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Viajes

Jugando al paintball con Hezbolá

Ya nos imaginamos que harían trampa; después de todo era Hezbolá

Fotos: Bryan Denton

Un miembro de Hezbolá en posición de ataque, justo antes de empezar el juego. Cualquiera pensaría que no es su primer combate. 

Ya nos imaginamos que harían trampa; después de todo era Hezbolá. Pero ninguno de nosotros, un equipo de cuatro periodistas occidentales, nos imaginamos que tendríamos que lidiar con granadas de aturdimiento de calibre militar cuando empezamos nuestra partida “amistosa” de paintball.

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La batalla tiene lugar en un sótano sucio, una especie de búnker subterráneo, debajo de un centro comercial en Beirut. Cuando las granadas explotan me siento atrapado en una tormenta feroz: destellos de luz blanca e intensa y explosiones que retumban en mis oídos.

Cuando recupero la visión y mis ojos se ajustan a la escasa luz del lugar, me asomo desde detrás de un bloque de cemento. Dos hombres grandotes vestidos de verde están acechándome. Los tengo a la vista,pero no parece preocuparles, aunque les disparo de cerca y doy en el blanco múltiples veces. Estoy esperando a que se detengan, quizá incluso a que reconozcan que este débil periodista americano superó sus trucos destellantes y les ganó. Quizá hasta sonrían y me den una palmadita en la espalda mientras salen del campo como buenos perdedores (después de hacer trampa, por supuesto).

En lugar de eso, me disparan tres veces a quemarropa, justo en la ingle.

A esta distancia (dentro de los cinco metros considerados como “zona de seguridad”), las balas de pintura son como picaduras de abeja. Levanto las manos, dolorido y confundido, haciendo señas al árbitro de que voy a abandonar el juego. Pero el más grandote, un joven agricultor alto y musculoso del sur de Líbano, que hoy se hace llamar Khodor, todavía no ha terminado conmigo: me atrapa con sus enormes manos e intenta levantarme sobre su hombro con una agilidad que sólo puede venir de la experiencia. Reacciono rápidamente, me libero y huyo de ahí, pero mi compañero Ben no tiene la misma suerte. Khodor y su compañero me rebasan en formación militar, que en su caso es perfecta, adentrándose aún más en nuestras defensas. Pronto capturan a Ben y lo van empujando delante de ellos, usándolo como escudo humano.

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Justo antes de que empezaran las hostilidades, el Equipo Sahafi se reúne para una foto. Desde la izquierda: Andrew Exum, Mitch Prothero, Nicolas Blanford, Ben Gilbert. Bryan Denton, quien también jugó, no aparece porque estaba haciendo la foto.

Alí había prometido traer guerrilleros entrenados para una tarde de paintball, pero cuando el equipo de cuatro miembros de Hezbolá entró por la puerta, tuve mis dudas. En Dahiyah, los suburbios controlados por Hezbolá al sur de Beirut, cualquier adolescente atrevido se considera miembro esencial de “la Resistencia”. Uno de los militantes, un joven alto y flaco de veintitantos con una barba descuidada y con el pelo engominado, parece un farsante. En especial después de presentarse como Coco.

— Alí, ¿qué coño es esto? —le pregunto sin que me escuchen sus compañeros—. ¿Este tío se llama Coco?

— No, claro que no —me responde—. Ninguno dirá su verdadero nombre.

— ¿Está en la Resistencia? Si no lo está, no importa. Sólo quiero saberlo para mi artículo.

— Todos están en la Resistencia, tío —me responde Alí con el tono agudo que usa cada vez que cuestiono la veracidad de su información—. Ya lo verás.

Después se acerca como para compartir un secreto importante: “Desde la guerra de 2006 [con Israel], Hezbolá ha cambiado su código de vestir. Los nuevos reclutas se pueden peinar como quieran”.

