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El número de las fronteras

Fátima Vélez, la escritora que rompe las convenciones sociales

Nos invitó su casa y hablamos con ella de su familia, literatura y transgresión.

Foto por Cesar Cesilio

Este artículo hace parte de la revista impresa de VICE de agosto.

El año pasado Fátima Vélez fue elegida como la ganadora del Concurso Nacional de Poesía de Bogotá 2015 por su libro Diseño de interiores. La dicha duró poco: justo después se detalló en un comunicado que la ganadora, al no haber firmado el formulario de inscripción, quedaba descalificada y no podía acceder al premio. Por una firma. Ahí empezaron las preguntas: ¿burocracia contra cultura? ¿Formalismo contra arte? ¿Era causal de inhabilidad o de rechazo? ¿Podía no acogerse una propuesta que ya había sido escogida como ganadora por el jurado? ¿No podían pedirle a la ganadora que se acercara a firmar el formulario? ¿A llenar el requisito faltante?

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Kafka sonreía desde lo alto, detrás de la ventanilla.

En todo caso, y dejando a un lado la especificidad técnica del episodio, el hecho de que ella ganara un premio de poesía no sorprendió a nadie. Desde hace un tiempo, esta manizaleña nacida en 1985, la mayor de cuatro hermanos, literata de la Universidad de los Andes, se ha convertido en un referente de la poesía joven latinoamericana. Ha sido invitada a los festivales de Bogotá, de Medellín, de Zamora, de Cali, de Manizales. Ha ganado premios. Ha publicado sus cuentos, poemas y ensayos en distintas revistas literarias del continente. Ha fundado talleres literarios y ha dirigido revistas de poesía. Nada de esto sorprende, insisto.

Es hija —y esto, dicho por ella misma, es importante en su desarrollo como escritora— del renombrado "arquitecto de la guadua", Simón Vélez. El diseñador de edificios y estructuras en Shanghái, China (El pabellón de la India, 2010), Ciudad de México, México (Museo Nómada, 2008), Hanóver, Alemania (Pabellón Zeri, 2000), en la salida de Bogotá por la calle 80 (el puente Jenny Garzón, el "puente de guadua", 2003); invitado a la Bienal de Arquitectura de Venecia en 2016; ganador del premio Príncipe Claus en 2009; pionero de la arquitectura con componentes vegetales.

Para Fátima, Simón Vélez es una fuerte influencia. Por un lado, en el poder que ejerce sobre sus hijos. En la autoridad que impone. "No es muy comunicativo. La mayoría de su inteligencia la tiene en el trabajo. Emocionalmente, no tiene mucha", dijo Fátima para un perfil de julio de 2014 que le publicaron a él en el periódico La Patria, de Manizales. Por otro lado, en eso de las estructuras: en construir andamiajes que sostengan una obra: "pero también, yo creo —me cuenta a mí—, en la noción de estética transgresora, de no quedarse con lo establecido, de no ser parte de una tradición. Y la poesía colombiana es muy tradicional, siento que está muy anquilosada en unas formas muy convencionales. Y, de hecho, yo siento que mi poesía genera mucha incomodidad". La noción de estética transgresora.

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El tema homosexual y la disidencia sexual, por ejemplo, es su gran interés en este momento. No es sorpresa, de nuevo: Fátima tuvo a sus dos hijos con una pareja gay, Daniel y Pedro. Cuando uno le pregunta cuál es el papá biológico, ella niega con la cabeza y dice "No", enfática. Ambos son los padres. "Ellos dos son pareja y yo soy la mamá de sus hijos. Y yo tengo mi propia pareja, pero vivimos juntos los cinco. Entonces yo estoy muy metida en el tema de las parejas no heteronormativas, como otro tipo de familias".

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Fátima me habla de familia mientras una empleada del servicio acomoda la mesa para el almuerzo. Pone una jarra plástica de jugo y los platos vacíos.

—Yolis, ¿y esa jarra? ¿No hay una jarra de vidrio? La mesa tan elegante y con esa jarra.

