El día que mi padre compró un loboyo tenía cuatro años. Pusimos al cachorro el nombre de Dusty y le preparamos una jaula al final de la cancha de baloncesto, frente al garaje. Llevábamos una vida de lo más estrafalaria para los estándares de Pittsburgh: mi padre tenía 8.000 metros cuadrados de tierras y seis huskies, y su mayor afición eran las carreras de trineos. Solía participar en las competiciones del área triestatal de Pensilvania y, a medida que mis hermanos y yo nos hacíamos mayores, compraba más perros y organizaba nuestras vidas en torno a su afición.
Su sueño era domesticar un lobo para que tirara del trineo, pero fracasó en el intento. Hoy, cuando recuerdo la tragedia que aquello provocó, me doy cuenta de que, más allá de su fachada de macho alfa, mi padre no era más que un hombre que quiso dar a sus hijos la infancia que nunca tuvo.
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El día que nos conocimos, Dusty me mordió. Fue en primavera de 1985. Mis hermanos, TJ y Aaron, tenían ocho y seis años respectivamente. Nuestro padre nos reunió a todos en el jardín trasero de casa de mi madre para jugar con el cachorro. Mi madre vivía en la cima de una colina, junto al río Allegheny, y su jardín tenía una pronunciada pendiente. Con solo tres meses de vida, Dusty caminaba con torpeza y se caía, pero cuando conseguía tomar impulso, no había quien lo parara. “‘¡No corras!”, me advirtió mi padre. Ignorando su consejo, intenté huir y el lobo me mordió el culo. Mi madre, que no había dudado de su exmarido cuando le dijo que el cachorro era una mezcla de pastor alemán, se acercó a consolarme. Papá no pareció conmoverse por mi llanto.
“Te dije que no corrieras”, me amonestó.
Cuando hablo de mi padre, la gente lo imagina como a Paul Bunyan, aunque era precisamente lo contrario. Era profesor de matemáticas, lucía siempre un afeitado impecable y medía 1,73 m. Tras su jubilación, pareció encoger un par de centímetros y perdió casi todo el pelo. Recuerdo una ocasión, ya de adulto, en que vi a mi padre sentado en el sofá, con los pies colgando, y pensé, ¿Este es el hombre que me pellizcaba el pescuezo cuando cometía algún error jugando en la liga menor?
Me entristece haber tenido miedo de él cuando era pequeño. En aquel entonces era un hombre corpulento y fuerte. Todos los perros le obedecían; incluso el lobo era su amigo. Sin embargo, Dusty también fue el primero de la familia en plantarle cara. La rebelión empezó en las pistas de trineos. Mi padre lo había juntado con otros perros y, cuando Dusty empezó a tirar del trineo, lo hizo con más fuerza que el resto de perros juntos. A diferencia de los huskies, que corrían por instinto, Dusty trotaba un rato y luego se dedicaba a hacer trizas el arnés a mordiscos. Mi padre tiró la toalla cuando en una ocasión Dusty arrastró a todo el equipo al bosque en su afán por cazar un pájaro. Después de aquello, mi padre decidió mantenerlo encerrado en una jaula grande o en la cancha de baloncesto, que estaba vallada, e iba a jugar con él todas las mañanas.
La segunda vez que Dusty me mordió, yo iba a la guardería. Mi padre y una de sus muchas novias estaban en el garaje y yo jugaba en la cancha cubierta de nieve. Pasé una mano enguantada por un hueco de la verja, Dusty la olisqueó y me dio un mordisco. Tiré hacia atrás y el animal se quedó con el guante en la boca. No hubo forcejeo ni rasguños, pero pude sentir la presión de sus potentes mandíbulas. Temblando de miedo y asustado, fui al garaje. De pequeño hablaba mucho y a menudo me regañaban por interrumpir a los adultos, así que permanecí en silencio, por miedo a que mi padre se enfadara, y esperé mi turno de palabra. Finalmente miró en mi dirección.
“¿Dónde está el otro guante?”
“Lo tiene Dusty.”
