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Fotografías verbales

El peso de la música

Fotografías verbales: los niños que suenan en Risaralda.

Foto por Nick Jaussi.

Puerto Carreño, 7:30 p.m.

El aire acondicionado de la habitación dejó de funcionar. Es un hotel de apariencia. Paredes blancas, sábanas blancas, toallas blancas. Baldosín ocre. Me paro en la entrada y veo a la gente. La noche amenaza lluvia. Hay un calor de baño turco.

Por la esquina, aparece un niño. Le pongo 12 años. Viste el atuendo del músico llanero: camisa de puño, cuello cerrado con laso, sombrero. Todo de negro. Carga un arpa que le llega a su frente. Suda. Camina cinco pasos. Se detiene y descansa el arpa en el suelo. Toca sus cuerdas mientras toma impulso. Una suave tonada corre por la cuadra. Da una bocanada de aire y vuelve a levantar el arpa. Camina otros seis o siete pasos, con la lengua afuera, apretando el gesto; el arpa le pesa un mundo. Se detiene. La vuelve a descargar. La toca y toma aire. Escucho la música, sus cuerdas armónicas. Una tonada aterciopelada. Parece dominar las notas. Las uñas largas de los dedos suben y bajan, escurridizas, por las cuerdas. Nadie lo mira. Yo estoy hipnotizado. Vuelve a tomar impulso, una bocanda generosa de aire. Levanta el arpa del suelo. La carga diez pasos más. Sus brazos no aguantan mucho. La vuelve a soltar. El arpa parece de cemento. Está por llegar a la siguiente esquina. Saca el celular. Contesta. Lo escucho decir en qué calle se encuentra. Ya vienen por él. Dice que ha caminado tres cuadras con el arpa. Guarda el celular. No va a caminar más. Se pone a tocar las cuerdas. Concentra su mirada en la vibración del instrumento. Es su ensayo personal. Es un breve concierto de calle. Al minuto, una camioneta se detiene junto a él. Se va. Se lleva la música.

Apía, 3:00 p.m.

En el segundo nivel de una casa enorme de estilo cafetero —bahareque, guadua, piso de madera, teja de barro— hay bullicio. Grititos, risitas. Niños de 8 a 12 años han llegado de las veredas a su ensayo semanal de la banda infantil campesina.

El profesor dirige el calentamiento. Con palmadas y golpes de voz memorizan el valor de las notas. Los niños siguen la instrucción. Se burlan del compañero que da dos palmadas en vez de una. El profesor los calla. Les indica que saquen los instrumentos de la habitación. Uno de los más altos estira los brazos y alcanza una guitarra. Otro, baja una trompeta. Una niña de cabellos rizados se encarga de una flauta dulce. Otra, carretea un xilófono. En la sala principal, se van ubicando en las posiciones de acuerdo al instrumento. La última en salir de la habitación es una niña de pelo oscuro y piel de avellana, menuda y callada. Arrastra una tuba, que no ha sacado del estuche. La tuba parece más alta que ella. Los niños se le burlan. No la puede cargar. Siempre sale de última. El profesor no se ve por ningún lado. La niña saca la tuba del estuche. Se acomoda en la silla y, con el último esfuerzo, pone el instrumento sobre sus piernas. La trompa de salida es más ancha que ella. De un bolsillo, la niña saca la boquilla. La ajusta en el instrumento, pega sus labios y sopla. La tuba suena. Es una melodía arrugada y potente. Oscura y tierna. La tuba suena y los demás instrumentos parecen silenciados. La niña tiene los pulmones de un dinosaurio. La tuba suena y los demás instrumentos ya no existen más.