Homicidio infantil latinoamerica
Ilustración por @lenny_maya
Actualidad

Joven y muerto en Latinoamérica

En nuestra región, con o sin pandemia, los niños y las niñas mueren debido al racismo, el abandono estatal, la explotación de las empresas, la violencia de género. La niñez ya no es el inicio de la vida, sino su prueba más ardua.

Ser niña o niño en Latinoamérica es como jugar una lotería perversa. En un territorio marcado por la pobreza, la violencia y la desigualdad, vivir la niñez como una etapa “inocente y divertida” es la ocasión exclusiva de unos cuantos.

Un informe de la ONG Save The Children dice que en América Latina y el Caribe mueren 70 niños a diario. La causa principal de estas muertes es la violencia. Aquí conocemos muy bien los asesinatos de niños, niñas y adolescentes: mientras que en las otras regiones decrece el número de homicidios infantiles, en este territorio va en alza. En 2015, casi la mitad de los homicidios contra adolescentes del mundo ocurrió en este lado del planeta. El detalle es que solo alojamos al 10% del total de la población adolescente.

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De pronto pensamos en los homicidios como sucesos abruptos y veloces. Pero en Latinoamérica un niño también muere, sobre todo, cuando vive en pobreza y es afrodescendiente o indígena. O cuando el Estado le niega el acceso a la salud, a la educación y a la seguridad. O cuando una transnacional minera o agrícola arrasa con el territorio que es su hogar. O cuando su país está colapsado por la crisis y tiene que migrar muy lejos, sin nada en la maleta.

En medio de la pandemia de COVID-19 los niños parecen estar más seguros que los adultos. Pero algunas instituciones ya están advirtiendo la exaltación de las plagas de toda la vida: la violencia doméstica, la violencia de género, la deserción escolar. En algunos países de la región, como México, Colombia o Venezuela, la violencia doméstica ha crecido entre 50% y 70%. La pandemia no ha suplantado nuestros conocidos males, quizá solo escamotea sus síntomas.

El Banco Interamericano de Desarrollo dice, además, que el impacto de esta época en la niñez de América Latina y el Caribe puede ser abrumador. La mortandad infantil podría aumentar entre 10% y 50% por primera vez en 60 años debido a la mala alimentación y desmejora de los servicios de salud. A los estados les toca actuar pronto para solucionar el escenario de siempre y contrarrestar el futuro. Y habrá que hacerlo con el ímpetu y la astucia con los que un niño, una niña, juega en el patio de recreo.

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De cuando la violencia es implacable (Colombia)

¡Juan Manuel!, ¡Leyder!, ¡Jean Paul!, ¡Jair Andrés!, ¡Álvaro!

Cinco amigos que no pasan los 16 años de edad salen juntos una mañana de agosto, como lo han hecho todos los días de la cuarentena. Se reúnen para jugar por las calles de Llano Verde, un barrio joven y empobrecido de Cali, Colombia, en el que viven familias afrodescendientes desplazadas por el conflicto armado. Al grupito le gusta jugar al fútbol, bailar música urbana, elevar cometas. Son pelados sanos, dicen quienes los conocen, no se meten con nadie. Son peladitos de bien.

El miedo comienza cuando ninguno de ellos llega a sus casas a la hora del almuerzo.

Vecinos, amigos y familiares se vuelcan a buscarlos con un horrible presentimiento. En el barrio hay pandillas y bandas de crimen organizado, no vaya a ser que…

¡Juan Manuel!, ¡Leyder!, ¡Jean Paul!, ¡Jair Andrés!, ¡Álvaro!

En la noche, unos cuantos van hacia unos campos de caña a más o menos un kilómetro de distancia. Allí, dicen testigos, les gustaba a los chicos bañarse, comer caña fresca.

Tras unos minutos hurgando en la penumbra finalmente los encuentran. Los cuerpos tendidos sin vida sobre la hierba. Tenían impactos de bala en la cabeza y heridas de degolladura.

¡Juan Manuel!, ¡Leyder!, ¡Jean Paul!, ¡Jair Andrés!, ¡Álvaro!

Nadie sabía, no tenían por qué saber, que junto a Venezuela, Colombia tiene la tasa más alta de homicidio infantil en América Latina y el Caribe. Que en 2019 en el país mataron a más de 700 niños, niñas y adolescentes. La mayoría entre los 15 y 17 años de edad, casi como los cinco amigos de Llano Verde.

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En el velorio las madres, ahora huérfanas de hijos, gritan que en Colombia no respetan a los niños: ¡Exigimos justicia! ¡La verdad! ¡La necesitamos!