Ahora, después de la granada de aturdimiento durante la segunda partida de la noche (la primero empezó y terminó con una lluvia de balas de pintura; todos quedamos instantáneamente eliminados o sin munición), no tengo duda de que estos guerreros son de verdad. Como me dijo un oficial antiterrorismo israelí mientras tomábamos bagels y café, las cosas serían mucho más fáciles si los de Hezbolá estuvieran igual de locos que los de Al-Qaeda; su trabajo sería mucho menos estresante. “Pero no lo están”, suspiró. “Son profesionales desalmados”. Esta noche lo están demostrando: los movimientos rápidos y precisos, la forma en que se cubren entre ellos con fuego de cobertura mientras cambian de posición, los saltos desde más de dos metros de altura que culminan en piruetas perfectas (como la que hizo Coco durante el cuarto juego).

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El Equipo Hezbolá tiene un aspecto un poco más intimidante que el equipo de periodistas.

Conmigo fuera del juego, otro miembro del equipo eliminado y un tercero como rehén, solo queda un miembro en el equipo Sahafi (“periodista” en árabe): Andrew Exum, un antiguo capitán del ejército norteamericano que se retiró tras servir tres veces en Irak y Afganistán, y que desde entonces se ha convertido en un experto en contrainsurgencia muy reconocido. Cuando no está jugando al paintball en el sótano de un centro comercial en Beirut, Exum viaja a Kabul para asesorar al ejército de Estados Unidos, o escribe documentos con frases como “contrainsurgencia población-céntrica” en el título. También dirige abumuqawama.com, uno de los blogs preferidos de los nerds obsesionados con la Guerra contra el Terrorismo. La idea principal tras de la estrategia de Exum es separar a los insurgentes de la población general. Pero esta noche, mientras dos soldados de Hezbolá arrastran a su compañero hacia él, Exum no hace distinción entre buenos y malos, y les dispara a los tres varias veces. Esto parece divertir a nuestros oponentes, quienes parecen deleitarse con la falta de sentimentalismo del soldado americano. Al final se rinden, ninguno puede negar que ya está “muerto”, y abandonan el juego.

Todos nos reunimos de nuevo en la cafetería del lugar, donde hay refrigerios y unos murales extraños que sugieren que el paintball es la mejor forma de lidiar con la ira que todos llevamos dentro. Si ambos lados estuvimos tensos cuando nos presentamos (los militantes estaban nerviosos por temor a que los identificáramos, y nosotros también lo estábamos por si se echaban atrás), el hecho de que hayan intentado usar a un rehén como escudo humano durante un juego de paintball hizo que todos nos relajáramos un poco. Los tipos de Hezbolá se ríen cuando Exum bromea con que “mató” a Ben para evitar que apareciera en algún vídeo en Al Jazeera. Y responden, mientras me señalan, que después del siguiente juego “los alemanes tendrán que negociar por este”. Es un chiste local un tanto enfermizo: los diplomáticos alemanes suelen estar a cargo de las negociaciones que involucran prisioneros e intercambios entre Israel y Hezbolá.

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Soha, mi novia libanesa, que aceptó ser nuestra traductora, decidió que el uso de equipo militar de verdad, la toma de rehenes y, sobre todo, la negativa del equipo de Hezbolá a abandonar el juego cuando les dispararan, significaba que hacía falta replantearse las reglas. Intercambió algunas palabras con el encargado de la tienda, quien cinco segundos después del comienzo del primer juego se dio cuenta de que estaba presenciando una noche muy peculiar y que, durante los dos primeros dos, se habido sentido demasiado intimidado para recordarle a los cuatro guerrilleros que respetaran las reglas. Soha tuvo que meterse y llamarles la atención a él y a los chicos de Hezbolá para que dejaran de hacer trampa. Rápidamente Soha propone un trato: todos aceptamos que, durante el resto del juego, sólo los disparos a la cabeza contarán como muertes. También el uso de “equipo externo” quedaba oficialmente prohibido. Durante los primeros dos juegos había quedado claro que el Equipo Hezbolá no temía a las balas no letales de pintura; a todos les habían disparado repetidas  veces y, sin embargo, habían seguido jugando. Pero coincidieron con nosotros en que cuando alguien recibe un disparo en la cabeza, está muerto. Además, es más divertido si es más difícil matar al oponente. Decidimos dividirnos los dos primeros juegos: una victoria para ellos, la otra para nosotros.

