Palabras sin ningún significado

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especial de ficción 2016

Palabras sin ningún significado

El escritor antioqueño Jacobo Cardona nos trae la historia de un hombre que es perseguido por una bolsa.

"Palabras sin ningún significado" forma parte de nuestro Especial de Ficción 2016. De inmediato recordé esa película de los noventa, Belleza Americana, en la que el adolescente freaky graba con una cámara de video una bolsa arrastrada por el viento y le suelta ese discursito ramplón atrapaincautas sobre la poesía de lo cotidiano a la chica de la belleza interior, la amiga de la rubia, la que sí valía la pena. Eso fue cuando noté la bolsa flotando a unos cuantos metros de donde me encontraba, en las bancas de madera frente al Parlamento. Una bolsa normal, plástica, blanca y arrugada, sin logotipos. Al principio, preocupado como estaba por mi situación, no le presté mucha atención, pero después de un largo rato y trece nuevos mensajes enviados al WhatsApp de Irén que tampoco fueron leídos, me percaté de que la bolsa seguía flotando en el mismo punto. La observé, esta vez con mucho cuidado y, efectivamente, tal como sospechaba, la bolsa no caía en ningún momento al suelo. Miré alrededor, a la gente, pero nadie parecía notarlo. Lo curioso es que no había viento, las hojas secas que cubrían el sendero peatonal estaban inmóviles, a lo sumo, el empaque de una golosina era arrastrado trabajosamente unos cuantos milímetros por encima de la calle, y las mujeres de pelo largo solo se llevaban la mano a la cabeza para apartar un delgado flequillo del ojo, mientras seguían estupendamente peinadas. Decidí irme de allí. La situación, que ya era bastante agobiante, parecía tomar un giro que no estaba dispuesto a enfrentar. Llevaba cuatro días en Budapest, yendo de un lugar a otro y sin entender ni una sola palabra del húngaro, tratando de localizar a Irén, una traductora que había conocido por Internet y que, al parecer, se había esfumado de la ciudad, qué digo de la ciudad, del planeta, pues no había rastro de ella en Facebook, ni en Instagram, ni en WhatsApp. Tampoco contestaba los e-mails. Y yo se lo había advertido, la próxima semana iré a tu país, y ella me contestaba, coqueta, estás bromeando, loquillo, y yo le decía que no, que era cierto, y ella me respondía con la imagen del corazón que vibra, o sea que algo había entendido. ¿Tendría problemas, se le habría muerto la madre o algo? Tomé el tranvía allí mismo, sin rumbo fijo. Lo importante en aquel momento era sacarme la imagen de la bolsa en el aire. Pero las imágenes son difíciles de erradicar, entre más voluntad se ponga en ello, más porfiada es la imagen que te acosa, igual al rencor. Como ejercicio mental, venía pensando en los pechos de Irén —los conozco bien porque ella me envió una preciosa foto, aunque sin el rostro, pero eso no importa pues los pechos eran grandes y redondos—, cuando en un cruce de línea la vi aparecer junto a mi ventanilla. No a Irén, sino a la bolsa. Volaba a unos pocos metros del vagón, zarandeada por el viento, con la boca abierta casi como una O. En ese momento traté de conservar la serenidad, tal vez había visto mal, pero tras un detallado examen, concluí que efectivamente era la misma bolsa. No sé por qué se me ocurrió que hallar una bolsa diferente, de otro tamaño y color, con la marca de una tienda de zapatos, me tranquilizaría, tal vez fue como respuesta al tremendo frío que hacía, al hecho de que Irén no contestara o me llamara o me enviara más fotos. Mientras el tranvía circulaba, la podía ver aparecer y desaparecer, momentáneamente, a través de la ventanilla que estaba frente a mi asiento, incluso, cuando el vagón se detuvo por un cambio de luces, la bolsa también lo hizo, manteniendo, claro está, una prudente distancia de la ventana, de mi ventana, sin obstaculizar el paso de los otros vehículos. Intentando percibir algún gesto de escepticismo o curiosidad, observé a la gente, pero todos estaban absortos en sus propias cosas, durmiendo, mirando al suelo como tontos. Al menos nadie sospechaba que la bolsa, definitivamente, me estaba siguiendo. Cuando el vagón continuó la marcha, la bolsa también lo hizo, aunque en ocasiones se retrasaba bastante. Durante cierto tramo, paralelo al Danubio, pensé que la había perdido. Pasaron casi quince minutos sin que hubiera rastro de ella. Supuse que el asunto había sido un malentendido, que había mirado mal y que por el cansancio no podía coordinar las ideas, hasta que ocurrió lo peor. Cuando el vagón se detuvo en una estación, imposible recordar cuál era, y menos con esos endemoniados nombres húngaros, la bolsa entró volando junto a uno de los pasajeros. La vi girando en una danza macabra hacia mí, en un movimiento epiléptico de contracción y expansión con el que parecía poder tragarse todo alrededor. Sin pensarlo salté del tranvía y corrí tan rápido como mis fuerzas me lo permitieron, sin mirar atrás, evitando ágilmente a los peatones y los carros que se me atravesaban, zigzagueando, como vi en una película, para confundir al perseguidor. Me escabullí por callejones, andenes y avenidas en