No muy lejos de la despedida, lanzan una granada contra un local de la Policía. La explosión deja varios heridos, entre ellos un bebé de diez meses. Cuatro días más tarde, en Nariño, en el sur del país, asesinan a ocho jóvenes que estaban reunidos en un asado. Algunos eran menores de edad.

Dos de los presuntos asesinos, vigilantes del cañaduzal, son arrestados al poco tiempo. El tercero sospechoso está desaparecido. Hasta ahora no se sabe bien por qué lo hicieron.

De cuando la vida les pesa (Venezuela)

Un país fracturado cría personas fracturadas. Desde 2015, Venezuela vive un conflicto político que ha causado el hambre, la enfermedad, el desempleo, la violencia, el éxodo. En Venezuela desde hace media década no se vive, se soporta.

Imaginemos ser niñas o niños en un país en el que de pronto un día mi familia y mis amigos escapan, mi abuela enferma no consigue tratamiento médico, en mi casa casi no hay de comer y mis padres lloran o discuten muy a menudo. Imaginemos el amasijo de sentimientos y sensaciones que se van cultivando en una mente joven que convive con la tragedia.

Porque las pésimas condiciones de vida no atacan solo al cuerpo, la pobreza arrebata también el buen ánimo, la tranquilidad y puede que las ganas de seguir viviendo. Desalentados por el estado de su pueblo los venezolanos y las venezolanas se deprimen. No es casual que desde hace cinco años la tasa de suicidios en ese país haya aumentado muy considerablemente. Del 2015 al 2018 el incremento ha sido del 155%. En los últimos 80 años, nunca tantos venezolanos se habían quitado la vida.

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También hay niños suicidas. En 2019, según el Observatorio Venezolano de la Violencia fueron 88 los niños, las niñas y adolescentes que se suicidaron. Algunos de ellos emplearon armas de fuego para hacerlo, la gran mayoría se ahorcó. Un gran grupo tenía entre 12 y 17 años, los menos eran menores de 12 años. Nada puede estar bien con niños tan jóvenes deseando el final.

El encierro y el aislamiento de la cuarentena ha exacerbado la desesperanza. En el primer semestre de 2020 ya hay 19 niños, niñas y adolescentes que se han suicidado. A veces la carga es tan grande y se lleva aguantado por tanto tiempo que un enfrentamiento con los padres o cualquier incidente, en apariencia menor como el no poder ir a una fiesta, precipita la decisión.

Quienes no lo han hecho, tal lo han intentado. Y quienes no lo han intentado, viven en peligro porque están creciendo en un sitio muy cruento con la niñez. El más feroz de todos. Al día mueren violentamente tres chiquillos. No es que no haya posibilidad, sino que es muy difícil encontrarla.

De cuando tienen metales en la sangre (Perú)

Una de las primeras señales es el dolor. Se siente en la cabeza y la espalda, en las manos y los pies. Duele muy adentro, en el hueso mismo.

Otro de los síntomas es el sueño. Una bruma tan pesada y aletargante que quita las ganas de estudiar y de comer. Tampoco provoca jugar, ya para qué.

Poco a poco llegan la desconcentración y el olvido. La maestra dicta la clase y a la salida del colegio ya no puedes recordarla. Hay que pedirle a un compañero o compañera que por favor te explique todo de nuevo.

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Pero quizá lo más desconcertante es la sangre. Sale caliente por la nariz, inesperada. No hay forma de detenerla, de volver al tiempo en que estabas sano, sana.

La pregunta es: ¿alguna vez lo estuviste?

En Pasco, una ciudad en los andes del Perú, la minería contamina el agua, los suelos, el aire. Allí más de dos mil niñas y niños tienen metales pesados en la sangre. Las mineras, que llegaron hace casi un siglo, han condenado a los pasqueños a absorber plomo, arsénico, mercurio en cantidades más allá de lo permitido. Por sus niños, los más proclives a la contaminación, sufren del sistema nervioso, del cerebro, de cáncer.

En febrero de 2020 cinco familias pasqueñas viajaron a Lima, hicieron un campamento en un parque frente al Ministerio de Salud. Los padres le pedían al gobierno que por favor salven a sus hijos enfermos, algunos de ellos con leucemia. Los niños, todos menores de trece años, necesitan recibir tratamiento en Argentina porque en Perú nadie puede curar sus males.

La pregunta es: ¿alguna vez lo lograrán?

