Fotografía Desactivadora dd Bombas Web (1)
Foto de portada: Rupa Flores
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Mirar, correr, atrapar: mujeres desactivadoras de bombas lacrimógenas en Perú

La marcha nacional peruana contra el expresidente de facto Manuel Merino y el Congreso convocó a miles de jóvenes a las calles. Entre ellos, a las mujeres desactivadoras de bombas, dispuestas a operar de nuevo si el abuso policial continúa.

Lo primero que debes hacer es mirar. Mirar hacia arriba para evitar que alguna de esas latas encendidas te caiga encima. Después toca concentrarse, de entre todas, solo en una. Seguir su trayectoria, reconocer su rastro, distinguir en qué lugar del asfalto ha caído. Luego tienes que correr, muy rápido, como si tu vida dependiera de la velocidad de tus piernas (lo cual es cierto), y ya cerca de la lata, que está envuelta en su propia bruma de gas asfixiante, debes agacharte y agarrarla con la mano enguantada para no quemarte, y meterla en el botellón de agua con bicarbonato y agitarlo con fuerza hasta que el artefacto se apague. Recuerda permanecer en cuclillas y con la vista fija hacia el frente, desde donde la policía no deja de disparar más bombas y perdigones. Todo ha de durar apenas dos minutos. Si pasa más, no podrás contra esa nube de gas. Y habrá que volver a tu sitio de vigilancia y empezar la operación de nuevo. Así se apaga una bomba lacrimógena.

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Esperanza*, ingeniera de 35 años, aprendió cada uno de estos pasos en un par de días, viendo tutoriales. Había notado con desconcierto la magnitud de la represión policial en la Marcha Nacional de Perú, en la que miles de jóvenes protestaron, desde el lunes 9 de noviembre, contra la presidencia de Manuel Merino y el Congreso. Entonces junto a unos 15 amigos y amigas de su barrio de Lima, Esperanza creó una brigada de desactivadores de bombas lacrimógenas. “Dijimos, ‘¿sabes qué? vamos juntos y hagamos algo’”, recuerda, “teníamos la responsabilidad de proteger a la gente”.

Pero no fue la única peruana que se enfrentó al gas lacrimógeno con indignación, ímpetu y videos de internet. De hecho, entre los “personajes” más resaltantes de la marcha (además de los paramédicos o los auxiliadores o los muñecos Elmo) estuvieron las mujeres desactivadoras de bombas. Como Esperanza, Claudia, Furia, Brenda* y Asiri*, chicas de entre 24 y 30 años, de distintas procedencias y ocupaciones, han asumido la tarea de desaparecer el gas lacrimógeno en cada manifestación. Acostumbrados a ver, leer y escuchar sobre héroes y mártires, guerreros y soldados, llama la atención un grupo de mujeres desafiando la brutalidad policial, parece algo raro. Pero no lo es. 

Luchar contra el Estado y luchar contra el gas

Ante todo alzaron la voz por la indignación y el hartazgo. “Porque estaba en contra del golpe de Estado y de las decisiones de los congresistas”, dice Claudia, 30 años, profesora de secundaria. “El Congreso estaba actuando por sus intereses personales, no por el pueblo”, reclama Brenda, 24 años, taxista y estudiante de Antropología. “Era una burla querer cambiar el gobierno en plena crisis sanitaria”, reniega Furia, 30 años, productora de eventos. “Se acabó ese tiempo en el que ellos podían vernos la cara y hacer lo que querían”, advierte Asiri, 25 años, abogada. 

Un día, el lunes 9 de noviembre de 2020, 105 de los 130 congresistas peruanos votaron a favor de la vacancia presidencial de Martín Vizcarra. La razón: Vizcarra está bajo investigación por supuestamente haber recibido sobornos de una constructora cuando fue gobernador de Moquegua, una región al sur del país. Asumió la presidencia quien en ese entonces era la cabeza del Congreso, Manuel Merino, uno de los más interesados en la destitución. 

