Era otoño de 1868 y se avecinaba la batalla para los guerreros samuráis del clan Aizu del norte de Japón. A principios de ese mismo año, lo samuráis de Satsuma se habían rebelado; derrocaron al gobierno del shogunato y otorgaron el poder a un nuevo emperador, el joven de quince años Mutsuhito, que no tardó en reemplazar el sistema feudal de Tokugawa por un estado fundamentalmente moderno.
Tras un largo verano de guerra, las fuerzas imperiales llegaron a las puertas del Castillo de Wakamatsu en octubre para acabar con la resistencia y sitiaron la fortaleza con 30.000 tropas. Al otro lado del muro, 3.000 desafiantes guerreros se preparaban para la batalla final.
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Mientras los Aizu lucharon valientemente desde las torres y las trincheras, la mayoría de las mujeres se mantuvieron en un segundo plano, invirtiendo su energía en cocinar, en vendar y en deshacerse de las balas de cañón que atacaban el castillo noche y día. Pero para Nakano Takeko, una onna-bugeisha, la primera línea de defensa era la única opción válida.
Takeko, enfrentada al poderoso arsenal del ejército imperial, lideró una unidad no oficial de entre veinte y treinta mujeres en un contraataque al enemigo, acabando con al menos cinco oponentes con su espada naginata antes de recibir una bala fatal en el pecho. Con su último aliento, Takeko le pidió a su hermana que la decapitara para que no se pudieran llevar su cuerpo como trofeo. La enterraron bajo un árbol en el patio del templo Aizu Bangmachi, donde ahora se erige un monumento en su honor.
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A lo largo de la historia, la mayoría de mujeres japonesas estuvieron sometidas a estrictas expectativas sociales de matrimonio, domesticidad, y maternidad, pero también hubo guerreras como Takeko, conocidas por ser igual de fuertes, capaces, y valientes que los guerreros hombres.
Ellas pertenecían a la clase bushi, una clase noble de guerreros feudales japoneses, y ayudaron a colonizar nuevas tierras, a defender su territorio, e incluso tenían un derecho legal para supervisar tierras como las jito (guardianes). Eran excepcionalmente habilidosas en el combate; entrenadas en el uso de la daga Kaiken, la naginata, las armas de asta y el arte de la lucha con cuchillos tantōjutsu. Siglos antes del auge de la clase samurái en el siglo XII, estas mujeres luchaban en tiempos de guerra para proteger sus hogares, a sus familias y su profundo sentido del honor.
Los occidentales reescribieron la historia de la cultura guerrera japonesa pasando por alto las misiones heroicas de las onna-bugeisha y ensalzando, en cambio, exageradas representaciones de fanfarrones samuráis masculinos
Después de la Restauración Meiji en 1868 —una nueva era de dominio imperial que defendió la modernización, la industrialización y la occidentalización— la clase samurái —que en otra ocasión ya había protegido valientemente a la nación de perder el poder— y el legado de las igualmente temibles onna-bugeisha desapareció del mapa.
Mientras tanto, los occidentales reescribieron la historia de la cultura guerrera japonesa pasando por alto las misiones heroicas de las onna-bugeisha y ensalzando, en cambio, exageradas representaciones de fanfarrones samuráis masculinos y sumisas mujeres japonesas, vestidas con quimonos atados con prietos obi. De hecho, el historiador Stephen Turnbull dijo al respecto: “las hazañas de las guerreras son la historia jamás contada más importante de la historia samurái”.
La historia de las onna-bugeisha, que significa literalmente “mujer guerrera”, puede remontarse hasta comienzos del año 200 d.C., cuando la emperatriz Jingū accedió al trono y lideró una invasión de Silla (la actual Corea) tras la muerte de su esposo, el Emperador Chūai.
Aunque los académicos han especulado sobre la validez de Jingū como figura histórica, su leyenda es irresistible: se dice que Jingū, una temible guerrera samurái que desafió las normas sociales de su época, estaba embarazada del futuro emperador cuando se vendó el cuerpo, se puso ropa de hombre y salió a la batalla. La expedición tuvo éxito y, a su regreso, se dice que la emperatriz reprimió a los rebeldes y gobernó los siguientes setecientos años hasta cumplir cien años.
En los siglos V y VI —a los que algunas fuentes se refieren como la “Época de las Reinas”— Japón fue liderado por una sucesión de poderosas emperatrices y en el siglo XII, como apunta Turnbull, la clase samurái —con su lealtad inquebrantable, su espíritu militar y su dedicación a una muerte honorable— estaba de vuelta, “empleados como guardias y ejércitos privados para la corte imperial”.
Entre 1180 y 1185, los conflictos entre las dinastías samuráis rivales de Minamoto y Taira dieron lugar a una de las más famosas guerreras de la historia japonesa: Tomoe Gozen. El Heike Monogatari o Cantar de Heike, una crónica medieval sobre las Guerras Genpei, ofrece una descripción del personaje particularmente vívida: “Tomoe tenía el pelo negro y largo, la tez clara y una cara muy agradable”, relata el texto. “Además, era una jinete temeraria a la que ni el caballo más feroz ni la tierra más agreste podían amedrentar, y sabía manejar la espada y el arco tan diestramente que podía enfrentarse a mil guerreros”. Las habilidades expertas de Gozen incluían el tiro con arco, la equitación y el arte de la catana, la larga espada tradicional samurái.
