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Música

Dean Blunt, el desfachatado

Dean Blunt fue perfecto. Su indiferencia y su caos, aunque él así no lo planeara, pudo ofrecernos una oportunidad irrenunciable: disfrutar las cosas tal cual son.

Llega a ser simpático, por no decir patético, que la afluencia de diversos eventos y proyectos verdaderamente propositivos (porque si uno suelta el término de "alternativo" empiezan a chillar todos, de inmediato) juzguen a estos con la misma vara y lógica con la que juzgan el valor de producción de, digamos, una Britney Spears. Se ha escuchado decir en el mundo que una tocada de ponc "se escuchó súper mal", por ejemplo, o que diez minutos del ruido de Tim Hecker, sin animaciones de por medio, resultaron "aburridos".

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Nunca he llegado a entender si existe cierta forma de medición universal o si la gente que conozco y opina no entiende lo que es respetar un contexto. En última instancia, si esto último es cierto también es cierto que deberían de dejar entrar a muy poca gente a cualquier tugurio. Casi nadie está listo para ver las cosas tal cual son.

A la presentación de Dean Blunt en México me remito como prueba. Hace años que no veía yo a un tipo tan desfachatado, tan admirablemente desfachatado, tan emocionantemente desfachatado, como al otrora parte de Hype Williams. Se paró en el escenario como un titán escuálido y flaco y atiborrado de referencias (su vestido, por ejemplo, resumía lo peor de un padre de familia de New Jersey, 1986) y balbuceó poesías inentendibles durante lo que sea que haya durado el concierto. La música a veces ahogaba su voz, pero era importante que pasara: ella se armaba de ese tipo de samples que J Dilla perfeccionó antes de volverse leyenda, pero en vez de concluirse como productos "profesionales", por una decisión estética correctísima, Blunt los dejó "en mal". Maltrechos. Incómodos. Sumamente inteligentes.

La música sensual pero a veces impenetrable rebasó las posibilidades del audio in-house, pero si hay algo maravilloso es encontrarse con el espacio expandido de una psicodelia. Todo se hizo un desmadre. Todo se oía un desmadre. No podía ser de otra manera.

De pronto fuimos azotados por ruidos estridentes de muy altas y muy bajas frecuencias, durante varios minutos.

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A esto se remataba con dos elementos tan importantes como la soltura de Blunt y la libertad de sus sonidos: la iluminación constaba de un hilo iluminado de luz amarilla, simple y casera, que se concentraba, más que en el artista principal, en una figura extraña e inmóvil (me contuve de escribir "beckettiana", porque luego me paso) disfrazada en grandes lentes oscuros y un traje brilloso. Un guarura de algún año de los noventas. Un Camaro vuelto persona.

La imagen era defintivamente enigmática, tan enigmática como atractiva. Potenciaba un caos contenido, y esos elementos en México se entienden poco: el caos molesta y la contención aburre. Quizá, por eso, hubo unos cuantos insatisfechos.

Pero Dean Blunt fue perfecto. Su indiferencia y su caos, aunque él así no lo planeara, pudo ofrecernos una oportunidad irrenunciable: disfrutar las cosas tal cual son.

Con eso me quedo.