Sexo

¿Somos malas personas por pensar en coger en medio de una pandemia?

Hace más de un mes, cuando estábamos inclinados a pensar que esta situación sería un corto paréntesis en nuestra vida, nos conformábamos con la idea de suprimir temporalmente el sexo con otros. ¿Pero ahora qué?
Sexo pandemia

Desde hace días un diálogo íntimo ocurre en la sombra con nuestras amistades cercanas. Cada vez más, en medio de charlas, surgen las confesiones, deseos y preguntas sobre romper la cuarentena para coger con alguien.

Para quienes quedamos encerrados en soledad, a estas alturas el contacto físico se empieza a volver una necesidad de primer orden. Mientras repetimos públicamente y con total convicción que hay que respetar la norma, que el aislamiento es importante, que nos tenemos que cuidar entre todos, que el buen manejo de esta crisis depende también de cada individuo, tenemos conversaciones culposas y en voz baja sobre las estrategias y los mecanismos a los que podríamos recurrir para vulnerar esa norma dentro de los términos que consideramos razonables.

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En varios casos, la postura radical que sostenía que debíamos aguantar el encierro y obedecer se ha ablandado. Yo cada vez juzgo con menos dureza a quienes rompen la cuarentena para verse con alguien. Tal vez es la soledad. No quiero ser policía y también estoy harta. Quizás lo digo por el simple hartazgo, quizás por prepotencia o estupidez, pero no creo que sea lo mismo hacer una fiesta con muchísimos invitados que hablar y negociar sobre ver a una sola persona. Nadie lo cree, de pronto eso también es un problema.

El término “nueva normalidad”, tan popular por estos días, nos habilita al menos a preguntarnos sobre cómo gestionaremos nuestra sexualidad en adelante. Hace más de un mes, cuando estábamos inclinados a pensar que la pandemia sería un corto paréntesis en nuestra vida, nos conformábamos con la idea de suprimir el sexo con otros temporalmente; sin embargo, ahora tenemos que reconocer que no es una estrategia para el largo plazo y que es necesario considerar otras alternativas. Como dice la periodista holandesa especializada en género Linda Duits, “la proximidad y el contacto físico no son un lujo, son necesidades básicas”.

Justamente el ministerio de Salud de Holanda emitió hace poco unas recomendaciones para personas que no tienen pareja estable y que no conviven con nadie a quien se cogen. (¡Alguien pensó en nosotros!). Sugieren buscar un “compañero de abrazos”, o un compañero sexual para esta época. Básicamente, aconsejan la monogamia por conveniencia sanitaria. No proponen que te embarques en compromisos afectivos, matrimonios, ni que el vínculo esté mediado por la moral religiosa: sólo que procures no cogerte o tener “contacto estrecho” con nadie más que al sujeto al que escogiste y te escogió (¡como si llegar a un acuerdo sexoafectivo y no confundirse en el camino fuera fácil y como si coger con alguien se tratara solo de coger!). Destacan también la urgencia de dialogar con honestidad con esa persona sobre tus movimientos y otros vínculos para que así puedan calcular los riesgos: entre más parejas y contacto con otras personas, mayores riesgos habrá, advierten.

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¿Cómo escogería a mi “compañero de abrazos”? Creo que el sexo con un extraño o una persona a la que conozco pero nunca me cogí sería mi última opción. Si tenemos una sola bala más vale gastarla con alguien cuyos abrazos deseemos, o al menos conozcamos y no en un terreno totalmente inexplorado de química y probabilidad. Es mejor apuntar para ganar, ¿no?

Ahora, supongo que también es prudente evaluar que nuestra elección no sea emocionalmente riesgosa o demandante. No acudiría a un novio reciente, ni a alguien que me haya lastimado demasiado en el pasado. Nada que pueda generar más ansiedad.

