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Playa Blanca antes del fin

En 1977, el Estado colombiano creó el Parque Natural Islas del Rosario. Sin embargo, olvidó incluir en él a Playa Blanca, su puerta de entrada y borde ecológico. Hoy el turismo y los desarrollos privados amenazan con desplazar a sus habitantes y...

Trocha entre Barú y Playa Blanca, 1977/ Archivo personal.

1. Crecer junto al mar

Cuando mi hermana y yo éramos niñas, papá nos llevaba a la playa cada vez que podía. Si el presupuesto le daba, íbamos a la Isla del Pirata en Islas del Rosario y, cuando estaba más ajustado, al muelle turístico de La Bodeguita, donde papá compraba pasadías y salíamos en familia a pasear al acuario y luego almorzar en Playa Blanca.

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Hay dos imágenes que representan para mí los mejores recuerdos de esos días: uno, cuando íbamos en yates lentos y veíamos manadas de delfines saltando sobre el mar. Aún puedo escuchar la risa de mi hermana y veo a mis papás abrazados, mirando el mar. Han pasado años desde la última vez que vi saltar un delfín en ese recorrido.

Lo otro que permaneció en el tiempo fue Playa Blanca. A mi hermana y a mí nos dejaban meternos al mar con sandalias de plástico para que no nos cortaran los corales y flotábamos en la orilla con caretas para ver pececitos. Eran días de playa intensos que terminaban con calzones llenos de arena, trencitas, chaquiras, narices insoladas y una colección de piedras y corales que acababan de pisapapeles en el estudio de mi papá.

Playa Blanca es una extensión de arena coralina de 3.2 kilómetros, que a su vez es el acceso al Parque Natural Corales del Rosario y San Bernardo. Cuando se habla de arena coralina, se habla de arenita color marfil inmaculada y de corales triturados por el pasar del tiempo y el mar. Cuando se habla de Playa Blanca en Barú, se habla del idilio caribe del mar rosado sobando la arena a las 6:30 de la tarde y de sentir el retumbar lejano de la champeta en los picós de los pueblos vecinos que anuncian la cercanía de la noche.

Bañistas, 1995/ Foto: Archivo de Yates Alcatraz.

2. El Parque Natural

En abril de este año comenzó a funcionar en Cartagena el puente de Barú. En el primer fin de semana, la playa superó de tal manera su capacidad de visitantes, que hubo un trancón de carros desde la salida de Pasacaballos en Cartagena, pasando el puente, siguiendo por los más de 20 kilómetros de la también-recién-inaugurada-carretera, hasta la entrada a la playa.

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Desde entonces, en la ciudad se debate la falta de planeación y poca gobernabilidad para manejar el tema por parte de la alcaldía. Los más prácticos se preguntan por qué no cobran la entrada como lo hacen todos los demás parques naturales del país y del mundo. "Es la forma como los parques logran mantenerse, ese procedimiento está cobijado por la ley", me dijo hace poco Rafael Vergara, exdirector del Departamento Administrativo de Medio Ambiente (Damarena) y fundador del Establecimiento Público Ambiental de Cartagena (EPA). Para él, la gente que va a visitar el parque, además de pagar, debe recibir una inducción para que sepa la importancia del lugar a donde va a ir: "La gente debe entender la responsabilidad de preservar y conservar el lugar que van a disfrutar. Los parques naturales son templos de la naturaleza".

El problema es que la playa no es parte del parque.

Dentro de la resolución que en 1977 creó el Parque Natural Corales del Rosario y San Bernardo, no se establecieron zonas de amortiguación y solo se le delimitaron las zonas submarinas y los corales. Según Rafael: "todos los parques deben tener zonas de amortiguación, en este caso es Playa Blanca. Por ejemplo, si desaparecen los manglares que rodean las zonas coralinas, desaparecen las praderas de thalasia que alimentan los peces que viven en los corales".

Mapa diseñado por Daniela Padilla. El dibujo al lado izquierdo detalla la isla de Barú.

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3. El Consejo

Playa Blanca queda en Barú, una península convertida en isla por la apertura del Canal del Dique en 1650, un ramal artificial del río Magdalena al costado suroccidente de Cartagena de Indias. Antes, cuando yo era niña (en los 90), se podía ir a Playa Blanca de dos formas: en lancha o en carretera, siempre y cuando fuera en camioneta, porque después del ferri venían varios kilometro de trocha.

