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Cultură

Conoce a los conejillos de indias humanos que prueban tus medicinas

¿Quiénes son las personas que soportan estos fármacos experimentales? ¿Universitarios que gastaron sus dinero en cerveza? ¿Psiconautas ansiosos por destruir su sinapsis con químicos raros que no han sido aprobados?

El autor durante su prueba clínica.

Es bastante lógico que las medicinas se prueben en humanos antes venderlas a humanos. Si los científicos sólo hicieran pruebas en ratas, por ejemplo, podríamos terminar con situaciones como la catástrofe de la talidomida, en la que un fármaco que tenía como objetico aliviar las nauseas matutinas en las mujeres embarazadas, provocó que nacieran cerca de diez mil bebés con discapacidades relacionadas a la talidomida. En realidad, ese caso ha sido llamado “uno de los episodios más oscuros en la historia de la investigación farmacéutica”. También, gracias a este suceso, se reformó la industria para que tanto las pruebas como los procedimientos de aprobación fueran más rigurosos.

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Pero, ¿quiénes son las personas que soportan estos fármacos experimentales? ¿Los mártires de la medicina? ¿Universitarios que gastaron sus prestamos estudiantiles en barriles de cerveza y refrigeradores miniatura? ¿Psiconautas ansiosos por destruir su sinapsis con químicos raros que no han sido aprobados? Fue esa parte del proceso, la parte en la que las personas ponen en riesgo su salud y no las drogas que se someten a prueba, la que me interesó, así que me inscribí a una prueba clínica con la esperanza de relacionarme con conejillos de indias comprometidos con su labor.

Es estudio al que me inscribí fue a una prueba de Fase 1 —es decir, que el fármaco nunca se había probado en humanos— de un analgésico diseñado para tratar la osteoartritis. Si todo salía conforme al plan, el fármaco tendría que ayudar a aliviar el dolor de la enfermedad incapacitante, y tenía que hacerlo sin causar ningún efecto secundario grave. De entrada, esas dos palabras me preocuparon: efectos secundarios. Es difícil no toparse con historias de terror cuando se investiga sobre las pruebas clínicas.

En 2006, seis hombres saludables de Londres participaron en una prueba para la empresa Parexel (empresa de investigación farmacéutica estadounidense). Las pruebas fueron un desastre: los órganos de los participantes fallaron, sus cabezas se inflamaron y lo peor fue que algunos perdieron los dedos de las manos y de los pies. Nav Modi, uno de los participantes de 25 años de edad, dijo en esa época para el periódico Sun: “Sentí que mi cabeza crecía como la de un elefante. Creí que se me iban a salir los ojos”.

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Hice lo que pude para deshacerme de la idea de una elefantiasis inducida por químicos, me presenté al hospital y me recibieron un par de alegres enfermeras. Mientras me registraban, llegó un hombre que no puedo más que deducir que pasaba muy seguido por ese corredor. “¡Brian! ¿otra vez?”, dijo riendo una de las empleadas.

Una de las encuestas sobre el estado de animo que entregan durante la prueba.

El resto de ese primer día fue muy tranquilo: electrocardiogramas, un par de comidas muy básicas y la primera de las encuestas sobre el estado de ánimo y valoraciones del riesgo suicida que tenía que completar en el transcurso de la prueba, sólo para asegurarse de que el fármaco que estábamos ingiriendo no empeorara la depresión de ninguno de nosotros.

Me pusieron en un cuarto con otros cinco pacientes hombres, todos de distintas edades y de distintos ambientes socioeconómicos. El primero era Anwar, un italiano-somalí de treinta y tantos que parecía estar siempre al borde de tener ataques de risa. Hacía bromas  y sonreía incluso cuando las enfermeras hundían las agujas en su brazo. Este era su séptima prueba en los últimos dos años; me explicó que su trabajo como diseñador web no le daba lo suficiente para financiar su pasión por viajar.

“¡Es muy sencillo! Cuando quiero irme de vacaciones sólo vengo, hago una prueba y me voy. Lo más que me han pagado han sido 106 mil pesos. Eso fue por 26 días. Puedes hacerlo tres veces al año y ganar 80 mil pesos, pero es mejor parar después de un rato porque no es bueno para tu salud”, me dijo muy convencido, a pesar de que su historial no demuestra que tenga un particular interés en su bienestar personal.

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Le pregunté si tuvo algún efecto secundario durante esa prueba de 26 días. “Perdimos el sentido del gusto, de cómo diferenciar las cosas calientes. Cuando tomábamos café hirviendo, ¡ni siquiera lo sentíamos!”, dijo mientras reía. Sonreío cuando recordó el líquido hirviendo quemando su lengua. Después me aseguró que su sentido del gusto regresó a la normalidad cuando terminó la prueba.

El autor durante su prueba.

Me contó que una vez pasó tres años en una cárcel militar en Italia porque cuando era joven "estaba fuera de control”, y luego comparó su celda con la habitación en la que estábamos ahora. “Es lo mismo, estás en un lugar pequeño”, dijo. “Sólo tienes que practicar eso de estar dentro de un lugar. Te acostumbras”. Cuando le dije que yo no quería quedarme ahí 26 días se rió y me preguntó: “¿Entonces cómo sobrevivirías en la cárcel?” Le respondí que no tenía planeado ir a la cárcel; rió de nuevo y siguió viendo la película de How High en su laptop.

