Likes y lágrimas: qué ocurre cuando estar mal se convierte en tu identidad en redes sociales

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La tristeza forma parte del paisaje emocional de internet. A medida que han disminuido las imágenes de personas sonrientes, guapas y felices –aunque todavía son muchas– también se han convertido en espacios donde hay cabida para estados aparentemente menos agradables: la depresión, el duelo o la ansiedad. Y aunque muchas veces se ha cuestionado la adecuación de las redes sociales como lugar en el que hablar de salud mental, es menos habitual interesarse por cómo se articula esta conversación en internet: cómo afectan los likes o la falta de ellos, qué significa para una persona que sus seguidores aumenten cuando habla de su sufrimiento, o hasta qué punto la exposición pública de estas emociones nos compromete con una identidad digital mucho más estática de lo que desearíamos.

El caso de la escritora y colaboradora de VICE, Melissa Broder, es sintomático a este respecto. Broder se unió a Twitter en 2012 con una cuenta llamada So Sad Today, con el objetivo de hablar de su infelicidad y de su ansiedad social. Frases como “mi droga es la baja autoestima” o “he estado despierta cinco minutos y ya es demasiado” crearon una especie de furor en Internet: su perfil mostraba, al fin, una realidad con la que poder identificarse fácilmente frente a las vidas perfectas de celebrities e influencers. En pocos meses Broder se convirtió en “la reina de la angustia, la inseguridad, la obsesión sexual y el terror existencial de Twitter”, en palabras de la revista Elle.

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Aunque de entrada pueda parecer que su perfil no es muy distinto a los de las cuentas de memes tristes -tipo @bajonasso, @sadpeaks o @emotionalclub-, lo interesante en su caso es que utilizaba como materia prima sus propias experiencias. Broder exponía y performaba públicamente su salud mental y, aunque fuera de manera inconsciente, acabó rentabilizando su malestar gracias a la economía de la atención: a día de hoy, ha publicado varias novelas en esta línea y el ensayo ‘So Sad Today: ensayos íntimos’, disponible en 4 idiomas. También ha generado una audiencia de más de 400 000 seguidores, que esperan que siga hablando de su vida íntima, que continúe exponiendo su angustia.

Su caso muestra perfectamente hasta qué punto compartir nuestro estado de ánimo a través de las redes sociales puede tener unas implicaciones distintas a las que tendría decir esas mismas palabras a un amigo. Pero sería demasiado fácil recurrir a los análisis apocalípticos sobre la hipocresía de las redes sociales, trazando una distinción grosera entre el yo online y el yo offline, como si lo que pasara en internet formara siempre parte de una pantomima comercial para ganar seguidores: hoy sabemos que puede ser igual de dañino el acoso en Instagram que en la calle, y que el WhatsApp nos puede generar la misma ansiedad que cinco personas gritándonos que por favor les hagamos caso.

“Intencionadamente o no, creas una identidad online por la que los demás te identifican y te siguen”

Las redes sociales, nos guste más o menos, están integradas de forma natural en nuestro tejido social. Las conversaciones que tenemos en el bar y lo que tuiteamos fluyen constantemente. Nuestro estado de ánimo ya no solo se expone en las redes sociales, sino que lo que ocurre en ellas afecta directamente a cómo nos sentimos: son capaces de reformatear nuestras vidas interiores, los afectos, y la forma de demostrar amor y odio. Y esto, por supuesto, tiene una incidencia directa sobre nuestra salud mental.

“Intencionadamente o no, creas una identidad online por la que los demás te identifican y te siguen. Cuando haces un cambio de contenido o registro, notas que hay gente que se va, otra piensa que se te ha ido la pinza. Cuando comencé a hablar de mis problemas mucha gente me advirtió de que era un suicidio laboral (incluso personal), pero me niego a convertirme en una marca. Soy una persona, hago y siento cosas más allá de mi rutina laboral”, explica Cintia, que ha mostrado en su perfil público de Twitter e Instagram algunos momentos de su depresión.

“Sorprendentemente, encontré apoyo y ayuda, y hablar de cómo me sentía daba pie a que otras personas también hicieran lo mismo conmigo. Relativizaba mejor, no me sentía loca ni mentirosa, salía un poco de mi burbuja y veía que mis problemas eran más comunes de lo que pensaba”.

Igual que ella, son muchos quienes creen que del mismo modo que mostramos los acontecimientos felices de la vida en nuestras cuentas, los más fotogénicos y los más agradables de compartir, también es justo publicar y enseñar cuando no estamos bien.

