Viví como Trump durante un día y casi me mata

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Viví como Trump durante un día y casi me mata

Tomé mucha Coca-Cola light, comí menús de McDonald’s, jugué al golf, estuve al tanto de las noticias, y ¡casi me da algo!
CT
fotografías de Caroline Tompkins

Había pasado casi toda la mañana con la canción de Elton John “Rocket man” metida en la cabeza, y cuando el reloj dio las 15:00, empecé a notar que la cabeza me retumbaba. Llevaba despierta desde las 5:45 viendo Fox&Friends —un programa matinal conservador emitido en el canal Fox News Channel— , y durante los anuncios cambiaba a Morning Joe durante los anuncios. Mientras abría la cuarta Coca-Cola Light del día y me zambullía en mi pedido de McDonald’s —dos Big Macs, dos filetes de pescado y un batido de chocolate—, intentaba comprender cómo alguien, aun tratándose del mismo presidente de los Estados Unidos, podía llevar este ritmo de vida.

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Igual que Donald Trump, soy neoyorquina y abstemia, me encanta la comida de McDonald’s, soy adicta a la cafeína y mantengo una relación tan dependiente de Twitter que me está arruinando la vida, así como mi frágil ego. Por ese motivo, cuando el New York Times publicó un artículo en que detallaban la rutina diaria de Trump,que incluye una gran afición por las noticias y cientos de latas de Coca-Cola Light, decidí que esa era mi oportunidad de meterme en su cabeza o, al menos, de ser una versión de él.

Pero en seguida me di cuenta de que había ciertas diferencias entre nosotros. Para empezar, yo soy una liberal amante de las fake news que votó a favor de un comunista y luego a Hillary en las elecciones de 2016. No obstante, a diferencia de Trump, no soy persona de madrugar. De hecho, he descubierto que coger el hábito de dormir ocho horas diarias es vital para conservar la cordura. Pero, un momento, ¿convertirme en Trump no significa precisamente dejar a un lado la salud mental y dejarme llevar única y exclusivamente por mis desvaríos?

El diario Times, en su rutina matutina, anuncia que, “Trump pone el canal CNN para ver las noticias, luego cambia a Fox&Friends para sentirse mejor e inspirarse para crear sus mensajes y a veces también ve Morning Joe en el canal MSNBC porque, según sospechan algunos amigos, le motiva para afrontar el resto del día. Enérgico y furioso, a veces con una mezcla de ambas sensaciones, el señor Trump coge su iPhone. En ocasiones se acomoda en la cama y envía algunos tuits”.

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Otros artículos sugieren que Trump tiene cierta obsesión por los batines, así que me puse uno y puse todo mi empeño en reaccionar de forma más enérgica y furiosa ante lo que estaba viendo en televisión. Aunque no fue fácil armar tanto escándalo tan pronto por la mañana —más que nada por toda la basura que Fox&Friends difunde— ,fui capaz de dar rienda suelta a la ira que llevaba dentro.

Estaba enfadada por haberme tenido que despertar antes del amanecer y por tener que ver programas de la tele que no me gustaban y hacer cosas que no me apetecían. ¿Qué es lo que hace Trump cuando está tenso y aburrido? Enviar tuits. Yo hice lo mismo:

Algunos de los muchos tuits que realicé durante el día

El Times también afirma que Trump bebe como una docena de latas de Coca-Cola Light al día y que siempre toma las decisiones “en defensa propia y dejándose llevar por sus obsesiones y su carácter impulsivo”. El presidente suele pasarse horas y horas delante del televisor viendo las noticias, y a menudo deja la tele encendida y sin volumen cuando hay reuniones. Normalmente, pide ayuda a sus asistentes para que le den la aprobación de todo lo que publica en Twitter y llama al jefe de personal de la Casa Blanca, John Kelly, unas doce veces al día “para hacerle preguntas sobre su horario de trabajo y pedirle asesoramiento sobre política”.