Esto llama la atención de Coco. ¿En serio? —pregunta—. Pero Hezbolá siempre gana.

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Dos guerrilleros de Hezbolá esperan a que empiece el siguiente juego.

Cuando vives en Beirut, como yo, estás constantemente rodeado por gente de Hezbolá, aunque se trata de una versión mayoritariamente anónima. Controlan vecindarios enteros, y se han convertido en el movimiento político con el crecimiento más rápido en Líbano. Desde la última vez que se responsabilizaron por un ataque suicida (contra objetivos militares israelíes en el sur de Líbano en 1995), la rama militar ultrasecreta de Hezbolá, la Resistencia Islámica de Líbano, se ha convertido en una institución pública en expansión que proporciona servicios sociales y asistencia a las comunidades pobres. Sin embargo, como Hezbolá admite, estos proyectos existen únicamente para apoyar sus operaciones militares.

Mi motivación para organizar este juego fue una simple necesidad periodística por entender mejor al grupo. La oficina de prensa de Hezbolá, altamente profesional, es bastante amigable con los periodistas occidentales, los llevan a juntas y les repiten la misma propaganda que escupen sus medios de comunicación oficiales. Aún así, las peticiones de acceso a sus soldados rasos son siempre ignoradas. Incluso la idea de un encuentro de ese tipo es tabú. En parte, se trata de una cuestión institucional.

Después de más de cinco años en Beirut, no había encontrado ninguna forma de interactuar de cerca con militantes de Hezbolá. Así que me pregunté: ¿Qué podría aprender si los saco de su entorno militarizado y los llevo a un lugar en el que se puedan relajar un poco y quizá confiar en mí lo suficiente como para revelarme el más mínimo detalle? El resto del Equipo Sahafi está compuesto de periodistas extranjeros que piensan igual que yo.

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Nuestro equipo incluye a Ben Gilbert, un reportero de radio y medios impresos que se mudó a Líbano en 2006, tras informar durante un año desde Irak; Nicholas Blanford, quien lleva 17 años cubriendo Líbano y Hezbolá y que acaba de publicar Warriors of God, una historia militar detallada sobre el grupo; el fotógrafo del New York Times Bryan Denton, un tipo increíblemente alto y con cara de bebé que lleva cinco años en Beirut y ha cubierto varios estallidos de violencia y la guerra de 2006 con Israel, antes de cubrir la revolución en Libia; y Exum, nuestra arma secreta. Único que no era periodista, Exum fue la clave para hacer que los militantes se presentaran y para que nosotros tuviesemos alguna posibilidad de ganar. Dejó el ejército antes de cumplir los treinta y ahora está terminando su doctorado en estudios sobre insurgencia. Su opinión sobre esta situación era que le serviría como una investigación de campo indispensable.

Nuestra idea del juego era más simple: poder presumir de que lo habíamos hecho. El ala militar de Hezbolá es ampliamente considerada como el “grupo armado no estatal” –o, depende de cómo lo mires, “terroristas”– más competente del mundo. Ya había visto a casi toda su competencia en acción: Al-Qaeda, Hamas, el Talibán y casi todo grupo militar que existe en la región. Aclamados por su coraje en el combate y sus tácticas precisas, los miles de guerreros profesionales de Hezbolá se han enfrentado en repetidas ocasiones a los ejércitos más fuertes del mundo (Israel, Francia, Estados Unidos e incluso, brevemente, Siria) y siempre han salido victoriosos. Si lograba llevarlos a un juego de paintball, podría ver sus tácticas de batalla en acción. Y si nuestro equipo lograba vencerlos, podríamos ir por la vida llamándonos “el grupo armado no estatal más peligroso del planeta”.

