Chile plebiscito constitución
Foto de portada por: Diego Zúñiga
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El plebiscito, la revuelta y Chile: un triunfo popular

Sin la calle y sin la revuelta popular, nada de esto hubiese sido posible: imaginar otro futuro, otra vida.

El video empezó a circular cerca del mediodía del domingo 25 de octubre en Twitter, cuando en Chile ya todas las mesas estaban constituidas para recibir más de 14 millones de personas habilitadas para votar en el plebiscito que buscaba terminar, por fin, con la Constitución de Pinochet.

La grabación duraba poco menos de dos minutos y el tuit que la anunciaba decía: «Nancy pobladora mapuche de Lo Hermida frente al plebiscito de hoy».

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Ahí estaba Nancy Caripan, con su mascarilla, frente a la cámara que sostenía su hija, quien le pregunta qué espera ella de las votaciones de ese domingo. Esa mujer de Lo Hermida— una de las poblaciones de Santiago más emblemáticas de la resistencia durante la dictadura y que en democracia nunca ha dejado de ser asediada por la fuerza policial— mira a la cámara y primero se emociona, pero luego consigue hacer pie, con la voz entrecortada, y entonces larga un discurso que explica perfectamente por qué el 18 de octubre de 2019 Chile explotó.

La hija le pregunta por qué hay que ir a votar ese domingo, y ella le responde que por el futuro de sus vecinos más chiquititos, que quizá ella no vea ningún cambio con todo esto, pero que está feliz de ejercer su voto y gritar que basta de abusos de poder.

Mira a la cámara y le dice a su hija que espera un país para los mapuches como ella. «Yo quiero un país, quiero que seamos respetados».

Yo quiero un país.

Cuando el viernes 18 de octubre de 2019 la gente salió a las calles a protestar y la rabia acumulada por años se convirtió en fuego, muchos —la élite, los políticos, los empresarios— descubrieron que había miles de personas que sentían que no tenían un país porque ese país llamado Chile los había despreciado durante años: un Estado ausente, una élite absolutamente desconectada de la realidad y la mayoría de los medios de comunicación, manejados por esa élite, que se quedaron pasmados aquel viernes de octubre cuando un puñado de estudiantes secundarios —jóvenes de 13, 14, 15 años— comenzó la revuelta al saltarse los torniquetes del metro, gritando: «Evadir, no pagar, otra forma de luchar».

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La pobladora mapuche de Lo Hermida, Nancy Caripan, se acuerda de esos jovencitos cuando habla a la cámara y le dice a su hija que fueron un tremendo ejemplo de lucha: «Ojalá que muchas personas se hayan levantado hoy día pensando en lo que hicieron esos jóvenes, porque ellos no tienen derecho a voto todavía, pero nosotros tenemos que dejar nuestra comodidad y decirles aquí estamos con ustedes, gracias por habernos abierto los ojos… y que sean valientes siempre. Los admiro mucho».

Era mediodía, las mesas estaban constituidas y los locales de votación parecían repletos a esa hora, a pesar de la pandemia y de toda la campaña de terror que levantó durante meses la derecha para proteger su Constitución, apelando al miedo y a la violencia.

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Foto por: Diego Zúñiga.

A esa hora comenzó a circular el video de Nancy Caripan y en muy poco rato fueron miles quienes lo compartieron, miles de personas viendo a esa pobladora mapuche de Lo Hermida sintetizar de forma brillante lo que decenas de columnistas y políticos en televisión, radios y periódicos aún no han sido capaces de comprender. Porque efectivamente esta revuelta era popular, y ahí, en la calle, es donde circulan esas voces que explican y dicen todo.

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Foto por: Diego Zúñiga.

Pero nunca quisieron oír. Ni a los secundarios que salieron a protestar en 2006, ni a los universitarios en 2011, ni al movimiento feminista que reventó las calles en 2018, ni la extraordinaria performance de LASTESIS, ni a los que marcharon para cambiar el miserable sistema de pensiones, ni a los que exigieron mejor salud y un plan habitacional digno, ni a los que levantaron la voz en los noventa dudando de la transición y los pactos con la derecha, ni a los pueblos originarios que han sufrido la violencia del Estado durante décadas.

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Entonces, el 25 de octubre de 2019, más de un millón de personas se tomaron las calles de Santiago para protestar, y exactamente un año después, casi seis millones de personas votaron en el plebiscito a favor de redactar una nueva constitución política (y que el tipo de órgano fuera una convención constitucional cien por ciento electa).