medio de los gritos, pitos y maldiciones que afortunadamente no entendía, pues no hubiera soportado que alguien tratara mal a mi madre, que no se merecía ningún insulto por cuenta de los problemas de su hijo. Cuando me detuve, sin aire y con el corazón como un motor a punto de reventar, me di cuenta, como las veintiocho veces anteriores desde que llegué al país, de que no sabía dónde estaba. Por lo pronto, no había rastro de la bolsa, así que entré a un bar a descansar. Y aunque era un bar, fue toda una odisea lograr que el camarero me sirviera una cerveza. La tarde caía sobre el amplio ventanal que tenía junto a mi mesa. Dos parroquianos sentados en la barra tomaban un extraño elixir verde oscuro en copas largas y delgadas como dedos, y aunque estaban juntos, ninguno pronunciaba palabra. Los minutos pasaron y a la tercera cerveza sentí que todo volvía a su cauce. Le escribí nuevamente a Irén. Le advertí que en dos días me marcharía de Budapest. Tal vez fui un poco severo, pero a veces era necesario hacer gala de mi robusto e insobornable carácter. Mientras caía en un estado de somnolencia, mi mente buscaba la palabra húngara con la cual se nombra la sensación de sentirse solo en el bosque. Poco a poco me dejé llevar por el sueño hasta que sentí una espasmódica variación de la luz. Levanté la cabeza, vi a los hombres en la barra exactamente como los había visto la primera vez y luego giré la cabeza hacia el ventanal. Y allí estaba. A escasos dos centímetros del vidrio, moviéndose de arriba abajo como si me invitara a un paseo. Sacudí la mesa y tres botellas cayeron al suelo, solo el camarero se dignó a echarme un vistazo. Intuí en él cierta simpatía y con la mirada lo invité a que observara lo que mi dedo señalaba. Movió los hombros y siguió organizando algunas cajas. Look!, grité. El camarero volvió a mirarme, ahora con sospecha. Me le acerqué, y le pedí con señas uno de los tragos que tomaban los dos hombres de la barra. Tardó más de tres minutos en entenderme. El trago era amargo y un tris mentolado. Calentó mi sangre. Luego le pregunté en español y en inglés cuánto le debía. Al final tuve que calcular el saldo. Pagué. Salí a la calle, dispuesto a enfrentarla, a asumir el riesgo que supone encarar una bolsa de ese estilo, pero el maldito engendro ya no estaba. Caminé hasta Oktogon, la estación del metro, siempre atento de mirar unas cuantas veces hacia atrás para que no me tomara de nuevo por sorpresa. Solo deseaba la cama del cuchitril donde pasaría la noche. Caminé por un largo pasillo, un tubo cubierto de mosaicos multicolores y con olor a zorro disecado, y cuando me encontraba a punto de hacer un giro que me llevaría hasta la plataforma, apareció la bolsa frente a mí con su enorme boca abierta. Sentí que estaba a punto de experimentar la más ruinosa maldad. En el fondo de ella podía vislumbrar un legado indescriptible de hondas tiranías. Su bamboleo en el mismo eje, las estrías resonantes de un pasado infame, su letargo indómito, solo convocaban al más cruel de los destinos. Empecé a sudar, derrotado, cuando una anciana con un ramo de flores en la mano apareció en la curva del túnel, alzó la mano y con naturalidad agarró la bolsa flotante, la sacudió con fuerza varias veces, como si azotara espectros —el ruido que el plástico hizo al frotar el aire me heló todos los huesos—, la sopló y echó en su interior las flores, en un acto de lo más risible. La seguí con la mirada hasta que se perdió en las escalas que la conducían a la calle. Yo seguía temblando y, aunque escuché la llegada del tren a la plataforma, no podía moverme. La gente apareció poco a poco vomitada por el gran gusano y, como si despertara de un terrible sueño, empecé a sentir en carne viva la materialidad de todas las cosas, la aspereza y la tibieza, lo diáfano y lo dulce. Era como un alumbramiento. La realidad me hería, palpitaba, y yo dejaba de ser una simple sombra bidimensional en una pared blanca y opaca. Movido por una energía renovada corrí hacia el tren y logré entrar justo cuando las puertas se cerraban. El vagón estaba casi vacío, como mi espíritu. Por primera vez me sentí como un turista que disfruta su viaje en el extranjero y casi que lamenté tener que tomar un vuelo de regreso. Sonreí, así que este es el segundo metro subterráneo más antiguo del mundo, me dije satisfecho. De pronto, el celular recibió las señales de un llamado pospuesto, lo saqué del bolsillo, el aparato sonaba como las campanas del cielo. Un número local aparecía en la pantalla, las cosas parecían mejorar. Contesté y era ella. La bolsa.

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Ilustraciones por NN.

JACOBO CARDONA. Nariño (Antioquia), Colombia, 1978. Antropólogo y escritor. Recibió en 2014 el premio de la XIV Bienal Internacional de Novela José Eustasio Rivera por Las vidas Posibles. Como apéndice de nuestro Especial de Ficción 2016 dedicado a la literatura de América Latina, los 21 autores publicados fueron invitados a contestar un cuestionario de 20 preguntas sobre los usos y costumbres, rituales y obsesiones que suelen acompañarlos en el oficio de escribir. Lee las respuestas de Jacobo aquí.