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Un soldado de Hezbolá lanza una granada de aturdimiento, algo que normalmente no está permitido en los juegos de paintball, ¿pero quién le iba a decir algo?

En los días previos al juego, Exum y yo desarrollamos nuestra estrategia. Nosotros asumimos (acertadamente) que nuestros oponentes tendrían excelentes tácticas propias de unidades pequeñas, así que explotaríamos una estrategia fácilmente ejecutable con una pistola de pintura, pero imposible con un arma de verdad, que recula cuando la disparas: ráfagas casi continuas de fuego de cobertura. Nick y yo, Ben o Bryan, mantendríamos las posiciones de defensa sin importar lo que pasara, disparando para evitar que el enemigo se acercara directamente. Exum se escondería detrás de una barricada en la esquina del campo, y mataría a cualquiera que intentara acercarse a sus compañeros. El objetivo sería obligarlos a desperdiciar su tiempo y energía intentando romper nuestras defensas, y después, una vez que estuvieran debilitados, yo dirigiría un contraataque.

Durante los primeros tres juegos, la estrategia de Exum funcionó a la perfección, tanto que empezó a molestar al Equipo Hezbolá. Coco odia que nos quedemos esperando en el fondo. “No cambian de estrategia ni se mueven”, le dice a Soha. “Sólo juegan a defender. Es demasiado predecible”. Ella nos transmite el mensaje y nos reímos.

— No estoy aquí para entretenerlos —responde Exum—. Estoy aquí para ganarles.

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Al final, los otros guerreros también nos cogieron cariño. Andil (“linterna” en árabe) es extrovertido y gracioso; a pesar de estar un poco gordo, durante los juegos parece un rayo, y es muy agresivo. Después me dijeron que es miembro de las fuerzas especiales, eso implica que además de todos los años de pruebas, educación religiosa y simulacros militares a los que se someten todos los soldados, recibió un año extra de entrenamiento especializado en Irán.

Khodor, el gigantón que intentó secuestrarme durante el segundo juego, es tímido y profundamente religioso. Viene de un pequeño pueblo en el sur. Al principio la situación le incomoda un poco, como si disfrutar de nuestra compañía fuera un pecado (además de que en este momento es Ramadán). Cierra los ojos cada vez que le tomamos una foto, aunque nunca se quita la máscara de juego para evitar ser reconocido a través del visor. Después descubrí que sus tareas en Hezbolá incluyen liderar a un equipo para disparar misiles al norte de Israel en caso de guerra.

Después tenemos al jefe. Pelo oscuro y ojos penetrantes. Lleva puesta una chaqueta de cuero negra, tejanos y zapatillas deportivas. A primera vista parece un tipo cualquiera de Beirut de treinta y tantos años. Visto de cerca su musculatura se hace evidente, así como su confianza, la cual excede en mucho las de Andil y Khodor. Esto es algo que confirmamos cuando se presentó diciendo: “Soy el jefe”.

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Durante los dos primeros juegos, el jefe observa estoicamente desde un lado, viendo cómo su equipo pierde contra un montón de extranjeros debiluchos. Antes del tercer juego, los llama para hablar con ellos. Mejoraron al instante, dominaron el siguiente juego y derribaron a Nick y a Bryan inmediatamente, antes de acorralar a Exum. Aun así, perdieron porque estaban tan emocionados que se olvidaron de que yo seguía vivo. Mientras se acercaban a Exum, aparecí de la nada y los aplastamos en segundos, lo que hizo que Andil se quitara la máscara y me abrazara con emoción. Sus enormes brazos aplastaron mi pecho mientras gritaba: “¡Genial! ¡Genial!” en árabe y me besaba la mejilla.

