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“Lo más difícil ha sido la incomunicación”: cómo fue vivir el apagón más grande de Venezuela

Siete días después, la luz se ha restablecido prácticamente en todo el territorio.
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Raúl. Foto por Esther Yáñez.

Caracas se apagó cuando apenas quedaban dos horas de sol caribe. “Mierda”, pensé. Me encontraba escribiendo un artículo a contrarreloj y la batería de mi computadora estaba en rojo, así que sin luz tendría que escribir todavía más rápido. No me inmuté porque en Caracas —y en Venezuela— “estas cosas son normales”. Se va la luz, vuelve. Se va el agua o no llega nunca.

Los servicios son los más baratos de Sudamérica y también de los más deficientes. La cosa se puso grave cuando con el paso de las horas, los timeline de casi todos los que conservaban batería en sus aparatos electrónicos comenzaron a hablar de un apagón nacional: 18 de los 23 estados del país a oscuras por una falla en la hidroeléctrica del Guri, el corazón que aporta el 60 por ciento de la electricidad al país. Pero como dormir lo cura casi todo, y poner velas para no chocarte contra las paredes tiene su punto sexy, dormí tranquila y nadie pensó que al día siguiente despertaríamos peor que como nos fuimos a la cama: con menos batería, con menos información, sin luz, sin agua, sin televisión, sin saber absolutamente nada salvo lo inmediato respecto a ti mismo o a cualquiera bajo el techo compartido. Y cuando nada funciona porque todo el mundo moderno respira con luz eléctrica, lo único que queda es salir a la calle para mirar con ojos propios y hablar sin pantallas.

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Las radios ayudan. Los transistores de pilas o las radios de los carros. Benditas. En la mía sonaba salsa, más salsa y algún valiente contando lo que podía, luchando desde un estudio con planta eléctrica contra la naturaleza de la incomunicación. Las llamadas telefónicas con vecinos, expertos y alcaldes duraban poco. La información llegaba a cuentagotas y la incertidumbre crecía como las horas sin luz. Era viernes por la mañana y parecía un domingo feriado en Caracas. Silencio en las calles. Los que nos aventuramos a salir parecíamos protagonistas de una película en una ciudad futurista bajo un ataque químico nuclear. Algunos supermercados y panaderías con planta propia abrieron y las colas no tardaron en crecer. El venezolano está acostumbrado a coyunturas especiales, porque para algo es un país en guerra no convencional, y sabe que en estos casos lo mejor es hacer acopio de lo que pueda: alimentos, agua, medicinas y gasolina. El gobierno daba sus primeros reportes y hablaba de un sabotaje y de un ataque cibernético internacional. La oposición hablaba de falta de mantenimiento, de corrupción y de un incendio forestal en el Guri.

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Berta. Foto por Esther Yáñez.

Berta López tiene 43 años y es la presidenta de su condominio de vecinos. 134 personas de las que se sentía responsable, dice. Asegura que nunca, en 20 años de Revolución Bolivariana, había vivido algo parecido. “Nunca sentí tanta angustia y preocupación”. Berta es abogada pero dice que se considera una “ciudadana útil” de profesión. Vive en el piso 11 de un edificio al este de la capital, una zona eminentemente opositora. Ha estado sin luz cinco días completos y en el momento de hacer esta entrevista todavía no ha llegado el agua. Ha reservado una habitación de hotel debajo de su casa. “Para poder ducharme, comer algo rico o tomarme un café”. Pero sabe que es una privilegiada y que la mayoría no puede permitirse algo así. La mayoría pasa los días en casa. Intentó contratar un camión cisterna para llevar agua al condominio. Imposible. Los precios pasaron de 80 a 300 dólares y después a 500 en apenas unas horas. Un edifico como el suyo necesitaría cinco o seis camiones para tres días de agua. Media hora al día. Las cuentas no salen.

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Berta sonríe siempre. Lleva una pulsera con los colores de Venezuela y dice que si resiste es porque tiene fe “en que esto va a cambiar, si no, hace mucho tiempo que me habría ido del país”. Es una militante política. “No voy a abandonar las calles”. Lo primero que hizo el primer día del apagón fue colocar en la puerta de su edificio un papel en el que pedía a sus vecinos que si tenían cualquier problema tocasen un silbato o una campana. No hay teléfonos ni señal de internet en la Venezuela del #ApagónNacional y en su comunidad hay muchas personas mayores, ancianas, no aptas para subir tantos pisos caminando. Le preguntó qué fue lo más fuerte para ella. “La incomunicación. No saber cómo están los tuyos”. Se le llenan los ojos de lágrimas cuando cuenta que entre su hermano y ella le montaron una “mini-clínica” a su papá en su casa. Necesita 40 minutos de oxígeno cuatro veces al día. Le compraron una bombona de 80 litros y una planta eléctrica. Cuando la conocí estaba buscando un técnico que la pusiera en marcha. Los medicamentos que necesita su papá para sobrevivir los trae de fuera de Venezuela. “El gobierno usurpador nos tiene así desde hace muchos años. Hay que ser muy inocente para pensar que esto ha sido un sabotaje de la oposición”.