Yo no tenía asistentes ni jefe de personal, pero podía conseguir a toda esa gente. Mi primera tarea como “presidenta” fue provocar un rifirrafe en Twitter. Esa mañana, Trump había publicado un mensaje irrespetuoso sobre la “inútil de la senadora Kirsten Gillibrand”, una demócrata neoyorquina que había exigido la dimisión de Trump el día de antes. “La que no hace tanto venía a mi oficina ‘rogando’ contribuciones de campaña (y hacía cualquier cosa por conseguirlas) está ahora en el ring luchando contra Trump”, escribía el presidente.

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Fue un insulto tan machista que los legisladores democráticos y algunos medios lo condenaron inmediatamente.

Por un momento, dejé de escuchar las canciones de la lista de música favorita de Trump, con temas como “Rocket man”, de Elton John, y “We’re not gonna take it”, de Twisted Sister, para llamar a mi editor Harry y pedirle consejo sobre con quién meterme primero. Él me hizo algunas sugerencias, de las que ni siquiera me acuerdo porque eran muy absurdas, pero colgué el teléfono con la tranquilidad de que tenía que ser muy auténtica con la víctima que eligiera. El “afortunado” fue Matt Yglesias, cofundador de Vox —un sitio web de noticias— y fiel defensor del liberalismo. No siempre he estado de acuerdo con las decisiones políticas de Yglesias, pero en mi encarnación de Trump, me permití el lujo de vacilarle.

Yglesias colabora en un programa de radio llamado The Weeds (la marihuana) y, aunque parece alegrarse por tener que hablar conmigo sobre distintos aspectos de Twitter, ha ignorado por completo mis repetidas súplicas en las que le pedía que me invitase a su programa de radio. Al fin y al cabo, adoro fumar marihuana y me ofende el hecho de que mis amables peticiones hayan recibido el silencio por respuesta.

Frustrada porque Yglesias no me respondiera y por la panda de cobardes que trabajan en Vox, me di cuenta de que para sentirme como Trump tenía que tuitear cosas que cabrearan de verdad a mis seguidores. Ser Donald Trump significa no actuar nunca pero reaccionar siempre, y estar a la defensiva, por supuesto. Teniendo esto presente, empecé a responder a tuits con los que no estaba de acuerdo, expresando mi opinión de forma sincera y correcta. Pese a ello, seguía sin conseguir que alguien se cabreara conmigo. ¡Qué falsas llegan a ser las noticias de hoy en día!

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Los izquierdistas indignados hicieron una gran subsección en mi publicación, entonces abrí otra lata de Coca-Cola y tuiteé algo que sabía que les sacaría de sus casillas:

Admito que la mayoría de los liberales e izquierdistas tienen buenas intenciones y están de acuerdo con toda una serie de asuntos, pero a menudo surgen rifirrafes debido a lo que Freud llama “el narcisismo de las pequeñas diferencias”. Esto explica por qué mi relativamente moderado tuit enfureció a la comunidad de esta plataforma. De repente, numerosos usuarios abordaron mis tuits con comentarios en los que me informaban de que “el liberalismo es la izquierda del fascismo”, me preguntaban con condescendencia, “¿Cuánto te pagan por esas opiniones, Eve?”, y lo que me partió el corazón es que me llamaron centrista.

Ahora tocaba McDonald’s. La pasión de Trump por los arcos dorados es habitualmente motivo de mofa de sus críticos, sobre todo después de que Corey Lewandowski, su ex jefe de campaña, revelara que sus pedidos “para llevar” constaban de dos Big Macs, dos filetes de pescado —que el presidente se come sin pan— y un batido de chocolate.


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Le tengo mucho respeto a McDonald’s, al que afectuosamente llamo “Donald’s”, y soy cliente habitual. Normalmente pido patatas fritas y una hamburguesa McExtreme Delicious Beef, que lleva beicon, huevo y queso. Me gusta Donald’s porque su producto es sabroso, barato, pueden hacerse pedidos a través de UberEats y tengo claro que allá donde vaya sabré lo que pedir. Me molestó esa falsa preocupación de los medios sobre la dieta de Trump de McDonald’s porque me pareció hipócrita y condescendiente.

