunitaria de su pueblo que, cansado de los asaltos, del robo de ganado y de los homicidios, optó por organizarse.
Álvarez recuerda que al poco de regresar a su comunidad, en los años 90, un grupo de hombres armados sacaron a un profesor de primaria de su clase y le pegaron un tiro en la puerta de la escuela. Nunca se supo el motivo, ni se arrestó a los culpables.
“En el gobierno y el Ministerio Público todo se resolvía con dinero — dice Álvarez —, pero no sabemos ni qué gente contrata el gobierno. Hay gente que tiene preparación pero otra son asesinos. Los metían en tanques de agua, les pasaban corriente eléctrica. La gente, aunque no eran culpables, decían que sí. Vimos que no hay justicia”.
Al mismo tiempo que Álvarez comenzaba su carrera de maestro, en el 79, se terminaba la época más crítica de la Guerra Sucia: durante casi 20 años las fuerzas del Estado, en su mayoría militares, reprimieron a los grupos guerrilleros.
La Comisión de la Verdad del Estado de Guerrero (Comverdad) documentó retenes y detenciones ilegales, torturas y la desaparición forzada de más de 500 personas. En algunos casos se tiraron cadáveres al Pacífico desde aviones en pleno vuelo.
“Los desaparecidos del mar ahora están en los cerros”, dice Abel Barrera, el fundador de Tlachinollan, para sintetizar un ciclo histórico en el que los autores mutan pero las consecuencias permanecen. “La policía no tenía un perfil investigador, sino torturador. La tala de madera, los vehículos robados, la extorsión, se transformaron en las prácticas cotidianas sobre todo de la policía ministerial. Eso, más un gobierno caciquil con su ley del terror sobre una población empobrecida, dio todo al traste. Los cuerpos policiales son los antecesores de los sicarios”, expone.
Cuando en 1994 Barrera fundó el Centro de Derechos Humanos de la Montaña, el Ejército empezó lo que él llama “una guerra de baja intensidad no declarada”. En el contexto del auge del neozapatismo, los militares temían un efecto contagio en Guerrero, donde ya se habían organizado grupos como el Consejo 500 años de Resistencia Indígena, que englobaba a integrantes de las cuatro etnias del estado (amuzgos, mixtecos, tlapanecos y nahuas), un 14% de la población. La estrategia de los militares, asegura Barrera, era sencilla: buscaban a los líderes de los movimientos en las comunidades donde antes ellos mismos habían vendido armas.
‘En el gobierno y el Ministerio Público todo se resolvía con dinero’.
Hace unos años el Ejército llegó a San Miguelito, destrozó las trojas de maíz y entró en varias casas a la fuerza para buscar a Álvarez, al que acusaban de pertenecer a un grupo subversivo. La policía comunitaria, que ya estaba constituida, se hizo a un lado para evitar un enfrentamiento. Él se libró de la detención porque ese día hacía gestiones para la escuela en Chilpancingo. Álvarez denunció el abuso ante asociaciones de derechos humanos, pero, una vez más, la acusación cayó en la nada.
La desconfianza en las autoridades, el expolio de la tierra y la violencia ejercida por los cuerpos policiales y el crimen, derivó en la formación de la policía comunitaria, el proyecto más visible de aquel impulso indigenista retomado en los años noventa. Álvarez asegura que los patrullajes nocturnos que realizan cada día han disminuido los delitos, pero con todo, el crimen organizado sigue ejerciendo un férreo control territorial.
En 2011, un grupo de comunitarios incautó 600 kilos de marihuana. Después de reunirse en asamblea decidieron que, como cuerpo policial, debían incinerar la droga. En sus comunidades no se podían permitir los enervantes. Pero esa decisión presentaba dos paradojas: por un lado las armas de bajo calibre que emplean no compiten con el armamento de los grupos criminales; por el otro muchos indígenas viven de la siembra de marihuana y amapola.
A finales del pasado abril un grupo de manifestantes bloquearon la autopista del Sol, que une Ciudad de México con Acapulco, para pedir que el Ejército dejara de fumigar las cosechas. El bloqueo acabó en disturbios y fueron detenidas 73 personas (entre ellos un menor). Unos días después un comisario ejidal, declaró en Radio Fórmula que casi 1.300 comunidades y 50.000 personas viven de la siembra de enervantes. Una policía que emana del pueblo no puede quitarle al pueblo su sustento. Lo que prevalece es el pacto comunitario: aquellos que quieran plantar en una comunidad con policía, pueden hacerlo con el respaldo del silencio, pero corren el riesgo por su cuenta.
