El asesino que no seremos: biografía melancólica de un pandillero
Imágenes cortesía de Edwin Gamez.

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literatura

El asesino que no seremos: biografía melancólica de un pandillero

En su nuevo libro, el periodista Federico Mastrogiovanni y Edwin, un expandillero de origen mexicano, se mezclan y se enredan en un viaje entre la crónica y la biografía que representa la vida de muchos migrantes.

La siguiente crónica es un fragmento de conversación, extracto del libro El asesino que no seremos. Biografía melancólica de un pandillero del periodista y escritor Federico Mastrogiovanni, publicado por Debate (2017). Federico Mastrogiovanni fue ganador del premio PEN en 2015 con su libro Ni vivos ni muertos sobre desaparición forzada de personas en México. El periodista y Edwin, un expandillero de origen mexicano, se mezclan y se enredan en un viaje entre la crónica y la biografía que representa la vida de muchos migrantes.

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Federico Mastrogiovanni está convencido de que, como decía su viejo maestro Gianni Minà, el periodismo es una profesión difícil, cansada, a veces peligrosa, pero ¡siempre es mejor que trabajar! Ha viajado por el mundo gracias al periodismo, que lo ha llevado a cubrir golpes de estado, como el de Honduras en 2009, o desastres naturales, como el terremoto en Haiti. También esta profesión tan amada e impredecible le ha permitido narrar los procesos migratorios en México, Centroamérica y Estados Unidos, así como ser extra en narco-peliculas en Tijuana, jugar raquetból con Paola Longoria, ponerse de rodillas con los sufi en la Ciudad de México y relatar la historia melancólica de Edwin (un ex pandillero mexicano de Los Ángeles), así como conocer su celda de aislamiento en la prisión de máxima seguridad de Pelican Bay. Gracias al periodismo es académico en la Universidad Iberoamericana y coordina el Programa Prensa y Democracia PRENDE.

A continuación un extracto de El asesino que no seremos. Biografía melancólica de un pandillero:

***

—Así es la vida adentro: reglas, órdenes, rutinas. Tú tienes la opción de seguirlas o no. Puedes decir, no, ¿sabes qué? Nomás vine a hacer mi tiempo. No voy a correr con eso. It's your choice. Pero ese tipo de decisión te marca, porque tú estás decidiendo cambiar tu vida. Si optas por no meterte con los camaradas y no entrarle al juego aquí en prisión, pues estás cambiando tu vida. Y respetable, adelante, cada quien es su hombre, cada quien está a cargo de su vida. Nadie te dice, ¡Hey, tienes que pertenecer a nosotros! No, esto es decisión de uno. La decisión que toma uno allí, pues te afecta también. Porque o le estás al cien por ciento… porque los que están al 99 por ciento… pues ese 1 por ciento es lo que te va a chingar. Ja, ja, ja. Adentro siempre era: sigue tu corazón. Y siempre fue algo así, curioso. En prisión, ¿“sigue tu corazón”? What the hell, ¿no? Follow your heart… what the fuck (ríe). Pero era follow tu kora, lo que tú sientas. Así estás en lo correcto. Porque tú lo quieres hacer. Ya luego lo entendí. No porque el grupito, la ranfla, te quiere llevar y tú quieres sentirte parte de ella. Ahí es cuando las cosas fallan, cuando tú quieres pretender ser algo que no eres. Y eso se me quedó muy grabado. Si en la calle quise andar de cabrón, ¿qué va a cambiar aquí? ¿Nomás porque estoy en la cárcel me voy a portar bien? ¡No! Pues sigo en lo mismo. Entonces yo decía, pues no, yo: pa’delante. Ya a cierta edad fui entendiendo, chin, ok, la gente cambia, no todos son tan chingones como uno piensa; te das cuenta de la gente, pero ya no es parte de tu pandilla, o de tu banda, ya es como hombre, como ser humano. A ver, ¿de qué estoy hecho? Porque yo ya no soy ese pandillero. Ya mi vida… la pandilla ya no es lo esencial, por decirlo de una manera. Importa la gente de la que yo me estoy rodeando aquí. ¿Este cabrón quién es? Tiene mi espalda, ¿de verdad me ofrece su amistad? Pero la amistad hasta ahí está condicionada. Porque hasta tu mejor amigo te puede llegar a chingar. Y nada personal.

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Porque adentro hay reglas y hay que seguirlas.

—A ver, te lo voy a poner así. Allá adentro es jalar parejo. Tú le entras en esto, tú levantas la mano a lo que se tiene que hacer… ¿sí? Y si no, adelante. Pero no vas a tener nuestro apoyo. Nadie te va a decir nada. Nadie te va a obligar, si no quieres, pero si decides que sí, hay que jalar parejo. Así es, más o menos.