Después de esas consideraciones tenemos que preguntarnos por la “seguridad”, el diálogo y la confianza. ¿Es una persona confiable? ¿Ha estado haciendo la cuarentena estrictamente? ¿Me diría si tiene algún síntoma? ¿Se lavará bien las manos al volver del supermercado? ¿De verdad no habrá cogido o abrazado a alguien más, al menos en los últimos quince días? ¿Soy yo una persona confiable? ¿Cómo puedo saber algo así?

La última vez que me interesó lo que hacía con su vida sexual alguna pareja con la que estuve fue por ahí en el 2010. Por supuesto, desde que no me interesa ni pregunto. No soy una militante del poliamor, soy una militante de la autonomía y el cuidado al margen de la fidelidad o la monogamia. El condón ha sido entonces mi mejor amigo y refugio. A mí me chupa un huevo si me dices que nunca más en la vida te cogiste a nadie, que me amas y te quieres casar; yo me cuido y cuido por encima de la palabra, la tuya y la mía. No necesito escudriñar en la vida sexual de parejas ni creer en el relato del otro para tener relaciones sexuales “seguras”. No me interesa. Respeto el derecho de todas y todos a esa intimidad y no me parece condición para el cuidado mutuo.

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En 2014 la activista VIH positivo Mariana Iacono escribió un artículo sobre el dilema de contarle a una pareja sexual o no su estatus serológico. En ese entonces mucha gente salió a decir que todas las parejas sexuales de una persona seropositiva debían estar enteradas, pero con los años la posición que ganó terreno fue la de la autonomía y la responsabilidad. Tener que contarle a alguien detalles sobre tus análisis de sangre e historial sexual hoy parece más un fetiche discriminatorio que una forma de prevenir un riesgo. Si todxs tenemos acceso al respectivo cuidado, la confidencialidad sobre nuestro pasado, nuestras parejas y nuestra historia clínica también es un derecho.

El escenario que vivimos, así como las recomendación de Holanda respecto al diálogo honesto con el otro, me hicieron recordar el dilema que planteaba Mariana. Parece que ante el COVID-19 no tenemos escapatoria. Para poder ver a alguien voy a tener que tener un diálogo extenso en el que le cuente todos mis últimos movimientos, que tuve que ir a la oficina, que fui al supermercado, que entré con zapatos a mi casa y que en la calle no soporté la tentación de tocar a un perrito, que no vi a nadie más. Que va a ser “mi primero”. A su vez, voy a tener que preguntarle si tuvo contacto (ni siquiera si cogió, con darse besos o compartir un vaso basta) con otra persona en los últimos quince días. Y lo peor: voy a tener que creerle.

Nada me resulta más frágil y menos creíble que la promesa de una persona cuando se trata de amor, pero sobre todo de sexo. Soy escéptica porque soy de la generación que habita la resaca del amor romántico, que sabe que con la promesa no basta ni un poco, que no garantiza derechos, no es futuro, ni porvenir y menos seguridad. Soy desconfiada porque soy mentirosa y entiendo lo sencillo que es decir algo distinto a la verdad.

Soy hija del divorcio, las estrategias de resistencia y placer de la comunidad LGBTIQ, las emancipaciones feministas, los acuerdos prenupciales, las relaciones casuales y del condón. Mis valores son las responsabilidades subjetivas y su impacto en la comunidad, así como el respeto a la intimidad y la erradicación de todo prejuicio social y de “sanidad” sobre a quién se coge cada cual.

Me doy el lujo de hacer esta reflexiones, porque como también señaló Dultis, si algo hemos aprendido sobre otras epidemias y sexualidad es que la abstinencia no es una opción sostenible. Me preocupa que la única alternativa que tengamos para coger y tocarnos sea la confianza en los cuidados de otra persona. Me preocupan las categorías que puedan surgir para especular sobre la “sanidad” de los otros, todas discriminatorias, sin dudas. Me angustia no poder tener plena autonomía. No hay un forro que me cuide y lo cuide. Si alguno miente, omite o se distrae, nos expondremos. Si alguno comete un error y se toca demasiado la cara al volver del supermercado, el desenlace podría ser fatal. Prefiero decir que elijo asumir el riesgo a hablar de confiar.