La felicidad nos duró poco. Soha oyó pequeños murmullos acerca de mí. Dice que Coco y Andil quieren saber por qué está con los extranjeros: “¿Cómo conoces a estos tipos? ¿Por qué son tus amigos?” Como musulmana secular que es, Soha sabe que nos estamos metiendo en un terreno complicado. Aunque los militantes parecen haberme cogido un poco de cariño, el hecho de salir con una chica musulmana local está contrarrestando esa impresión; también soy el que los retó a este combate que están perdiendo. El orgullo está en juego y, para mi sorpresa, parecen más deseosos de dispararme a mí que a Exum, el representante del ejército estadounidense y hasta ahora su objetivo principal. Quedé eliminado de inmediato en el siguiente juego cuando Andil, corriendo a toda velocidad, me disparó en la cara a 30 metros de distancia. Pero terminamos ganando ese juego, el cuarto; el marcador está a 3 a 1. Es evidente que el jefe está harto, y anuncia que está listo para unas rondas de cinco contra cinco.

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— Viene a salvar a sus muchachos  —dice Nick, mientras los árbitros anuncian el siguiente juego. Cada equipo elige a un capitán (el jefe y yo) y defienden sus respectivas torres en lados opuestos del campo. Sólo el capitán puede entrar a la torre del otro equipo, y cuando lo hace, su equipo gana. Dispárale al capitán contrario en la cabeza y el juego se acaba.

Para nuestro primer juego cinco contra cinco con el Jefe, Exum diseñó una estrategia elaborada. Describirla tomaría cinco veces más de tiempo del que tardó el Jefe en recorrer el campo bajo una lluvia de balas de pintura, entre los gritos de sus compatriotas guerrilleros. Llegó hasta nuestra torre sin un rasguño; el juego terminó antes de que yo pudiera ni siquiera empezar a correr. Ahora estamos 3 a 2 y el Equipo Hezbolá estalla como un volcán de insultos. Hasta Khodor, el más callado del grupo, se une al canto: “¡20 segundos! ¡20 segundos!”

La siguiente ronda es aún más corta. La sirena suena y el jefe corre hasta nuestra torre. Fin. Pero esta vez me doy cuenta de que aunque parece bastante rápido, no lo es tanto. Puede que yo sea más rápido que él. Ni siquiera trata de atacarnos, simplemente sostiene su rifle sobre su cabeza como escudo mientras corre en línea recta. Yo puedo hacer eso.

Después de que el jefe nos patee el trasero dos veces en 30 segundos, las cosas se empatan. Se habla de cambiar las reglas una vez más para garantizar que el juego de desempate sea más emocionante, pero son las 11:00 pm y Khodor tiene que llegar a la mezquita a media noche para las oraciones del Ramadán. Sus compañeros, quienes también celebran el Ramadán, lo presionan para que se quede a la gran final, y aunque se nota que realmente quiere seguir jugando, tiene que rezar. Sólo hay tiempo para otra ronda de “dispárale al capitán”.

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Decidimos copiar la estrategia del jefe: correré directo a la torre, con el arma protegiendo la cabeza, mientras Bryan corre junto a mí recibiendo todos los balazos. Cuando suena la sirena, ignoro a nuestros oponentes y miro directo a las escaleras de la torre, a 50 metros de distancia. La carrera empieza. Bryan se tropieza con sus enormes piernas y cae como un Gulliver asediado por un enjambre de balas del Equipo Hezbolá. Andil me dispara todo el tiempo pero no logra darme en la cabeza. Segundos después llego a la torre, medio paso antes que el jefe del otro lado del campo. Ganamos: 4-3.

Un soldado de Hezbolá hace una pausa para descansar de tanta acción.

En algunas culturas árabes hay una costumbre conocida como baroud: es el momento en que los hombres disparan sus armas al aire con emoción durante una boda, un funeral o algún evento cultural. Hace unos años Hezbolá prohibió de forma oficial la práctica, pero esta noche, todos (el jefe y compañía incluidos) nos reunimos en el centro del campo con un cartucho completo de 200 balas de pintura para celebrar la diversión con un tiroteo al aire. Superamos la barrera del lenguaje para revivir los momentos de la noche o para hablar de gilipolleces, mientras nos damos la mano y nos abrazamos para reconocer que hemos hecho algo, si no especial, definitivamente único.