Estamos en la casa de su papá, en el barrio La Candelaria, de Bogotá. Cuando estábamos definiendo el sitio para la entrevista, ella me escribió por Whatsapp: "Puede ser en mi casa de Bogotá. Es importante para mi escritura. Así que sería lindo. Si te parece, podemos almorzar".

Lo dicho. El almuerzo: arroz con pollo, papas a la francesa, jugo de lulo y una copa de vino. Nos sentamos a manteles su padre Simón, Stefana, la pareja de su padre, Cecilio, el fotógrafo, Fátima y yo. La comida transcurre en relativo silencio con intervenciones esporádicas. En una de ellas, Fátima pregunta si será posible vivir hoy en día por fuera de las redes sociales. Ella no tiene Facebook. Ni Twitter. Ni nada.

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—No hay tiempo para el verdadero ocio. Para sentarse a no hacer nada, a mirar nada. Uno en Facebook está muy exhibido.

Fátima acaba su plato de arroz, deja intocada la copa de vino.

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Este año, la editorial brasilera DEEP publicó el libro Del porno y las babosas, 2016, (que no ha llegado a Colombia, pero que ella espera publicar acá), un proyecto que nació de un taller de escritura que hizo en Bogotá, de 2013 a 2014, en el que se propusieron hacer un poema erótico. Fátima, que no había escrito nada por el estilo, tuvo como solución buscar en Google cómo copulaban las babosas. "Encontré un video increíble. Es una cosa alucinante. Y fue un impacto tan impresionante, que me quise convertir en narradora de ese hecho". La idea fue escribir un libro sobre el placer, que pronto se convirtió en un libro sobre la imagen, sobre cómo entrar en el cuerpo del otro cuando ese otro da asco, sobre las formas animales pero también sobre las poéticas.

Más: es un libro de poemas sobre Bodil Johansen, la actriz porno sueca que tenía sexo con perros y caballos; sobre escenas de porno japonés, de cucarachas entrando en el cuerpo; de sexo entre tortugas; de apareamiento entre babosas; sobre el deseo hacia lo no semejante. Jugó con el lenguaje, con las estructuras, con las preposiciones, hizo transgresiones en la gramática. "Y entonces —me dice—empecé, inevitablemente, a conectarlo con mi deseo. Encontré en la poesía un medio de intentar acceder al otro, de rebasar los límites del deseo y del placer e internarme en el cuerpo del otro".

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Entre todos los poemas hay uno que se destaca, uno que es el faro y la corriente: Alimentar a los caballos. "Ese es el poema del que yo quisiera tener referente para toda mi obra". Un poema que nació de la transcripción de una conversación con su pareja. Los dos estaban en unas montañas en Nueva York, las montañas de Catskill, viendo a unos caballos en un establo:

como el caballo marrón / que ella mira y dice me excita / cómo la excita / pregunta él / ella responde / como si las cosquillas quisieran reemplazarme, muy / aquí, con la escasa noción que pueden / tener las cosquillas del aquí.

"Ese poema encarna muchas cosas de las que pienso, de mi postura política, de mi relación con mi pareja, de mi manera de amar, de mi visión sobre los animales, de mi fascinación por grabar conversaciones, hay mucha narrativa. Entonces me gustaría escribir más así". Un poema que también es una postura política. Se trata de reinventar el poder, dice. De que la unión vaya más allá de la penetración, que esa no sea la forma de poder. "Lo que yo digo en ese poema es que la penetración sea un cabalgar: ya no tener ganas de ser el otro, ya no tener ganas de tener el poder sobre el otro sino de acompañarse, que también tiene que ver con mi familia".

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Pedro, Daniel y Fátima se conocieron en Manizales pero no fue sino hasta los años de Bogotá, por allá en 2006, en su época universitaria, cuando se hicieron amigos. Pedro y Daniel ya eran pareja (lo son desde hace diez años). Eran pareja y los tres, con Fátima, amigos. Se llevaban muy bien juntos.