Empecé a ir con amigos antes de cumplir 18. El plan era irse en las lanchas que salen del Mercado de Bazurto a las 9 de la mañana a repartir gente, comida y encargos en los pueblos costeros que van desde Cartagena hasta Isla Grande en las Islas del Rosario. Cuarenta minutos hasta Playa Blanca y ahí uno pedía que lo dejaran en la orilla de El Paraíso de Mama Ruth, uno de los hostales más alejados de la entrada por carretera.

En esa época lo atendían Ruth, quien dirigía la cocina, y su marido, 'el Chamaco'. Uno colgaba su hamaca en un bohío frente al mar y se quedaba acostado oyendo música con intervalos de zambullidas, echando cuentos con el parche. 'El Chamaco' nos conocía, nos dejaba llevar parlantes y nos permitía darnos licencias sicodélicas ocasionales, que duraban hasta el amanecer.

Ruth y Chamaco eran miembros fundadores del Consejo comunitario de negritudes de Playa Blanca, pero Ruth murió en mayo y el Chamaco está tan deprimido que se mudó a Cartagena. Ahora el hostal lo atiende su yerno, Nemesio. Ha sido él quien me ha introducido a los temas jerárquicos de los habitantes de la playa.

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En el Consejo Comunitario de Negritudes de Playa Blanca a los más viejos los llaman hermanos mayores. Solo si ellos están de acuerdo, se puede hablar de los temas de la playa con personas de afuera. Para ser aceptada, Nemesio me llevó a hablar con varios y ellos, a su vez, me llevaron a donde doña Carmen, una española que llegó en los 70 a la playa, se casó con un nativo y montó uno de los primeros hostales de la playa: La Española. Por ella me enteré de los primeros dueños y de las cinco haciendas en las que estaba dividida Barú: Nuestra Señora de la Concepción o Estancia Vieja, Hacienda Santa Ana, Hacienda Bajaire, Hacienda Cocón y Hacienda Porto Nao.

Según un documento que me pasó doña Carmen, en 1889 la Hacienda Santa Ana fue adjudicada a 94 nativos descendientes de esclavos africanos y sus familias, quienes la habitaban entonces y cuyos descendientes la siguen habitando ahora. Casi un siglo después, llegaron los primeros problemas: a principio de los 80, el Estado le pagó una indemnización a los dueños de la tierra para comenzar el proyecto de desarrollo turístico de la zona. No obstante, según documentos y titulaciones antes desconocidos por los nativos, los dueños que figuran no son ellos, los herederos, sino lo que ellos llaman "grandes grupos económicos" con apellidos cachacos.

De ahí en adelante, ha sido pleito tras pleito. Si es cierto que la playa no es de nadie, ni de quien la vive, los nativos señalan que "en este lugar tiene asiento una comunidad afrodescendiente, con personería jurídica, costumbres propias, tradiciones ancestrales y con una misma forma de ganarse la vida, a través de sus prácticas y relación con la playa". Pero desde que se empezó a pensar en desarrollo, se dejó a un lado los intereses de los pueblos que por siglos han habitado la Isla.

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Puente Pasacaballos-Barú (www.cartagena.gov.co).

4. El desarrollo

La carretera y el Puente Barú se construyeron entre 2012 y 2014, este último proyecto con un valor aproximado de $21 mil millones que la multinacional Pacific Rubiales ayudó a financiar para "apoyar el turismo de la ciudad".

El proyecto de "desarrollo turístico" que ya está puesto en marcha es la concesión marítima de la Corporación para el Progreso de Playa Blanca, Barú (Corplaya). Ellos ofrecen a los nativos que tienen sus negocios en la playa unos beneficios a cambio de cederlos bajo el título de comodato. Así se puede leer en los folletos que distribuye la entidad entre los locales, y que a los más reacios a abandonar su autonomía les suena tan satánico como la palabra hotel, club de descanso, desarrollo y hasta progreso.

Corplaya, que desde su fundación trabaja de la mano con la Fundación Santo Domingo, alega que solo a través de la concesión se puede lograr la sostenibilidad de la playa, que actualmente recibe 12 mil personas cada domingo.

"Ya hay un proyecto de turismo hotelero listo para ser ejecutado, pero si la playa no se ordena, se sacan los hostales y se le ponen los estándares de higiene necesarios, ningún inversionista va a querer poner dinero", me dijo Clara Diago, directora de Corplaya.

El valor estimado de la recuperación de la playa, la implementación de servicios básicos, la reestructuración de locales comerciales y demás adecuaciones necesarias para volver sostenible la zona es de $25 mil millones. La alcaldía guarda silencio.