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Angélica. Foto por Esther Yáñez.

La Pastora es una zona popular cerca de Miraflores, el Palacio de Gobierno. Angélica nunca podría comprar una bombona de oxígeno para su papá. Ni siquiera puede comprar comida para el día siguiente. Una pasta de dientes o una crema hidratante son lujos. “Yo cobro el salario mínimo, mi quincena son 7,000 bolívares [cerca de dos dólares, aproximadamente]. Dime qué hago con eso. Todo el tiempo inventamos para sobrevivir ¿Tú sabes lo de las hamburguesas de lentejas que parecen de carne? Comemos con la vista”. Y engañan al cerebro. Cuando le pregunto si perdió mucha comida por la falta de electricidad me dice que no, porque no tenía, porque compra al día. Y se ríe nerviosa. Angélica cocina para diez personas. En su casa viven sus hijos, su marido, sus nietos. “Estos días solo cocino dos veces. Hago un desayuno-almuerzo y un almuerzo o merienda-cena. Así ahorro agua”. Porque sin luz, tampoco hay agua. Lo que sí hay esa mañana son arepas en el budare de Angélica, la plancha de acero donde se preparan, asadas, y ensalada en un recipiente rosa en la encimera. “Con Chávez había abundancia, pero ahora algo tiene que cambiar”.

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Raúl. Foto por Esther Yáñez.

Raúl es vecino de Angélica, tiene 38 años, es abogado y padre soltero. Tiene dos hijos de 11 y 9 años y su mamá les abandonó “hace mucho tiempo”. Dice que cuando empezó el apagón automáticamente comenzó a tomar previsiones. “Conoces el proceso, empiezas a almacenar agua, alimentos…” Tiene cocina eléctrica, así que “corrimos donde un vecino, desarmamos unos muebles, empezamos a recolectar madera y con un fogón dentro de la casa nos hemos mantenido estos días”.

Raúl no sabe lo que va a pasar en Venezuela pero dice que esto “en cualquier momento va a reventar”. Quiere un cambio pero “tiene que venir desde aquí mismo, no desde EU. Nosotros somos los que vivimos aquí y sabemos lo que pasa aquí. No que venga otro a decirnos lo que tenemos que hacer”.

El apagón también ha dejado historias de solidaridad. Una amiga periodista me contó que su vecina de abajo le subió un plato caliente de comida porque sabía que ella vivía sola. Y mató su hambre y le sacó una sonrisa. O que los hombres de su edificio, de más de 20 plantas, se turnaron para hacer guardias y no dejar solos a los vigilantes que habitualmente se encargan de la seguridad.

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Alina. Foto por Esther Yáñez.

En la Comuna de La Minka, en la Parroquia de Altagracia, hacen talleres de todo tipo para niños y jóvenes, almuerzo diario gratuito para 80 personas aplastadas por la crisis, pan a precio asequible y dulces “anti guerra económica”. Alina y Natasha viven allí. Tienen 50 y 23 años. El apagón lo han vivido “en resistencia perenne”.

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Natasha. Foto por Esther Yáñez.

“El venezolano tiene mucho temple”, dice Alina, que se encarga de la panadería. “Estos días lo hemos compartido todo y nos hemos solidarizado los unos con los otros. ¿Sabes lo que ha sido vencer a este golpe eléctrico?”. La Minka contaba con una planta eléctrica y se convirtió en el faro de la comunidad. No pararon de trabajar, de habilitar espacios “hasta para una chica que pensábamos que se ponía de parto ahí mismo. La gente venía a cargar sus teléfonos y mientras esperaban, aprovechaban para compartir con los demás. Tranquilos”. Las dos creen en la teoría del sabotaje al país. “Nada de lo que venga de la ultraderecha nos asombra. ¿Qué nos dejan sin luz? Qué raro que no lo hubiesen hecho antes”, sentencia Natasha mientras acaricia a uno de los gatos, gata en este caso, de la comuna. Los felinos cazan ratones también a oscuras.

***

Siete días después del “mayor apagón de la historia de Venezuela” la luz se ha restablecido prácticamente en todo el territorio. Un amigo que vive en Prado del Este, una zona adinerada de Caracas, me ha contado hoy que todavía no tiene luz y que ya domina todos los consejos de programa Survivors que emiten en alguno de los canales del cable. Pero lo de su casa es especial porque le afectó la explosión del transformador de La Ciudadela que tuvo lugar a comienzos de esta semana, y de la que depende el sistema eléctrico de su zona.

Mi amigo también es especial porque compra atún importado para su dieta. Su rutina no es la del común del venezolano, aunque el apagón le afectó como a todos o incluso más. “No puedo dormir por las noches pensando que van a entrar a robar en mi casa. Sin luz hay más malandros [delincuentes]”. Está angustiado. Le he recomendado adoptar un felino para los ratones.