En medio de este situación, Álvarez dice que ya no le importa lo que le pase, sino lo que le dejará a las generaciones futuras cuando él cierre los ojos. A pocos metros de su casa sólo se ve un grupo de chivos que caminan en un pasto escaso.
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Entre la ley del silencio y la ley de las armas
Sus pequeñas manos lo hacían perfecto para rayar la bellota, así que al llegar la época de la cosecha se ausentaba una semana de clases. Quien plantaba amapola era quien compraba en la tienda, renovaba su vestuario o conseguía medicinas. Con sólo 7 años se preguntó: “¿Por qué no podía ser yo como ellos?”. Desde entonces ya no se planteó hacer otra cosa en la vida.
El Joven, que ahora tiene 19, una mirada durísima y un hablar seco, dejó hace tres meses su comunidad porque la campaña de Ejército se hizo tan intensa que casi ahogó el único modo de vida que conocía desde niño. “Antes el Ejército no era tan culero. Ya después entró la Marina y se pusieron a golpear a las personas. Antes nos hablaban más. Casi no negociábamos con ellos. Nada más teníamos que escondernos cuando venían. Meterse en el cerro”, se lamenta sentado en uno de sus nuevos campos, donde semanas atrás quemó la tierra para sembrar la segunda cosecha del año. Los militares, aunque tienen una base cercana, no han aparecido desde diciembre y ha podido vender toda la goma. El Joven dice que los únicos que no plantan son los testigos de Jehová.
‘Antes el Ejército no era tan culero. Ya después entró la Marina y se pusieron a golpear a las personas’
La comunidad lo ha elegido como portavoz después de pedir permiso a varias personas. La organización, igual que en el pueblo de El Wacha, es primordial para la supervivencia. Nadie puede hablar si los jefes comunitarios no lo autorizan. Tampoco puede desvelar su nombre o el del pueblo. Entre el control del crimen organizado y las erradicaciones de plantíos del Ejército, los 19 municipios de La Montaña, como en el resto del estado, se rigen bajo la ley del silencio. Es el contrapunto a la ley de las armas. Según datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública, Guerrero ocupó el año pasado el primer lugar en la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes (51) y el tercero en la de secuestros (2) a nivel nacional.
Hasta este pueblo llega el asfalto. En otros lugares más lejanos, con caminos de terracería, muchas veces incomunicados en época de lluvias, el crimen se deja ver de manera más explícita. Unos días antes de visitar a El Joven, intentamos hablar con otros productores en Moyotepec, a una hora y media de Tlapa, la ciudad más importante de La Montaña. La entrada estaba custodiada por un ‘halcón’ que vigilaba desde un taxi. A los cinco minutos de entrar, un hombre armado merodeaba nuestro vehículo, una manera silenciosa de invitarnos a abandonar sus dominios.
El Joven no tiene miedo porque no conoce otro mundo. “No es como en la ciudad. Te empiezan a decir que eres indio, que eres un pinche campesino, que no sirves para nada. Para qué ir a la ciudad. Mejor quedarnos acá y sacar algo de la hierba”, dice. Él ve a los traficantes como compradores: quién le ofrece el mejor precio se lleva la mercancía.
— ¿Y qué haces cuándo los militares erradican la cosecha?
— Ahí te empiezas a desesperar.
— ¿Y qué pasaría si te ocurriera aquí lo que ocurrió en tu pueblo?
— Cuando no dejen aquí, tendré que salir. Ir a la sierra. A ver cómo puedo sembrar allá. No hay de otra.
Mira el video de este reportaje aquí:
Créditos:
Alejandra S. Inzunza y José Luis Pardo reportearon y escribieron esta serie. Carlos Bravo Regidor y Homero Campa coordinaron y co-editaron la investigación por parte de Periodismo CIDE. Karla Casillas editó por parte de VICE News en Español. Y Nadia del Pozo y Felipe Luna se hicieron cargo de la fotografía y el video.
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