"Fátima era un mito durante mi adolescencia. A esa edad nadie tenía carro, nadie elevaba cometas y nadie escribía poesía. Sólo ella. Oí hablar de esa princesa mítica y motorizada a través de una amiga: Fa estudiaba en el colegio de los ricos, en el Granadino, y tenía carro en ese entonces —me escribe por correo Daniel—. Me crucé con ella más adelante en la vida: en un Tigermarket en Bogotá. La vi bajar con su mochila Aruahaca de un campero rojo Mercedes Benz de su papá a comprarse una malteada. A las 11 de la noche", dice Daniel.

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"Desde que nos conocimos —recuerda Fátima— parchamos juntos. Daniel estuvo un tiempo viviendo en Brasil. Y allá estuvimos visitándolo Pedro y yo. Lo de los hijos, lo de la residencia se nos ocurrió en un impulso, en una locura".

La locura: en 2008 tomaron la decisión de formar una familia. "Digamos que Daniel y yo ya teníamos conversado que queríamos tener un hijo… yo quería tener un hijo y ellos me acompañaron en eso". La decisión incluía empezar una residencia cultural en Montenegro, Quindío: Residencia en la tierra, un proyecto que, desde 2009, duró cinco años y en el que participaron más de 500 artistas en talleres y charlas. El objetivo era "proporcionar un escenario propicio para la creación y estimulación de la producción artística contemporánea". La residencia reunía, durante una temporada al año, a artistas de distintas disciplinas que desarrollaban proyectos en diversos campos: fotografía, escritura, pintura, dibujo, performances y prácticas curatoriales.

Allá, en 2009, apenas empezando el proyecto, Fátima tenía ocho meses de embarazo. Y allá en Quindío nacieron sus hijos Alicia y Salomé. Dos mellizas que ahora tienen siete.

"Fue un poco duro: primero, el aislamiento. Éramos unos pelados de 24 años y nos íbamos a empezar una nueva vida, a criar dos niños. Los niños, sin duda, fueron el motor de la residencia", me dice Daniel por correo electrónico.

Ella escribió poco en esa época por falta de tiempo: la maternidad de dos niños y el trabajo de producción de la residencia consumían todo. "Creo que el tiempo que estuvimos allá fue muy intenso, con vivencias muy transformadoras", dice Daniel, quien por entonces era director de la Residencia.

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Fátima dice que al comienzo fue muy duro, que hubo mucho rechazo social y familiar. Que además fue una época en la que se sentía muy sola. Se enamoró incluso de los dos. "Eso fue horrible", dice. Pero luego de un año terminó por entender que esa decisión la había tomado para ser feliz, no para sufrir. "Después de un año de ese sufrimiento yo empecé a tener mi vida, mi propia vida. Una vida familiar pero también una vida independiente, individual. Empecé a tener parejas".

Luego del primer año de vivir allá se devolvieron a Bogotá. Fátima había empezado una maestría en escrituras creativas en la Universidad Nacional. Al poco tiempo, en 2011, comenzó a trabajar como profesora de escrituras creativas en LaSalle College, en la carrera de comunicación de moda. Iban al Quindío cada vez que abrían temporada. Pero después de cinco años, agotamiento y distanciamiento, decidieron dejar a un lado el proyecto.

Ahora los cinco (padre, madre, padre, hijo e hija) viven en Nueva York. Ella quiso hacer su segunda maestría en escrituras creativas, esta vez en NYU. Los tres acordaron irse para allá. "Ellos me han acompañado. Pues ahora estamos en Nueva York, por mí. Allá están mesereando, en trabajos varios. Tampoco es que tengamos una vida de lujo, pero estamos muy bien". Como en una familia convencional, dice, se necesita mucho trabajo, respeto, amor y desprendimiento. Se necesita sentar nuevos valores, porque no se trata de romper las reglas porque sí, sino de entender qué significa transgredir.