Los resultados fueron rotundos: un 78 por ciento aprobaba y solo un 21 por ciento rechazaba.

Cerca de las nueve de la noche, la alegría, la rabia y el desahogo fueron más grandes que la pandemia y la gente se lanzó a las calles una vez más: los bocinazos, los gritos, los cánticos, la Plaza Dignidad repleta, la Plaza Dignidad recuperada de la policía, quienes intentaron que nadie se congregara ahí, pero desistieron: la estatua del General Baquedano, en el punto cero de la ciudad, una vez más le pertenecía a los manifestantes, que lo pintaron hasta convertirlo en uno más de ellos. Un prócer travestido, como ese Simón Bolívar que pintó el brillante Juan Dávila en los noventa y que fue censurado, o el dubitativo Arturo Prat de la dramaturga Manuela Infante, que tanta polémica causó en los inicios de la década pasada.

La risa y el llanto estaban ahí, en la calle, en los miles que salieron a celebrar el fin de la Constitución pinochetista, el fin de la Constitución que permitió instalar el neoliberalismo en Chile como en ningún otro país del mundo. Una celebración y un funeral, el funeral del último bastión de la dictadura. El baile de los que sobran convertido en un himno. La memoria por los que ya no estaban, por los más de 30 muertos en el estallido, por las más de 400 personas heridas en sus ojos, por los más de 600 manifestantes detenidos durante la revuelta y que siguen, después de un año, en prisión preventiva.

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Probablemente nadie de los que estuvo en Plaza Dignidad hace un año imaginó lo que estábamos viviendo esa noche de domingo. Nos dijeron tantas veces no, que terminaron por convencernos que era imposible imaginar otro camino, otras formas. Tuvieron que venir los más chicos, saltar esos torniquetes y armar una revuelta donde el pueblo volvió a tomarse las calles. Ya desde esos primeros días de protestas quedaba muy claro que esta era una discusión sobre los privilegios, sobre el modelo de los que se instalaron a escribir la historia después de la dictadura. Pero el que escribe la historia no es, necesariamente, el mismo que la cuenta, y entonces había que salir a la calle y escribir de nuevo con la letra torcida de Lemebel, la letra rabiosa e insolente, la que se preguntaba en su Manifiesto:  «¿No habrá un maricón en alguna esquina desequilibrando el futuro de su hombre nuevo?/ ¿El futuro será en blanco y negro?»

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Foto por: Diego Zúñiga.

A lo lejos, en el centro de Plaza Dignidad, una luz amarilla iluminaba la estatua del General Baquedano mientras se enarbolaban banderas mapuches y la gente gritaba contra Piñera.

Los resultados del plebiscito fueron rotundos, y más aún en las ciudades y pueblos afectados por problemas ambientales (ocasionados por industrias y políticas económicas), donde el apruebo rondó el 90 por ciento.

Se habló en los medios durante muchos meses de polarización, pero lo que ocurría en realidad es que la calle se había vuelto política después de tantos años de silencio. No había polarización, había discusión, divergencia y también muchos puntos de encuentro. No salió a votar todo el mundo —no hay que olvidarse que estamos en una pandemia—, pero sí lo hicieron los más jóvenes y, sobre todo, aumentó la participación en las comunas más populares, donde ganó el apruebo por muchísima diferencia.

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Al día siguiente, cuando ya estaban escrutadas más del 99 por ciento de las mesas de votación, se confirmó que la opción del rechazo ganó solo en cinco comunas del país (de un total de 346). Y de esas cinco comunas, tres pertenecen a la capital: Lo Barnechea, Vitacura y Las Condes, las tres comunas donde vive la élite del país.

En una de esas comunas, de hecho, votó Sebastián Piñera, a eso de las 8:40 am del domingo, cuando recién se constituían las primeras mesas, cuando nadie aún iba a votar.

Lo hizo así, solo, rápido, con miedo.

En la noche daría otro de sus discursos vacíos, en el que señalaría, sin vergüenza, que fue él y su gobierno quienes propusieron la idea de un plebiscito constitucional —lo que es mentira, por supuesto. Pero qué más da: ya nadie la cree, ya nadie lo escucha.

Sin la calle y sin la revuelta popular, nada de esto hubiese sido posible: imaginar otro futuro, otra vida. Esto recién está empezando, pero ha quedado claro una cosa: que esta historia se escribirá con una letra nueva, torcida, plebeya como la de Lemebel: llena de rabia y de luz.

Este texto fue publicado originalmente por la revista El Estornudo.