Hacerlo es una manera de no estigmatizar y normalizar estos sentimientos, de crear empatía con aquellos que pueden estar viviendo una situación similar. Mostrar una realidad menos estética alivia la presión por tener que ajustarse a unos estándares de bienestar burgués: los pequeños placeres nunca son tan pequeños.

“Cuando haces un cambio de contenido o registro, notas que hay gente que se va, otra piensa que se te ha ido la pinza”

“Yo empecé a hablar de salud mental y experiencias traumáticas en mis redes sociales porque no quiero mostrarme distinta a como soy yo en persona, si he hablado más claramente de ciertos temas que no son felicidad prefabricada es porque ese es mi estado en el momento”, explica Elena, que utiliza las redes sociales no solo para hablar de cómo se siente en un momento concreto, sino para exponer un testimonio en primera persona sobre episodios traumáticos de su pasado.

“A raíz de publicar un texto sobre mi historia con la bulimia hace algo más de dos años me empezaron a llegar muchos mensajes de gente a la que eso le ayudaba porque se sentía identificada. Creo que sobre todo a partir de ahí empecé a hablar de todos estos temas de salud mental, ya que el feedback que recibo es que hay gente a la que esto le ayuda”.

Frente a este tipo de relatos en primera persona desde una cuenta personal, el anonimato que ofrecen las redes sociales también se ha utilizado para suplir un espacio seguro donde contar un episodio de este calibre, especialmente cuando la persona no lo ha encontrado en su entorno cercano.

Para la psicóloga Laura Esquina, este anonimato es lo que ha convertido Internet en un lugar propicio donde compartir malestares: “escuchar lo que uno siente y decírselo a un amigo a veces es difícil, significa poner delante la situación y lo que nos está pasando. En redes no tenemos que extraerle un cachito de su tiempo a nadie ya que puede resultarnos incómodo pedirlo”.

Porque cuando subimos un story no establecemos una comunicación bidireccional, no tratamos de que el otro se ponga en nuestro lugar. No podemos controlar quién lo verá, pero a cambio somos los dueños de nuestra historia: elegimos los tiempos, y mostramos y escondemos lo que creemos conveniente.

“Hay personas que al conocerme se han sorprendido de que suela estar alegre o que me guste reír y que han pensado que todo era una farsa para ganar seguidores”

De hecho, no puede decirse en absoluto que este sea un fenómeno nuevo: hace tiempo que estar triste es un estado aceptado y compartido en las redes sociales sin ningún tipo de miedo, y que además se retroalimenta entre los perfiles. Como expone el investigador Geert Lovink en su libro Tristes por diseño, “la tristeza es un estado mental predeterminado en los miles de millones en línea. Su intensidad original se disipa, se filtra y se convierte en una atmósfera general, una condiciones crónica de fondo”.

Por supuesto, debemos ser cautelosos y no confundir este estado de desánimo general con patologías psicológicas como la depresión. Pero si bien desde un punto de vista médico no tienen nada que ver, las normas fijadas en las redes sociales hacen que sea fácil que un problema de salud mental quede diluido en una identidad online. “Hay personas se han sentido mal al ver un contenido triste tras estar conmigo y se han preocupado sanamente por no haberlo detectado y ofrecer ayuda. Pero también existen personas que al conocerme se han sorprendido de que suela estar alegre o que me guste reír y que han pensado que todo era una farsa para ganar seguidores”, explica Cintia.



Si es absurdo diferenciar entre dos yoes, el de internet y el de la calle, tampoco podemos obviar que, a diferencia de las interacciones que se dan de tú a tú, en la red todo está cuantificado, todo en medible, y lo está además bajo determinados parámetros que no operan cuando interactuamos fuera de ellas. Como nos advierte el propio Lovink, en un lenguaje que recurre a la metáfora de la social como juego de máscaras, “las redes sociales demandan un espectáculo sin fin, y nosotros somos los artistas”.

Así, puedes ir a una cena con unos amigos, tomar una copa, llegar a casa y dormirte sin que nadie vaya a valorar cómo ha ido. Pero si subes una foto con esos amigos sabrás a cuanta gente le gusta que estés allí, igual que sabrás cuánta gente ha visto ese contenido y ha decidido no interactuar. Puede no importante este dato y que también sigas durmiendo igual de bien, pero siempre estará allí, disponible. Nuestro perfil online está diariamente en tela de juicio: lo que ocurre en las redes sociales se cuantifica, y también, en consecuencia, se monetiza si llega a los estándares requeridos.