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5. Renunciar al mar

Hoy es jueves y son las tres de la tarde en la calle de La Chichería, centro histórico de Cartagena. Luisa Marina Niño, una bióloga marina bogotana que vive en Cartagena hace más de 40 años, me recibe en uno de los salones donde normalmente dicta clases a los estudiantes de la especialización de administración ambiental en zonas costeras de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, seccional Caribe. Ella más que muchos me puede explicar el impacto que el recién inaugurado puente tiene sobre la sostenibilidad de Playa Blanca.

El salón es pequeño, el aire caliente, ambas sudamos. Su pelo corto, su voz de madre, la tarde sin brisa y la grabadora que de repente, deja de funcionar a los 20 minutos. Pero ya estamos metidas en el cuento, seguimos conversando. Me cuenta que a través de los años la ciudad se ha transformado, el desarrollo llegó a través del puerto, el comercio, la industria y el turismo, pero las medidas necesarias para proteger el mar que la alimenta desde épocas ancestrales han quedado a un lado. "En Barú, la carretera y el puente se abrieron sin siquiera haber previsto temas de orden y de limpieza. La playa no tiene capacidad para albergar la cantidad de gente que llega por mar y por tierra a Barú y la policía no hace cumplir las leyes ambientales que tienen castigos tanto administrativos como penales".

El parque propone que se cobre una tarifa, incluso para entrar a Playa Blanca. Ya en La Bodeguita todas las personas que se montan en los botes deben pagar 14 mil pesos. El asunto es que no se cobra a las embarcaciones particulares, ni a las personas que llegan por carretera. La falta de perspectiva frente a la capacidad de la playa y el registro de visitas desestabiliza el mantenimiento de la zona y alimenta el letargo en la toma de decisiones frente a un tema tan crítico para la sostenibilidad ambiental de Cartagena y el parque natural. Mientras tanto, Playa Blanca cada fin de semana se llena de gente que desecha basura en la arena y antes de finalizar el domingo, se pueden ver flotando algunos de los empaques que aún no se han ido al fondo del mar arrastrados por las olas.

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"He visto como se ha muerto la Ciénega de la Virgen, la Bahía de Cartagena, como se acabó con el 80% de los corales de las Islas del Rosario y ahora, Barú, mejor dicho… terrible", me dice Luisa. Y con los ojos encharcados reposa largo rato sobre esa última palabra. En poco tiempo, Luisa Marina regresará a vivir a Bogotá. Ha renunciado al mar.

6. El fin

En 1995, cuando tenía 10 años, mi papá me dio cuatro volúmenes de la "Historia General de Cartagena", escrita por Eduardo Lemaitre. Con lindas ilustraciones de barcos, brujas y capitanes de guerra, me pasé nueve meses viajando en el tiempo a momentos donde la ciudad olía a sal, a cal, a podrido, y la gente era tan arisca que no faltaban motivos para hacer correr sangre por las calles, en ese entonces de tierra. La ciudad era el principal puerto de entrada al continente suramericano por el Caribe, el punto de encuentro para repartir tesoros y, además, el sitio donde se posesionaban los virreyes. Cartagena superó por décadas los ataques de numerosos piratas: Baal, Drake, Pointis y Ducasse, por decir algunos, y a principios del siglo XIX sobrevivió tres meses el sitio de Pablo Morillo, que dejó centenares de muertos de hambre y un buen número de epidemias por cuenta del consumo de ratas. Después de eso, se convirtió en la primera ciudad de la Nueva Granada en independizarse de la corona española, lo cual le dio el puesto de heroína dentro del himno nacional.

En la historia de ahora, en esta, la de la Playa Blanca, la Virgen, la inmaculada, existen pocas cosas que quedarán intactas. En el país del mundo al revés, privatizar es la opción menos descabellada, sobre todo si la otra es dejar la salud de la playa en manos del Estado.

Si todo sale bien, el mar encontrará su tranquilidad junto a los pocos privilegiados con la capacidad económica para vivirlo, que seguro harán de su paraíso personal un espacio sostenible. Está de moda. Los nativos quedarán relegados a la tierra sin costa, la pobre, sin oportunidades y al servicio de los nuevos dueños.

Entonces, como los delfines, acudiremos a Playa Blanca solo en el recuerdo de la infancia. Como las leyendas en las que vencíamos a piratas y preferíamos morir de hambre que ceder nuestra tierra, la memoria será lo único que quede de este tesoro de, la ahora mal llamada, heroica Cartagena.

Teresita es internacionalista y trabaja en la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Admira a Juan Villoro y a Rubén Blades, y se tomó fotos con ambos personajes durante la entrega del premio esta semana en Medellín. Su obsesión es Cartagena, y los procesos de gentrificación que están en curso por cuenta de sus desarrollos turísticos. La consiguen en Twitter como: @Goyeneche_Te