Fui a Heng-Kong, posiblemente el peor restaurante de comida china de Bogotá
Los dueños del restaurante son una familia de chinos que se turnan en la caja registradora. Nunca hablan con los empleados. | Ilustración: Camilo Castro. | VICE Colombia.

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Lo peor de lo peor

Fui a Heng-Kong, posiblemente el peor restaurante de comida china de Bogotá

Bienvenidos a la serie "Lo peor de lo peor", por José Aramburo. El nombre ya lo dice todo.

Artículo publicado por VICE Colombia.

“Somos pornógrafos de la comida”.

Anthony Bourdain

El restaurante Heng-Kong queda en el centro de Bogotá. Está ubicado en ese eje donde se cruzan turistas nerviosos vestidos con ropa de verano y habitantes de calle con sus estilos de druida moderno o tribu urbana apocalíptica —como si Mad Max hubiera sido dirigida por Víctor Gaviria—.

En fin, hace un par de años vivía en un edificio cerca de ese restaurante que ofrece una carta que, aunque en un principio fue enteramente china, adecuó sus platos a las aspiraciones de una clientela errante y errática.

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Nunca dejó de causarme curiosidad la gran cantidad de indigentes que esperaban pacientes a las puertas del negocio. Algunos mendigaban en silencio —como mimos naturales— las sobras de los clientes, otros hacían fila para comprar una porción de arroz que les vendían en bolsas de plástico —una especie de cajita feliz en su versión más sombría—.

Adentro siempre había clientes. Los dueños del restaurante son una familia de chinos que se turnan en la caja registradora. Nunca hablan con los empleados: un par de meseros, una cocinera y un tipo que se paraba en la puerta haciendo nada. Los vagabundos estaban siempre ahí: pacientes y respetuosos, como disciplinados por una autoridad invisible, y aunque el restaurante tenía una puerta gigante, su frontera era infranqueable. Supongo que los dueños dieron muestras de un kung fu letal en un desafío temprano o simplemente pagaban un impuesto a los sayayines de la zona. Volví hoy a Heng Kong a conocer de primera mano su carta. Entraría a la mismísima boca del dragón y degustaría sus platos más célebres —que más que platos son pruebas de la fragilidad de la vida humana o por lo menos de su aparato digestivo—.

Hell-Kong

Llegué con un amigo un buen tiempo después de la hora del almuerzo. Ir en estado casi famélico —como lo hacen los comensales errantes que visitan Heng Kong— parecía ser la forma inteligente de completar los sabores con el mejor aderezo que ha inventado la humanidad: el hambre. Nos sentamos en una mesa ubicada al centro del sitio como para tener una visión panorámica de su diseño y disfrutar de su ambiente embriagante, engalochante. El restaurante tiene una cocina abierta, lo que no significa en este caso que no tenga nada que ocultar: significa que no les importa. Había incluso una olla que parecía estar curtiendo cuero.

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Tiene unas diez mesas de esas que se ven en casi todas las cafeterías de barrio, pollerías de ciudad intermedia o restaurantes hipsters: muebles de una sola pieza con butacas y mesa forradas con fórmica de colores vivos, aunque en este restaurante someramente chino la fórmica era blanca, y ese blanco es la única paz que encontrará en este teatro siniestro.

Bandeja de arroz mixto ($7.500), chop suey mixto ($8.000) y bandeja con carne ($7.000) fue lo primero que se nos ocurrió para irnos ambientando. La bandeja de arroz mixto —que según el mesero se trataba del plato más popular de la casa— llegó casi antes de que terminara de pronunciarlo: se trataba de un plato gigante de arroz teñido con salsa soya —el sabor dominante en la paleta gastronómica de este pequeño gran infierno— y acompañado con todo tipo de carnes en un revoltijo imposible de diseccionar.