“Cuánta más popularidad tenga un síntoma y cuanto más cosas buenas le traiga, menos va a querer cambiar”

Pero aunque la mayoría de nosotros estemos muy lejos de poder llegar a protagonizar un fenómeno similar al de Melissa Broder, lo que sugiere Loving es que convertir un problema de salud mental en ‘me gustas’ y nuevos seguidores no es tanto una decisión o una oportunidad, sino algo inevitable por el propio funcionamiento de Instagram. Y en este caso eso puede ser problemático: como explica la psicóloga Laura Esquinas, si tu narración de la depresión ha provocado cosas positivas –ya sean respuestas de acompañamiento, likes o comentarios de apoyo– es más probable que sigas hablando de ello.

“Es lo que en psicología se llama la función del síntoma”, afirma Laura Esquinas, “¿qué quiere decir? Que cuando el síntoma que tenemos ya sea depresión o ansiedad cumple una función que nos favorece en algún sentido es más difícil cambiarlo. El ejemplo de las redes sociales es perfecto, una persona que está triste y siente que su vida no tiene sentido o que nadie la quiere de pronto encuentra en redes un lugar donde expresar, donde tiene muchos seguidores, incluso gente que la idolatra. Pero es un problema: cuánta más popularidad tenga un síntoma y cuanto más cosas buenas le traiga, menos va a querer cambiar”.

Otro elemento que configura la expresión del dolor online, y que debemos tener en cuenta de manera ineludible, es el de la permanencia de los contenidos que subimos, que muchas veces entra en contradicción con la inmediatez o la impulsividad con los que pueden subirse. “Creo que lo perjudicial de esto es sentir obligación por ser de una forma determinada todo el rato y siempre. Estamos acotadas por roles impuestos de forma externa por lo que se percibe de ti”, reflexiona Cintia al respecto.

Por supuesto, es posible borrar los posts o eliminar nuestros perfiles, pero esto significa borrar también una parte de nuestra vida que ya has hecho pública. “Muchas veces cuando se expresa el estado emocional a través de las redes es de una manera impulsiva o reactiva”, afirma Esquinas, que coincide con los análisis de Greet Loving al señalar cómo la estructura misma del capitalismo de plataformas hace que perdamos el control sobre aquello que exponemos: “la evidencia de que la tristeza en redes sociales hoy en día está diseñada en abrumadora”, advierte el investigador.

“Mientras que la melancolía en el pasado se definía por la separación de los demás, la reducción de los contactos y la reflexión sobre uno mismo, la tristeza de hoy se manifiesta en medio de las ocupadas interacciones en redes sociales. Estamos solos juntos, solos como parte de una multitud, una forma de soledad que es particularmente cruel, frenética y agotadora”.

“Buscamos un lugar y, cuando somos aceptados en él, no nos conviene movernos demasiado: nos ajustamos a él como al resto de situaciones sociales”

No tiene sentido plantear un debate simplista sobre si es bueno o malo expresar nuestro malestar en redes sociales, y menos hacerlo como si fuera algo singular y completamente distinto del resto de nuestras interacciones no digitales. Pero es interesante destacar cómo estas plataformas obligan a que negociemos con este sistema de gratificaciones nuevo, que está ligado a una métrica exacta, disponible en todo momento: es casi imposible no monitorear en detalle –tantos likes, tantas impresiones, tantos “clicks en el enlace”– las reacciones a nuestras publicaciones.

Es una paradoja que, por supuesto, no opera solo en los contenidos sobre salud mental, sino que nos persigue siempre que alimentamos nuestras identidades online. Esto no significa que estamos enganchados a los likes, o que estemos mercantilizando nuestra intimidad, como suelen sugerir en mayúsculas y negrita los análisis más apocalípticos. Simplemente buscamos un lugar y, cuando somos aceptados en él, no nos conviene movernos demasiado: nos ajustamos a él como al resto de situaciones sociales, con la diferencia de que aquí la exposición es mayor. A nadie le gusta perder seguidores porque a nadie le gusta que le digan que no ha hecho algo bien. Seguimos compartiendo aquello que gusta. Pero qué le vamos a hacer si las interacciones en estas redes sociales imperfectas a veces es lo único que nos ayuda a sentirnos bien.

@Berta_Gomez