Al final de la noche, las cosas se ponen más tensas. El jefe camina hasta Ben y le quita el arma, criticando su puntería. En una exhibición ejemplar, el jefe apunta cuidadosamente a una cuerda que cuelga en el otro lado del campo y dispara una y otra vez, dando siempre en el blanco mientras grita Yahoud (“Judío”) cada vez que aprieta el gatillo. A él le parece gracioso, pero nadie más se ríe.

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Casi un mes después del juego, estoy en una camioneta recorriendo la frontera altamente vigilada entre Líbano e Israel, donde a las patrullas de Hezbolá, Israel y el ejército libanés se les suman otros doce mil cascos azules de la ONU. El jefe está al volante. Durante las semanas después del juego de paintball nos empezamos a llevar un poco mejor, así que, mientras conducimos, accede a contestar a mis preguntas sobre los detalles de sus tácticas en el campo de batalla. Es consciente de que le pregunto porque planeo escribir sobre él y sus compañeros. Mi impresión es que aunque sabe que esto está estrictamente prohibido, asume que soy suficientemente inofensivo como para llevarme a algunos puestos abandonados o para explicarme, desde su punto de vista, cómo emboscaron a unos oficiales israelíes en 1994. Después de sacar las baterías de nuestros teléfonos móviles para evitar que nos espíen o nos localicen, nos dirigimos hacia el sur en un lluvioso día de invierno.

Mientras atravesamos los puestos de control del ejército libanés, situados para mantener a los extranjeros alejados de una de las fronteras más tensas del mundo, me habla de tácticas militares, y empieza criticando las estrategias de ambos equipos durante el juego de paintball: nuestra falta de disciplina y de voluntad para cambiar de plan, la antítesis de la estrategia de Hezbolá. Como ejemplo, me señala una curva en la carretera justo dentro de la antigua Zona de Seguridad, la cual ha estado ocupada por Israel durante más de 20 años.

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— Ahí fue donde un tanque israelí casi me pasa por encima —me dice, mientras describe una emboscada que sucedió en los noventa—. Pero no nos podíamos mover ni hacer ruido, porque el tanque no era nuestro objetivo.

Mientras nos acercamos a la frontera, nos encontramos con una patrulla israelí al otro lado de la verja, recorriendo la zona con sus Humvees desde la distancia. El jefe baja la ventana.

—¡Hellllooooo! —grita en inglés, sorprendiendo a los soldados, seguido de un: —¡Iros a la mierda! —mientras pisa el acelerador. Una vez nos hemos alejado lo suficiente como para no temer que nos disparen, le pregunto lo que realmente piensa, personalmente, de sus enemigos israelíes.

— Están bien entrenados y son duros. Luchan con coraje y defienden su tierra y a su gente. Los respeto como enemigos. Trabajan con sus manos, luchan por ellos mismos y cuidan a su pueblo, son mucho mejores que los saudíes. Ellos son los peores seres humanos. Dicen ser los musulmanes más religiosos y que Dios les hizo el regalo más grande que pueda hacérsele a una nación. ¿Protegen a los musulmanes con su dinero? ¿Dan de comer a los pobres? ¿Desarrollan una cultura? No, se lo gastan todo en coches y putas. Los odio.

Y esto viene de un tío que, durante nuestro juego de paintball, respondió a la pregunta de Soha sobre sus tácticas militares balbuceando: —A veces, cuando tienes una pistola en las manos, aprendes cosas.

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Claramente estamos progresando; hoy parece mucho menos intimidante. Mientras seguimos con nuestro paseo por la frontera, me explica cómo se debe ejecutar una emboscada (quédate escondido y deja pasar cinco oportunidades para atacar) y la primera regla de los guerrilleros de Hezbolá: —Nos enseñan a no morir —me dice—. Nos enseñan que nuestras vidas y nuestro entrenamiento son demasiado valiosos para desperdiciarlos.