Mi padre corrió hacia donde estaba Dusty y le arrancó el guante de la boca. Acto seguido, mientras me reñía por no haberle dicho algo antes, usó cinta adhesiva para arreglar el guante y me hizo llevarlo hasta que comprara un par nuevo. No fue la única vez que remendó los destrozos de Dusty. Siempre he bromeado sobre estas anécdotas, pero hubo una en concreto que quizá fue demasiado alarmante como para tomarla a la ligera.
Corría el verano de 1988. TJ, Aaron y yo estábamos echando unas canastas en la parte de delante. Acabábamos de terminar un partido de dos contra dos y mi padre entró en casa para buscar una Pepsi. Dusty tenía tres años y era tan alto como yo. El lobo frotó el costado contra la verja y yo pasé los dedos por entre los huecos para rascarle. Pese al miedo que me inspiraba el animal después del incidente del guante, no había aprendido la lección. Era tan bonito… La forma en que aullaba a la luna era arte en estado puro y yo ansiaba que me quisiera como quería a mi padre. Me habría conformado incluso con que se dejara acariciar a través de la verja, como hacía con mis hermanos, a los que incluso a veces lamía. Pero el lobo no sentía lo mismo por mí.
Dusty se detuvo en seco y, en un abrir y cerrar de ojos, caí de espaldas al suelo. Entre la verja y el suelo de hormigón había un hueco de 15 cm por el que había metido el pie sin darme cuenta. Dusty hizo presa en mi zapatilla y empezó a tirar de mí con violentas sacudidas. Por aquel entonces teníamos 14 huskies, y sus jaulas estaban alrededor de la de Dusty. Los perros se pusieron como locos mientras Aaron me cogía por los brazos y tiraba en dirección opuesta. Los colmillos de Dusty perforaron la zapatilla y grité de dolor, convencido de que iba a devorarme el pie.
Mi padre guardaba una pala junto a la puerta del garaje, que usaba para recoger las agujas de pino del patio. TJ la cogió, corrió hacia nosotros y golpeó a Dusty a través de la verja. El lobo dio un salto atrás, con mi zapato entre sus fauces, y yo salí disparado y caí encima de Aaron. Dusty se retiró a una esquina y se ensañó con mi zapatilla Nike. En ese momento apareció mi padre, que soltó de golpe las latas de refresco y corrió hacia la jaula del lobo. Inmovilizó a Dusty poniéndole una rodilla en el cuello y empezó a golpearle la cabeza contra el suelo hasta que el animal soltó el zapato. Con cada embestida, los huskies guardaban silencio cada vez que mi padre golpeaba a Dusty. Algunos de ellos daban vueltas frenéticamente, incapaces de controlar su nerviosismo. Con mi zapatilla en la mano, papá salió de la jaula. Un husky ladró.
“¡No!”. Tenía la cara y el cuello rojos de cólera. “¡No se ladra!”.
El perro lloriqueó y luego paró. Yo estaba allí, con el calcetín medio salido y demasiado traumatizado para articular palabra. TJ explicó lo sucedido y mi padre, atusándose el poco pelo que le quedaba, me ordenó que le siguiera al garaje. Nos dirigimos a un banco de trabajo que había en la parte de atrás, encendió una luz, cogió un rollo de cinta adhesiva y empezó a arreglarme la zapatilla mientras se quejaba entre dientes de lo caro que era el calzado Nike. Pensando que me había vuelto a meter en problemas, me puse a llorar. Mi padre me ordenó que parara.
No es que mi padre no fuera capaz de lidiar con los sentimientos. De hecho, nos abrazaba, nos besaba y nos decía que nos quería todos los días. Es solo que había decidido apartarse de la vulnerabilidad. Por eso, en lugar de parecer preocupado, intentó hacer de ese episodio una lección de vida: “¿Cuántas veces te tengo que decir que estés más pendiente de lo que te rodea?”.
Al día siguiente, tapó la abertura de la verja reforzándola con más alambre y todos fingieron que allí no había pasado nada y que el lobo no me había atacado salvajemente. Yo sentía un miedo atroz al animal y rezaba por que llegara el día en que se marchara. Pero luego lo oía aullar y sentía un profundo amor por él… y por mi padre. Temía al lobo y deseaba que me quisiera, y sentía algo muy parecido por mi padre.