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Cuando terminamos el almuerzo salimos a recorrer la casa entera para sacarle las fotos. La casa en realidad son seis casas. Seis construcciones rodeadas de estanques, jardines, estatuas y muros de adobe. Es estar en una finca de tierra fría en el corazón de la ciudad, con su bulla y movimiento. Llena de gente, de cocineras, de obreros, de pintores entrando y saliendo, de visita, de empleados y perros. "Como ves, esta casa es mágica", me dice, mientras Cesilio le toma las fotos. Ella se pone nerviosa, pregunta si debe mirar a la cámara, y agrega que nunca ha sido buena para las fotos. Cesilio la tranquiliza y dice que a todos les pasa.

Seguimos con la entrevista. Ella saca una cajetilla de cigarrillos, nos ofrece y prende un Pielrroja sin filtro. Deja que la ceniza crezca en el cigarrillo. Cuando aspira, se entuba una bocanada de aire y la bota con la misma suavidad. Fátima escucha atenta las preguntas, piensa por un momento y luego suelta su respuesta. Siempre con la misma voz: no importa si la respuesta es sobre James Joyce o sobre la pornografía, sobre el neobarroco cubano o sobre el sexo con caballos. Responde siempre con esa voz paisa, esa voz cantada y serena, carcajuda.

Si le pregunto por el premio, por ese premio que ganó y no le dieron, ella hace igual. Escucha atenta, piensa un momento y luego suelta su respuesta. "Me di cuenta de que soy mucho más desprendida de lo que creo. Yo decidí no meterme en ese lío. Habría podido hacer más jurídicamente. Pero fue una guerra en la que no me quise meter porque me iba a quitar demasiada energía. Decidí dejarlo ir, dejarlo pasar".

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Cuando Cesilio dice haber terminado, ella nos pide que escojamos las mejores fotos. En las que no salga con el ojo más grande que el otro.

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En su maestría de escrituras creativas de la Nacional entregó como trabajo de grado una novela (casi) autobiográfica: Jardín de tierra fría. "Un proyecto muy audaz —dice Alejandra Jaramillo, profesora de la maestría, directora de la tesis—, donde hay una intención y una intuición de ella hacia la poesía". Una novela que sucede en un solo día —al mejor estilo de James Joyce (en Ulysses) o de Virginia Woolf (en Mrs. Dalloway)— al interior de una casa. La protagonista, Emilia, vive en la casa que su padre construyó hace 40 y que decidió poblar de hijas para que lo cuidaran a él. Emilia, que vive con su novio, y por un tiempo con su amigo, se da cuenta de que ambos tienen una relación a sus espaldas.

Fátima acaba de terminar su maestría de escrituras creativas en la Universidad de Nueva York. Y está por empezar un doctorado en la Universidad de Rutgers sobre las producciones culturales alrededor del sida en los años noventa en Colombia. De hecho, Galápagos, su segunda novela —la que entregó como tesis para la maestría en NYU— se trata sobre las memorias de un artista homosexual que agoniza de sida mientras recuerda un viaje en barco con sus amigos a las islas Galápagos. Una novela que se basa en la vida del pintor colombiano (un gay que padecía sida) Lorenzo Jaramillo.

"A mí me interesa mucho la historia del sida. Específicamente, porque me imagino a Pedro y a Daniel en esa época. Todo el tiempo tengo esa sensación". Y recuerda que a su papá la mayoría de amigos se le murieron de sida. "Cuando era niña, viví con ese fantasma: a mí me daban miedo el sida y la Virgen".

Ahora está concentrada en pulir ambas novelas —las que entregó como tesis de grado para cada maestría— para publicarlas. Está trabajando con el editor Esteban Hincapié, de la editorial Babilonia, en su novela Jardín de tierra fría.

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Luego de mostrarme parte de su biblioteca (una parte está en Nueva York y la otra la tiene su hermana) Fátima me pregunta si este artículo va a salir en la revista. Yo le digo que depende de los tiempos de cierre y edición.

—O sea que te toca correr para escribirlo.

Me da un beso generoso en la mejilla y cierra el portón metálico detrás nuestro. Un portón color óxido lleno de grafitis. Afuera, en la pared, leo la inscripción tallada en piedra:

"Familia".