Me enseña los lugares desde donde se lanzan los misiles, lugares tan bien escondidos que no los puedo ver hasta que estamos parados sobre ellos y me explica cómo, cuando hay batallas, los encargados de los misiles se mueven en bicicletas para evitar ser detectados. Es exactamente la clase de información táctica detallada, de una fuente militar legítima, que esperaba obtener con el juego de paintball.

Aun así, durante nuestro viaje, intento entender mejor los sentimientos del jefe sobre sus adversarios. Su chiste de gritar “Yahoud” mientras le disparaba a la cuerda fue extremadamente ofensivo, pero en un contexto libanés, no fue tan extraño. La gente en esta parte del mundo parece no entender el concepto de lo que es ser políticamente correcto.

El Ministerio de Defensa israelí tuvo que lidiar recientemente con la noticia de que un equipo de francotiradores que había participado en el ataque contra la Franja de Gaza en 2008 había mandado hacer camisetas con imágenes de mujeres musulmanas embarazadas con una retícula a su alrededor. En ellas se podía leer “UN TIRO, DOS MUERTES”.

Máscaras protectoras sobre el mostrador antes de ser bañadas en pintura.

Sin embargo, el mal comportamiento de unos no justifica el de los otros. Siento curiosidad por saber si existe alguna diferencia entre la resistencia y el racismo en las mentes de soldados como el jefe, así que le presiono para que me cuente cuál es el objetivo real de Hezbolá. ¿Liberar y proteger la tierra de Líbano, o seguir luchando hasta que todos los israelíes se hayan ido? Le pido que considere un escenario en el que los palestinos llegan a un acuerdo donde existan dos Estados, y los israelíes se retiran de los terrenos que algunas facciones consideran parte de Líbano. ¿Seguirían luchando a pesar de todos esos (sumamente improbables) avances?

— Si todas esas cosas suceden, entonces la Resistencia deja de ser una obligación nacional y se convierte en una cuestión religiosa —me responde—. Como musulmanes, sentimos una obligación religiosa por liberar Jerusalén. Pero esto lo podemos resolver de muchas maneras, mientras que la ocupación solo la podemos resolver con la Resistencia.

Después me dice que los israelíes deben aprender que no pueden ganar una guerra en Líbano porque están peleando contra un pueblo que tiene un país que defender. Y esto es una idea crucial. A pesar su orgullo por las habilidades de Hezbolá, me señala en la dirección de Israel y elocuentemente me resume un tema que pocos militantes en el Medio Oriente se atreven a abordar.

— Si la guerra se librase 500 metros en esa dirección, la Resistencia nunca podría ganar. No podríamos vencer a los israelíes ahí, no en su tierra, junto a sus casas—. Nunca había escuchado a un militante islámico admitir que Israel es de los israelíes. Después habla de cómo en 1982 cincuenta mil soldados palestinos entrenados y bien armados no pudieron mantener a los israelíes fuera de Beirut durante una semana. Pero, según él, menos de mil soldados de Hezbolá pudieron hacerlo durante 34 días en 2006. —Los palestinos no pueden pelear porque no tienen un hogar que defender. Ya habría una Palestina si no fuera por los palestinos.

A partir de esta declaración, presiono para que me diga qué cree que podría detener este ciclo de violencia en el sur. ¿Qué pasaría si los israelíes salen de tierras libanesas, hacen las paces con los palestinos y nunca vuelven a amenazar a Líbano?

— Algunos consideran que la violencia es la forma de solucionar todos los conflictos religiosos, como la liberación de Jerusalén. Pero eso implicaría el fin de la Resistencia.

—Entonces, ¿habría paz? —le pregunto.

Lo piensa un segundo. —Claro—,responde, pero no suena muy convencido.