Estuvieron más de veinte días esperando respuestas. Dormían en carpas, comían lo que la gente les donaba, secaban sus ropas recién lavadas sobre el césped. Un día, cuando se les agotó la paciencia, los padres desesperados se tiraron en medio de las pistas a parar el tráfico, en señal de protesta.

Cuando les dieron la noticia de que sí viajarían al extranjero, a mediados de marzo, se declaró la cuarentena por la COVID-19. Entonces las familias se aislaron en albergues y hoteles, hasta que todo pase. Pero nada termina aún. Resistieron alrededor de un mes, luego tuvieron que retornar a Pasco. Allí no habrá salud, pero al menos tienen un poco de comida.

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Aunque incrédulos, los padres y los niños esperan que la promesa de su sanación algún día se cumpla.

De cuando el alimento es el veneno (Argentina)

Argentina es un país pródigo en carnes y cereales. Uno de los más grandes productores de soja y harina de soja del mundo. Pero cultivar tal abundancia implica ciertas mañas, algunos trucos. Los productores argentinos usan sin discreción pesticidas y fertilizantes que les permiten mantener sus cultivos rebosantes y resistentes. Así pues, Argentina no solo es el campeón de la soja, sino también lo es en el consumo de agroquímicos como el glifosato, un pesticida que, entre otros tantos, está matando lentamente a miles de niños.

Son niños que viven en las llamadas zonas rurales, muy cerca de campos agrícolas. A ellos les puede pasar, por ejemplo, que están en el salón de clases mientras una avioneta rocía agroquímicos en los cultivos aledaños. Tan cerca que al final el producto también cae sobre los estudiantes y los envenena. En Entre Ríos alguna vez se permitieron las fumigaciones a cien metros de los colegios.

O puede ocurrir que sus padres, agricultores, maniobren los agroquímicos a diario y sin cuidado. O que de pronto un niño o una niña sufra una intoxicación fatal por pisar la tierra contaminada. La cercanía con el veneno provoca múltiples reveses y enfermedades: en Monte Maíz, en Córdoba, los abortos espontáneos son el triple del promedio nacional y las malformaciones congénitas son 72% más frecuentes de lo común. El listado de enfermedades que pueden provocar los agroquímicos, o más bien agrotóxicos, es terrorífico.

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Entonces se acoge la enfermedad como experiencia ineludible. Las autoridades no buscan soluciones porque están vinculadas al agronegocio. Los habitantes de ciertos pueblos se acostumbran a parir hijos con discapacidades, a las muertes jóvenes, a las deformidades en los pequeños cuerpos, al cáncer. El dolor es la norma y se acata. La niñez ya no es el inicio de la vida, sino su prueba más ardua.

De cuando se ensañan con las niñas  (México)

La madre se pregunta qué hubiera pasado si no demoraba esos quince minutos. Esos quince minutos del demonio, la sentencia de su familia.

Ese día de febrero de 2020 debía recoger a Fátima, su hija de siete años, de su escuela pública en un barrio de Xochimilco, al sur de Ciudad de México. Cerca de las 6:30 de la tarde sonaba el timbre de salida, pero la madre se retrasó y cuando llegó al colegio su pequeña no estaba por ningún lado.

Habían pasado quince minutos, nada más.

La policía no aceptó la denuncia por desaparición sino hasta el día siguiente. Entonces activaron la Alerta Amber para localizar a Fátima. También difundieron una ficha informativa con su foto: una niña de cabello con corte “honguito” y sonrisa tímida. Una vida tan tierna por delante.

Cuatro días después, a unos kilómetros de la escuela, aparece el cuerpo inerte de la pequeña dentro de una bolsa plástica. Tenía signos de tortura y agresión sexual.

Desde entonces la madre siente que cometió un error, que su demora fue su mayor equivocación. Pero no es su culpa, cómo podría serlo. En un país en donde asesinan entre cinco y seis niñas a la semana por razones de género, la desgracia se torna familiar, probable. Puede llegar en menos de quince minutos.

El día de su desaparición las cámaras de seguridad de la zona captaron a Fátima caminando de la mano de una mujer que no era su mamá. Ambas parecían antiguas conocidas.

La mujer, no mucho después se supo, era una exinquilina de la familia. Ella y su esposo son arrestados a las afueras de Ciudad de México por ser los principales sospechosos del secuestro y feminicidio de Fátima.

Hasta hoy la madre sin hija se resiste a creer que esa mujer, alguien que en el pasado fue amable y cariñosa, sea una asesina. Cree que de esa mujer no pudo nacer semejante maldad.