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Pero, dejadme que aclare una cosa: el pedido de Donald Trump en Donald’s es un crimen contra la humanidad. Nunca había probado el filete de pescado allí porque mi cerebro no estaba (ni está) lo suficientemente dañado como para pedir pescado en ese lugar. Estaba malísimo, pero lo más fuerte es que este hombre se come el Big Mac sin el pan. El Big Mac, por lo general, lleva tres rebanadas de pan, y cuando desmonté la hamburguesa y le di un mordisco comprendí por qué. Tiene una muy buena explicación: dar un bocado a las dos hamburguesas empapadas en salsa Big Mac con lechuga pasada por la sartén y queso ofrece una textura húmeda y granulada que convierte a toda la marranada en algo imposible de comer. El batido de chocolate, que Trump tiene la idea equivocada de que está hecho con leche "malteada", fue lo mejor de la comida.

UberEats me trajo el pedido casi una hora tarde y, mientras lo esperaba, llegó a pasárseme por la cabeza que quizás esa comida me ayudaba a revivir del bajón del mediodía. Pero, tras ingerir tanto como pude, me sentí mucho peor. Estaba deshidratada de tanta Coca-Cola Light —solo llevaba cuatro latas— y destrozada por haberme levantado tan pronto. Era hora de echar la siesta, pero no podía dormir. Como Trump es fan de llamar por teléfono, marqué el número de mi padre para ponerme al día con él, pero esa llamada requería que pensara en alguien y no solo en mí misma, lo que no es habitual de Trump. Por esa razón, colgué el teléfono diez minutos después para quedarme empanada ante el abismo de Twitter y comerme la cabeza pensando en si la gente me quería o no.

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Cuando abrí mi quinta Coca-Cola, me indigné. No quería tener que volver a tomar ese líquido repulsivo (que en su día me gustaba) otra vez. Necesitaba agua urgentemente y desconectarme de las redes un par de horas. “Date el gustazo”, me susurraba ese demonio que a veces me acecha. “¿Ser Trump no significa hacer lo que te dé la real gana?”. Pero estaba atrapada en la miseria de ser Donald Trump: acomplejada y con el estómago lleno. Entonces, empecé a mirar mis menciones en Twitter con una frecuencia psicótica para ver quién se había enfadado conmigo.

Estaba eufórica y aburrida a la vez. La rutina diaria del presidente de los Estados Unidos es soporífera. Las noticias de la tele son tan aburridas que me dan sueño y Twitter no es tan divertido cuando no lo utilizas como una herramienta de procrastinación. Encima, nadie me cogía el teléfono, aparte del burro de mi editor y de mi falso padre.

Así que me fui a jugar a golf.

Fotos por Caroline Tompkins a Andy Buchanan/AFP/GettyImages

Según el sitio web “trumpgolfcount.com”, en lo poco que lleva de presidente, Trump ha ido a jugar al golf 79 veces. El mismo día en que probé este deporte entendí por qué es una práctica tan necesaria para el presidente. Sus amigos de golf más importantes eran Tiger Woods, Lindsey Graham, Rand Paul, y Peyton Manning, así que invité a mi amiga Sam Escobar, una gran fan mía.

El tema es que estamos en diciembre en Nueva York y no es temporada de golf. Además, como nunca he practicado este deporte de forma regular, jugamos al mini golf, que es divertido aunque se te dé mal (no es porque conozca la sensación que se tiene cuando algo se te da mal). De hecho, se me daba bastante bien (cosa de los genes). Como Sam, que trabaja para Condé Nast —editorial de revistas internacional—, llevaba la cuenta de la puntuación, la idea de que podía haber “perdido” el juego era la trola más gorda que se había contado en la historia. Como podéis comprobar más abajo, Sam es lo más falso que he conocido nunca, pues mintió para subirse la puntuación. ¡Muy mal! Y más teniendo en cuenta que me rogó que lo pagara yo todo.

"Fake News"

Con siete Coca-Colas que me quedaban y un bistec bien hecho, prometí a mi editor que haría este artículo lo mejor posible para conseguir nuestro objetivo. Decidí acabar mi día con más McDonald’s —un McMuffin de salchicha y un vaso de agua con hielo— y me salté el resto. ¿Fue eso una rajada en toda regla? A lo mejor. Pero si aprendí algo de ser Trump por un día es que no tengo que preocuparme de nada y que no importa a quién acabe defraudando porque puedo hacer lo que me dé la real gana. ¡Nadie podrá pararme nunca!

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