Nunca hablé sobre cómo me había afectado el ataque –tenía demasiado miedo- y hoy ni mi padre ni mis hermanos creen que supusiera un trauma para mí. Siempre que saco el tema, ponen los ojos en blanco. Hubo otros episodios violentos en mi infancia. Una vez vi cómo unos perros le sacaban las tripas a otro, pero por lo general mi familia prefiere no hablar del tema. Si alguien lo menciona, sus recuerdos suelen ser tan diferentes de los míos como la noche del día. A veces incluso olvidan acontecimientos que yo tengo muy vívidos en la memoria. Suelen zanjar estas conversaciones diciéndome que me olvide del pasado o que lo supere de una vez.
En el fondo, mi padre es un buen hombre y, a veces, ha sido un gran padre. Mis hermanos me aconsejan que intente quedarme con lo bueno. Nos inculcó los valores del trabajo duro y de la responsabilidad. Nos enseñó a amar la naturaleza y las bromas. Nos instaba a ver las noticias y a leer los periódicos y nos llevaba a hacer rafting y a montar a caballo. Nos enseñó a jugar a póker y, cuando de pequeño lo observaba mientras se afeitaba, me cubría la cara con espuma y me pasaba la parte posterior del peine fingiendo que era una cuchilla. ¡Zzzzzip!
Pero incluso aquellos momentos geniales tenían un trasfondo hipermasculino y quedaban eclipsados por los malos momentos, porque mi padre y yo nunca nos hemos llevado bien. Ahora casi no hablamos. Durante más de diez años se ha mostrado totalmente indiferente hacia mí simplemente porque no estaba a la altura de sus expectativas de madurez. He tenido varios trabajos y he vivido en sitios distintos y, con treinta y tantos cumplidos, estoy sin blanca y haciendo un posgrado. Él cree que soy un egoísta y yo soy un idiota por creer que puede cambiar de la noche a la mañana, ser tolerante y demostrarme su amor incondicional. Me cuesta asumir que él es así y que lo hace lo mejor que sabe.
No suelo hablar con nadie de mis problemas con mi padre. Algunos amigos íntimos ni siquiera conocen la historia de Dusty y los perros. Solo en una ocasión lo solté todo, durante una cita a través de OKCupid con una mujer que tenía internet en un santuario de lobos en el parque de Yellowstone. Se llamaba Laura y nos conocimos en un antro que olía a escupitajos y a cerveza rancia. Llevaba un jersey marrón y una gorra del ejército. Colocándose un mechón de pelo castaño detrás de la oreja, me preguntó:
“¿Qué edad tenía el lobo cuando empezó a actuar de forma extraña?”.
“Cuatro”, le dije, sorprendido. La mayoría me pregunta cosas del tipo, “Y, ¿cómo murió?” o “¿Es legal tener un lobo en Pittsburgh?”. Pero todo eso era secundario para Laura. Le expliqué que, después de intentar arrastrarme por debajo de la verja, Dusty fue tras de Aaron y TJ pero a ellos no les mordió.
“Un comportamiento muy habitual entre los lobos”, afirmó Laura. “Ascender en la cadena alimentaria de la manada”.
Me preguntó si mis hermanos o yo teníamos perro en aquel momento. Yo no tenía –ni lo tengo-, escudándome en el pretexto del dinero. La verdad era que no podía soportar ver morir a otro perro. TJ tiene un bichón frisé y un habanero. Aaron compró dos loberos irlandeses, como para compensar el reducido tamaño de los perritos de TJ. Le confesé a Laura que me encanta jugar con los animales en el jardín trasero. Me recordaba a cuando mi padre jugaba con Dusty.
Dusty se volvió contra mi padre porque era un animal salvaje encerrado en una jaula.
“¿Tu padre jugaba a lo bestia con el lobo?”, preguntó Laura, incrédula. “¡Dios mío! No me extraña que el animal atacara a todo el mundo. Tu padre es idiota”.
Durante años yo lo vi de manera muy distinta. Lo vi como a un tipo duro al que había que temer. Dusty se volvió contra él porque era un animal salvaje encerrado en una jaula, pero durante una temporada, mi padre fue un capullo que jugaba a luchar con un lobo y le dejaba morderle el brazo mientras lo miraba fijamente a los ojos, como Etahn Hawke en Colmillo Blanco.