Es un río. Imparable. Nuestras conversaciones se convierten en largos tramos de monólogo, sobre todo cuando Edwin recuerda su vida en prisión. Le encanta explicar, hacerme entender, sorprenderme con los detalles de su reclusión, con el sistema de reglas de honor y de convivencia. Y aun así ciertas cosas no logro entenderlas a fondo. Le encanta también presumir la rudeza de su vida, de las reglas del ambiente carcelario; hacerme ver que es un sobreviviente, que es un guerrero.

—Me parece todo claro, Edwin, pero ¿por qué alguna vez me dijiste que si hubiera pasado algo tú hubieras preferido que tu mejor amigo viniera y te chingara? ¿Qué cambia? Si te tienen que matar, ¿no es igual si te mata un amigo o un desconocido? Es más, ¿no es mejor que te mate alguien que no conoces?

—De hecho yo creo que porque es cercano a ti. ¿No?

Ahora de la mirada seria y ruda pasa a una risa fuerte y alegre.

—O la verdad, ¡no sé por qué chingados hacíamos eso! ¡Ahora que lo pienso yo no quiero que mi mejor amigo me chingue! Pero no sé. Yo creo que… porque adentro era eso. Pero afuera no tiene ningún sentido, ¿verdad?

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No, no tiene sentido. O por lo menos no lo tiene para mí. Éste es uno de los rasgos que más me entusiasman de Edwin, su capacidad de cambiar de punto de vista manteniendo su postura pandillera. No es que se olvide de lo que ha sido, pero en pocos segundos logra cambiar de postura y verse desde afuera. Tal vez era su forma de sanar su mente en los largos días encerrado en el shu, de la misma manera en la que un monje budista logra enajenarse de su cuerpo para irse a otros lugares.

Son las reglas las que determinan profundamente la separación que hay entre dentro y fuera, entre nosotros y ustedes.

Más que los muros, las celdas, los guardias, lo que define la prisión para Edwin es aquel sistema de reglas, la estructura, los roles, el orden, lo que lo hace sentir diferente de los demás.

La experiencia de la prisión es el punto. Cómo quieres vivirla tú, cuál es tu postura frente al hecho irrefutable de que vas a estar encerrado. Y durante mucho tiempo. Esto es lo que durante años he escuchado repetir a Edwin de muchas formas, desde el principio.

Es la vida y la articulación del poder más allá de su esquematización.

—Adentro tenías que captar siempre la situación. Y rápido. ¿Con quién estás? Porque los que están alrededor de ti no son gente pendeja. Tienes que tener un nivel de respeto, de actitud. No puedes llegar y ah, ¡¿qué pasó, güey?! Si no te dicen, hey, what the hell is wrong with you ? En la calle es diferente. En la calle estás libre. Había camaradas que eran chistosos y todo. Adentro es así. Whassup, homie? ¿Qué pasó? Con respeto. No llegas así como mamón o como bobo. Porque luego luego, hey man ¿qué te pasa? You know ? Porque hasta en eso hay reglas de cómo comportarte, de cómo carry yourself, de cómo debes ser. Y lo aprendes, you know ? Muchos de nosotros entramos ahí cuando éramos chamacos. Pensábamos que la vida fuera de una manera, el glamour de llegar al barrio y estar todo tumbado, y unas chavas y el relax y el dinero. Vives en una ilusión, por decirlo así. Cuando ya caes, ¡chin! ¡Ay güeey! Okey. Aquí nadie te va a dar el pinche red carpet, ¿no? Aquí es así. Lo que pasa es que adentro había camaradas que tenían todavía la mentalidad de chamacos. Pero… ¿cómo te lo digo? Entre nosotros cabuleamos, cotorreamos, y chistes y todo, pero era hasta un nivel que no te puedes pasar. Hay gente que se ponía así, muy seria, que quería ese rol de: yo soy muy cholo, muy gangster. Yo era serio, pero también cabuleaba, bromeaba, pero siempre mantenía mi distancia. Porque también siempre tienes una imagen que guardar. Te pones una imagen, ¿no? No puedes hacer el pendejo con todos, porque es tu imagen que cuidas.

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—¿Y es la imagen que creas de ti lo que te da respeto?