El siguiente participante con el que platiqué fue Paul, un espiritualista de treinta y tantos que estaba en una prieba distinta a la de Anwar y yo. Me contó que había participado en cinco pruebas y que planeaba seguir. “No lo digo abiertamente por los prejuicios que tiene la gente. Consideran que las pruebas clínicas son raras”, me aseguró. “Pero yo siempre pienso: Bueno, si no hubieran personas como yo, la mitad de los fármacos no estarían a la venta y la gente se estaría muriendo a cada rato”.

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Tiene razón: el Pembrolizumab, un nuevo fármaco experimental que está avanzando poco a poco en las pruebas clínicas, ha sido llamado un “cambio de paradigma” en el tratamiento de cáncer de piel. Las primeras pruebas han resultado en una tasa de supervivencia del 74 porciento, comparada con el 10 porciento que se tenía antes. “Soy un espiritualista. Es mi naturaleza ayudar a la gente”, explicó Paul. “Mi cuerpo es sólo un cuerpo, amigo. Cuando muera, voy a trascender. Así que, para mí, esto es sólo un cascarón. Si puedo ayudar a la gente y ganar dinero con eso, entonces es un beneficio doble para mí”.

Me observó desde detrás de su libro —Angel Whisperers: Getting Closer to Your Angels (Cómo acercarte a tus ángeles)— y me dijo que tenía planeado hacer una prueba de cuatro semanas en septiembre, prueba que le pagaría muchos retiros espirituales por todo el mundo.

Una de las comidas que sirven durante las pruebas.

A la hora cenar la segunda noche, platiqué con un par de hombres que se hicieron amigos durante la prueba: Stan, un hombre de mediana edad que vive en Liverpool y Tyrone, un universitario de primer año. “El peor efecto secundario que he tenido fue por una medicina radioactiva. Pasé 18 días cagando en una botella”, dijo Stan. “No podía cagar en el baño por que era radioactivo. Fue lo más difícil por que en los primeros días nadie podía hacerlo. Siempre caía fuera de la botella. ¡Era un caos!”

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La imagen de Stan tratando de atrapar su propia caca radioactiva se grabó en mi cerebro mientras me explicaba por qué hace un año empezó a presentarse como candidato para participar en pruebas clínicas. “Estaba totalmente en quiebra hace un año. Tenía que hacer lo que fuera para ganar algo de dinero”, me confesó.

Tyrone nunca antes había participado en una prueba clínica. Era por mucho el más joven de todos y me contó que sus padres se opusieron encarecidamente a que participara, pero que de todos modos lo hizo. “Lo malo de ser estudiante es que siempre te gastas todo tu dinero y no sabes ni en qué”, fue la explicación que me dio de por qué estaba aquí. “Quería participar en pruebas desde hace un año pero como soy alérgico a la penicilina no pude participar en los que estaban disponibles en ese momento”.

Mientras hablaba con Anwar en mi cuarto el último día en las instalaciones, me aseguró que él estuvo en el mismo centro que las víctimas del Paraxel en 2006. “Fue muy, muy grave. Yo estaba en otro grupo y nos enviaron a todos a casa”, me dijo. “Cuando supe lo que había pasado, me alegré de poder irme a casa. Es una de las cosas más aterradoras que he visto”.

Algunas de las lecturas que nos dieron durante la prueba.

Si estaba diciendo la verdad, no creo que se haya asustado tanto por que aquí estaba otra vez, medio desnudo, en una cama de hospital, con agujas colgando de sus brazos.

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Siempre que le preguntaba a las enfermeras y a los asistentes de investigación sobre Nav Modi y la trágica prueba, todos me daban respuestas similares: “Todo ha cambiado mucho desde entonces”, o, “Fue un error de dosificación”. Lo más extraño es que nadie le hacía ninguna pregunta a las enfermeras. Quizás era por que la mayoría de los participantes ya lo habían hecho antes. O tal vez, como en el caso de Tyrone, los doctores les habían dicho que en general las pruebas clínicas no presentan complicaciones, siempre y cuando no te moleste estar atrapado en una cama de hospital por varios días.

Cuando se cumplieron mis cuatro días me sentía con muchas ganas de salir. Una cosa es estar atrapado ahí dentro, pero que te entren y salgan agujas de tus brazos todos los días —por  más lujoso que suene— es un inferno.

Mi grupo no presentó efectos secundarios negativos, así que creo que el fármaco saldrá a la venta muy pronto. Aunque sólo tuve una pequeña participación, debo admitir que me siento un poco orgulloso por ayudar a que esta medicina este disponible en el mercado. Claro que el dinero no me molesta. Justo como esperaba, es la parte del trato que más atrae a todos los que conocí; hasta Paul, el espiritualista, lo hizo por el dinero.

Se necesitaría un altruismo extraordinario para dejar que un extraño inyecte sustancias experimentales en tu torrente sanguíneo sin ninguna recompensa.

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