La mañana que Dusty mordió a mi padre me quedó grabada para siempre en la memoria. Después de dar de comer a los perros, mi padre dejó al lobo en la cancha de baloncesto para que comiera y jugara. TJ, Aaron y yo observábamos desde donde estaban las jaulas de los perros. Estaban peleando como siempre hacían cuando, de repente, la lucha fue demasiado real. Dusty le clavó los dientes a mi padre en el dorso de la mano. Mi padre retrocedió de un salto y levantó un dedo amenazador frente al lobo.
“¡Así no se juega!”.
Dusty emitió un gruñido y el pelaje del lomo se le erizó. Mi padre fue corriendo por la misma pala que TJ había usado para liberarme dos años antes. Con un movimiento rápido, golpeó a Dusty antes de que pudiera reaccionar. El animal había ido arrinconando a mi padre. Los perros, excitados, no paraban de ladrar y saltar. Mi padre intentó salir de la esquina a golpe de pala, pero Dusty no retrocedía. En ese momento, me abracé a uno de los perros y empecé a llorar. Aaron me mandó callar de un grito y traté de contener las lágrimas. TJ corrió al interior de la casa y regresó con un par de trozos de carne de ternera. Eran los premios semanales de Dusty, que TJ lanzó a su jaula. Cuando el animal se giró para saber qué ocurría, mi padre aprovechó para salir de allí. Con enorme rapidez, Dusty volvió a darse la vuelta y fue tras él. Mientras, TJ se había encaramado a la reja y sostenía el filete de carne en el aire. Aaron empezó a dar golpes contra una caseta de perro. Dusty miró atrás, TJ lanzó el filete al interior de la jaula y el lobo corrió tras él. Finalmente, mi padre cerró la jaula y la aseguró. Aquella fue la última vez que Dusty salió de la jaula.
Tiempo después, en un arrebato de sinceridad, mi padre admitió que no debió haberse quedado con el lobo, aunque también aseguró que no se arrepentía de haberlo hecho.
“Lo quería mucho”, se justificó mi padre. “Era muy bonito”.
En su voz pude oír el niño que llevaba dentro. Su infancia había sido mucho peor que la mía, con una madre superprotectora y criado en un entorno muy austero. Nunca le permitieron tener un perro. Mi padre dejó de hablar con sus progenitores cuando yo era niño, y si bien casi nunca mencionaba a su madre, a menudo criticaba a su padre por preocuparse más por la caza y la pesca con amigos que por pasar tiempo con su hijo.
Para mi padre, las carreras de trineos conmigo y con mis hermanos lo hacían mejor padre que mi abuelo. Sus intenciones era buenas, pero nunca supo enfrentarse a su pasado emocional. Un adulto equilibrado nunca vería la compra de un lobo como una liberación. Un adulto equilibrado se habría parado a pensar qué haría si no pudiera domesticar al animal.
Después de aquel incidente, mi padre intentó encontrar un nuevo hogar para Dusty. Llamó a zoológicos y a reservas, pero nadie quiso hacerse cargo del lobo. El resto de la manada no lo aceptaría, lo que sería como una sentencia de muerte. Como tantos otros miles de personas que compran animales exóticos, mi padre tuvo que enfrentarse al dilema de qué hacer con Dusty. No quería matarlo, pero mantenerlo encerrado en una jaula era una tortura, y mi padre tenía pesadillas en las que el lobo se escapaba y atacaba a alguien. Finalmente, casi dos años después del ataque, mi padre decidió mezclar un tranquilizante con la comida de Dusty y se la dio. El lobo se comió hasta el último trozo, estuvo un rato dando tumbos como si estuviera borracho y cayó dormido sobre un costado. Su respiración era cada vez más lenta, hasta que se detuvo.
Mis hermanos y yo estábamos en fila junto a mi padre, observando el cuerpo sin vida de Dusty. Papá empezó a llorar.
“Este es el peor momento de mi vida”, dijo, enjugándose una lágrima.
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Traducción por Mario Abad.