—No. No es tan así. Lo que te da respeto es lo que los demás saben de ti. De lo que tú has hecho, dónde has estado y cómo te llevas tú como persona. A mí, gracias a dios, me tocó que la gente que me rodeaba me enseñó. Y había gentes que muy acá… yo era más, ehhh, you know… yo soy relax, me la llevo y chido, y cuando es tiempo de hacer el desmadre, pues órale, ahí le entramos. Pero nunca con el afán de yo creerme muy chingón. De hecho, los vatos que eran así me caen gordos. Pues ¿qué chingados te crees tú? Yo era más relax. A mí me enseñaron a ser de otra manera, y a los chamacos que llegaban, los youngsters, le daba la misma clecha, la misma escuela.

De repente, Edwin se da cuenta de que las cosas que está contando ya nos han llevado a un terreno resbaladizo. Es tan intenso el recuerdo que el darse cuenta de que estoy ahí, grabando su relato, lo sacude. Sonríe de sus mismas palabras, de sus gestos que vuelven a interpretar inconscientemente al pandillero, porque el cuerpo recuerda con una lógica que la mente no conoce, y ya son fluidos, recuerdan a los movimientos de un rapero cantando. La transformación ha sido gradual, pero se nota. Enfrente tengo otra vez al joven pandillero recién llegado a prisión. Riéndose, agarra el micrófono con el que estoy grabando la entrevista y con voz formal llena de ironía dice:

—Borra esto, ¿sí?

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Toma una pausa de su largo monólogo. Lo disfruta realmente. La sensación, al verlo, es la de una persona que posee una sabiduría profunda, lograda con dolor, con paciencia, con enorme esfuerzo. Pero que no ha perdido ni ha olvidado al adolescente rebelde que alguna vez tomó un camino de violencia, que lo llevó a la experiencia de la prisión.

Conviven los dos lados, en un hombre que transmite confianza, equilibrio, honestidad, que lleva adentro un universo de violencia y de dolor que de repente sube a la superficie.

Y me sorprenden, constantemente, rompiendo con la fuerza de su personalidad, con la sutileza de sus razonamientos, elaborados en años de aislamiento, todos los prejuicios que, pese a mi esfuerzo de desactivarlos, llevo en mi pequeña estructura mental burguesa con presunción de intelectual.

Edwin considera nuestras conversaciones como un espacio terapéutico. Además porque no confía en los terapeutas de verdad.

—Si estás tú, ¿pa' qué chingados quiero ir a un terapeuta? —es uno de sus mantras.

Yo empiezo a ver nuestras entrevistas como un ejercicio de desarrollo filosófico y del pensamiento. Siempre salgo de aquí con un bagaje enorme de reflexiones, que me impone volver a considerar mi vida misma, las decisiones que tomo, a reconsiderar mis errores, a redimensionar mis tragedias, mis miedos, mis problemas. O más bien a darles un peso más aceptable.

Sin darme cuenta empiezo a verlo siempre más como un hermano mayor, que gracias a su vida dura, dolorosa, logra dar consejos profundos sin perder el sentido de la autoironía.

Sin embargo, en otros momentos vuelve a imponerse mi postura periodística. No tengo que generar empatía, sino contar una historia. Su versión de la historia no puede volverse mi versión. Necesito alejarme si quiero reconstruir los acontecimientos de su vida de manera completa, sin prejuicios, pero también sin condescendencia.

Pero esto ya no es un trabajo periodístico. ¿Cuál es la nota aquí? ¿La historia de un hombre que fue pandillero y acabó muy joven en prisión? No es nada nuevo.

Lo que es nuevo, y que voy a entender mucho tiempo después, es el mismo encuentro. Es nuestra interacción. Es la historia que se va construyendo gracias a la visión de los dos. Ya no se trata de un reportaje, sino de una búsqueda. Cada quien está buscando algo en esta historia. Sólo que no sabemos de qué se trata. Lo que sé por el momento es que tengo que aprender y escuchar lo que tiene que decirme Edwin. Y es urgente.

—Mira, es así, no todo es como piensas, porque… tú también ves a alguien y te van a agarrar de títere, ¿no? Pero esto pasa también en la vida afuera, que te agarran y te llevan como pendejo. Y adentro era así: edúcate, trata de leer. Como en la vida afuera, te dan consejos y no le haces caso hasta que tú mismo empiezas a vivir. Yo de eso me di cuenta, de que no a todos puedes alcanzarlos. Pero siempre me decía, planta la semilla, que ya solita va a crecer, tarde o temprano, como de repente sale del pinche concreto un… blade of grass, o sea, un hilo de pasto. Tarde o temprano va a dar cosecha esa semilla. Claro, no puedes tú escarmentar en cabeza ajena, ¿no? Pero le das la herramienta. ¡Tómala, ahí está!