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Tres veces Venezuela: una historia de poder, crisis y lucha social

Una crónica de un viaje a Caracas.

Antes de cruzar la puerta, cuando todavía cargábamos el equipaje, nuestro anfitrión nos advirtió: "Esta casa tiene dos normas: no se fuma tabaco y no se habla mal del comandante". Al entrar, vimos que la sala estaba presidida por un póster de Hugo Chávez. Nos hospedábamos en casa del amigo de un amigo en el centro de Caracas, y uno de sus pasatiempos favoritos era tumbarse en una hamaca, encenderse un porro de marihuana y ver Aló Presidente, el programa de televisión en el que Chávez hablaba durante horas de lo humano y lo divino con su arrollador carisma.

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Respetamos las normas y de vez en cuando veíamos juntos en la televisión al entonces presidente. Pero había un problema. Éramos dos periodistas extranjeros que habían llegado por primera vez a Venezuela con un encargo: escribir un perfil de Henrique Capriles, el candidato de la oposición a las elecciones presidenciales de 2012. En ese entonces, el opositor corría por ciudades y pueblos del país, enviando un mensaje de fortaleza como contraposición a los rumores sobre la inminente muerte de Chávez, que había superado dos operaciones contra el cáncer. Hablar de los opositores parecía una tercera prohibición implícita en esa casa.

Nuestro anfitrión, que era profesor de capoeira, bromeaba con su vecina, le decía que en vez de periodistas había acogido a espías. De las bromas pasó a las miradas desconfiadas y fue entonces cuando le dimos las gracias y nos mudamos.

La segunda advertencia que recibimos fue de un corresponsal extranjero: "Aquí no hay dos versiones; hay dos verdades". Caracas, esa ciudad en la que caminas con la impresión de que el tiempo se detuvo en la década de los setenta, cuando Venezuela era el país más rico de Sudamérica, un destino turístico preferido y presumía de ser el lugar del mundo que más whisky importaba —según algunos venezolanos, ellos inventaron el gesto de remover la bebida con el dedo— es el lugar que hemos conocido donde más se hablaba de política: en los cafés, en las panaderías, en los taxis, a la hora del desayuno, del almuerzo, de la cena. Muchos hablaban con un fervor religioso, más como predicadores de alguna palabra que como votantes. Lo hacían con amor al prójimo político y odio al rival.

Los primeros días nos entusiasmó que todos los caraqueños estuvieran tan pendientes de la política, pero cuando nos fuimos, un mes y medio después, estábamos cansados de recibir adoctrinamientos. El único momento dubitativo en los discursos que escuchábamos era cuando hacíamos el ejercicio de preguntar a los chavistas que nos dijeran algo malo de Chávez y a los opositores que nos dijeran algo bueno.

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