Cuando hablo de “todo tipo de carnes” me refiero a cortes de res, pollo y cerdo que podrían ser también partes de un animal en extinción o un cuerpo humano. Decidí romper el hielo dándole una tímida probada a las papas a la francesa que se presentaban generosas y de buen color. Aunque no estaban del todo mal, se podía sentir ese gusto a aceite industrial que nunca se fue de mi paladar. Incluso mientras escribo esto vuelve a mi boca ese sabor a engranaje de carro esferado. Se puede decir que las papas son lo mejor del lugar, entendiéndose por esto como lo único que comí sin sentir que estaba celebrando un matrimonio con el escalofrío y la agonía, o mejor dicho: estaban muy saladas y grasosas, pero al final de la tarde se podía estar seguro de que eran realmente papas, como beber medio vaso de agua tibia después de navegar ríos de lava. Lava hedionda.

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El arroz —a diferencia de las papas— planteaba un problema real: no se sabía muy bien a primera vista de qué animales estaba hecha la carne que lo acompañaba. Me incliné por un pequeño trozo de carne roja —rojísima— casi neón que parecía haber sido sacada del cachete de algún personaje de John Waters. Su textura seca y fibrosa me sacó con un fuerte coscorrón del leve confort que proponían los tubérculos. Se podría decir que empezaba a transitar ahora sí de verdad esta montaña rusa al wok, pero en un carro oxidado y sin barra de seguridad.

Mi amigo no fue capaz de probar este corte. El mesero nos dijo que este era el plato más popular del restaurante y que le gustaba comerlo con mucho limón —de hecho comía todos los platos “pero con mucho limón”— que él mismo llevaba desde su casa. Mientras estaba por darle una segunda probada al plato estrella, llegó el humeante chop suey.

Decidí retirarme del reto del arroz para probar mi suerte con las verduras cortadas en julianas acompañadas por camarones diminutos —como esos que salen en las sopas que venden en el Oxxo y que parecen hechos de espuma—, que con su tinte ligeramente rosado se pavoneaban desafiantes como pequeños gigantes de la intoxicación. El generoso plato quedó prácticamente intacto. Mientras tanto, en la mesa de al lado un anciano sorbía alegremente un plato de sopa espesa que no aparecía en la carta: un plato que parecía ideado para los comensales más experimentados. El sibarita callejero atacaba el plato a una velocidad notable, como si estuviera compitiendo consigo mismo en un deporte donde solo había perdedores.

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Decidimos subir la apuesta para entrar en el terreno de los platos exóticos, así que ordenamos la bandeja valenciana con pollo ($12.500), una especie de paella achinada acompañada por dos presas de pollo al estilo americano.

No se veía del todo mal. A primera vista no era tan diferente de ese pollo apanado que venden por piezas y permanece caliente gracias a un sistema de bombillos y que venden en vitrinas empañadas en el centro de la ciudad. Pero como en Heng Kong todo era una puñalada al confort, después de superada la piel aparecía una carne gelatinosa que era imposible de digerir incluso visualmente, o al menos en nada que no tuviera que ver con Cronnenberg o Jairo Pinilla.

En este punto, y aun cuando la carta sugería coquetamente otros territorios como la bandeja valenciana con hígado ($7.000), super tabla de pollo con champiñones ($8.000) o bandeja de arroz, pollo, cerdo y camarón ($16.000), era evidente que todas las variantes llegaban a un mismo puerto: la enfermedad con sabor a soya.

Aquí es donde hay que aceptar mi vulgar inferioridad en comparación a los comensales de este campo de batalla: estos sí tenían la armadura —gastrointestinal y psicológica— capaz de pelear estas batallas como dignos herederos de Sun Tzu, pero a punta de pelanga, navaja y chamber.

Se podría decir que más que una guerra con los platos, los clientes de Heng Konk se aprovechaban de su abundancia para aguantar los mazasos de una ciudad que pesa como mil chinas. Heng Kong ofrece un menú que tiene por objetivo sacrificar el sabor por la cantidad, lo que lo ubica en el rango del soul food pero en su faceta más desalmada. Para cerrar con broche de horror, solo venden productos Postobón.