Lo que es realmente interesante sobre Gozen es que era de las pocas guerreras que participó en batallas ofensivas, conocidas como onna-musha, en lugar de en combates defensivos, más común entre las onna-bugeisha tradicionales. En 1184, dirigió a 300 samuráis en una feroz batalla contra 2000 guerreros enemigos del clan Tiara, y durante la Batalla de Awazu ese mismo año, acabó con varios adversarios antes de decapitar al líder del clan Musashi y presentar su cabeza a su maestro, el general Kiso Yoshinaka. Gozen gozaba de tan buena reputación que se dice que Yoshinaka la consideraba la primera auténtica general de Japón.
Los hombres samuráis, antes preocupados por violentos conflictos, se convirtieron en burócratas del imperio, mientras se esperaba que las mujeres, especialmente las hijas de hombres nobles y generales, vivieran una vida de obediencia pasiva como esposas y madres devotas
A pesar de la escasez de archivos históricos, descubrimientos arqueológicos recientes sugieren que Gozen podría no haber sido un caso aislado. La excavación de tres importantes montañas ha revelado una significativa participación femenina en batalla, poniendo de relieve la exclusión de las onna-bugeisha de los libros de historia. Por ejemplo, los análisis de ADN de 105 cuerpos excavados de la Batalla de Senbon Matsubaru entre Takeda Katsuyori y Hojo Ujinao en 1580, revelaron que 35 de ellos eran mujeres. Según Turnbull, los detalles de la excavación confirman que es casi seguro que las guerreras estuvieran presentes en el campo de batalla.
La llegada del período Edo a comienzos del siglo XVII trajo consigo un cambio para el estatus de las mujeres en la sociedad japonesa. Durante estos años, la filosofía dominante neoconfucianista y el creciente mercado marital supusieron un cambio radical para las onna-bugeisha, cuyo estatus de temibles guerreras contravenía el nuevo orden de paz, la estabilidad política y la estricta convención social.
La anterior cultura guerrera evolucionó en un nuevo código de conducta, conocido como bushido, que significa “la manera del guerrero”. Los hombres samuráis, antes preocupados por violentos conflictos, se convirtieron en burócratas del imperio, mientras se esperaba que las mujeres, especialmente las hijas de hombres nobles y generales, vivieran una vida de obediencia pasiva como esposas y madres devotas. Las onna-bugeisha, a quienes se les prohibió viajar y participar en batallas, se vieron obligadas a enfrentarse a un tipo de autosacrificio completamente diferente.
El historiador Ellis Amdur afirma que una vez una mujer bushi de esa época se casaba, debía llevar su naginata con ella a casa de su esposo, pero solo podía usarla para su formación moral. Era un “emblema de su papel en la sociedad” y un medio para inculcar “las virtudes idealizadas necesarias para ser la esposa de un samurái” —fuerza, sumisión y, sobre todo, resistencia.
“La práctica con la naginata“, continúa Amdur, “implicaba fusionarse con un espíritu de autosacrificio, conectar con los ideales sagrados de la clase guerrera”. Por lo tanto, el entrenamiento en artes marciales para una mujer significaba practicar servidumbre hacia los hombres del hogar y cultivar una vida ordenada, domesticada y libre de las energías de la guerra.
A pesar de la nueva era de burocracia, a mediados del siglo XVII tuvo lugar una especie de renacimiento para las onna-bugeisha. El reinado del Shogunato Tokugawa trajo un enfoque renovado al entrenamiento de mujeres samuráis para el combate diestro, mientras que las escuelas inauguradas alrededor del imperio se enfocaron en el arte de la naginata como método para la formación moral.
“Una guerrera que vale por mil, lista para enfrentarse a un demonio o a un dios, a caballo o a pie”
Durante este periodo, las mujeres también aprendieron a proteger sus aldeas con un nuevo grado de independencia, ahuyentando a las amenazas por sí mismas como lo habían hecho siglos atrás. Cuando llegaron las últimas batallas entre el reinante clan Tokugawa y las fuerzas imperiales a finales del siglo XIX, se había creado un cuerpo especial femenino conocido como Jōshitai, gobernado por nada menos que la onna-bugeisha Nakano Takeko. Tras un amargo asedio, asaltaron a las fuerzas imperiales con los samuráis Aizu, proporcionando un muy necesario refuerzo al Castillo Wakamatsu.
La Batalla de Aizu en general se considera la última batalla de las onna-bugeisha, aunque su legado pervive hoy en pequeños aunque significativos detalles. Todos los años, durante el Festival de Otoño Aizu, las niñas japonesas participan en una procesión para honrar la memoria de Nakano Takeko y su ejército de mujeres, mientras que las heroicas hazañas de la Emperatriz Jingū, la primera mujer en ser puesta en un billete japonés (en 1881), sigue siendo un gran motivo de orgullo nacional.
Quizás el tributo más grande a la fuerza y valentía excepcionales de las onna-bugeisha proviene del poema épico Heike Monogatari, que describe a la venerada guerrera Tomoe Gozen como: “Una guerrera que vale por mil, lista para enfrentarse a un demonio o a un dios, a caballo o a pie”.
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