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Desde la misma noche del lunes se volcaron a las calles de Lima y otras ciudades miles de peruanos y peruanas, sobre todo jóvenes como las chicas desactivadoras de bombas. Y no pararon de hacerlo los siguientes días de la semana. Según una encuesta, el total de gente que participó de las manifestaciones fue alrededor de tres millones: más o menos el 10% de la población de Perú. No era una defensa a Vizcarra, sino el rechazo a la clase política rancia y ciega al pueblo. Ni bien se hicieron del poder trataron, por ejemplo, de sabotear la reforma universitaria, asaltar el Tribunal Constitucional y censurar el canal del Estado. Una banda de señores y señoras que desbarató la gobernanza del país en un momento crítico, solamente para perseguir sus intereses personales. 

Eran marchas pacíficas, pero la represión policial se impuso con una dureza pocas veces vista en la capital: bombas lacrimógenas y perdigones al cuerpo, policías encubiertos realizando detenciones arbitrarias, hasta periodistas atacados mientras trataban de informar sobre lo que ocurría. Las autoridades negaron las agresiones e incluso el ex primer ministro, Antero Flóres Aráoz, agradeció a la policía por su labor

“Vi que la tarea que faltaba cubrir era la desactivación de bombas lacrimógenas”, cuenta Asiri, “había que hacer esa chamba”. “La gente que estaba arengando y bailando se retiraba ahogada”, recuerda Furia, “pensé que si alguien se encargaba de las bombas, las marchas podrían continuar”. El gas lacrimógeno se extendía entre los protestantes como una ponzoña que deja sin aliento: era la forma en que la policía los amedrentaba para abandonar la lucha.

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Como Esperanza, entre amigos y conocidos, Asiri y Furia hicieron las veces de organizadoras de grupos de desactivación de bombas lacrimógenas. Claudia se unió a un grupo mixto de más o menos treinta desactivadores convocado por Facebook, luego de pasar por un filtro minucioso de confirmación de identidad. A Brenda le ocurrió algo parecido, pero con un grupo de desactivación feminista. Alrededor de treinta mujeres reunidas para mitigar el gas lacrimógeno de la policía. Nunca antes, ninguna de ellas, había apagado un aparato similar. 

Ciertos políticos y cierta prensa deslizó que detrás de las marchas había algún partido o grupo empresarial. Pero la organización e instrucción se realizó por videollamadas, chats y tutoriales de Youtube, Instagram, TikTok, de brigadas de desactivadores de bombas de Chile y de Hong Kong. Las peruanas juntaron dinero con donaciones y compraron máscaras antigás, lentes antiparras, guantes contra el calor, bicarbonato de sodio, bidones de agua de cinco litros. “Los grandes aliados han sido las redes sociales y medios independientes y los mismos jóvenes que están grabando o transmitiendo en vivo y llamando a su gente”, dice Asiri, “podemos hacer grandes cosas desde lo virtual”.

La noche más triste no se perdona

Una vez aprendida la lección virtual, las desactivadoras de bombas partieron hacia lo que sería una cacería avalada por el gobierno de turno. Fue el sábado 14 de noviembre, la noche más cruenta de las hasta entonces seis jornadas de manifestaciones. 

Esperanza se quedó en la zona más peligrosa, entre el cruce de la avenida Abancay y el Parque Universitario, un sitio emblemático en las marchas limeñas: las más grandes suelen hacer su recorrido final por allí. “Había demasiada violencia de la policía, en cada disparo salían unas cuatro bombas lacrimógenas, era desmedido”, recuerda la joven ingeniera. Dice que falló en sus primeros intentos de desactivación, pero con tantas oportunidades para practicar, se volvió rápidamente experta. Dice que mientras desactivaba una bomba, no paraban de caer otras a su alrededor, muy cerca. Dice que ya no sabe cuánta gente herida vio ese día, como el periodista mexicano que se desplomó en la pista como un árbol talado. A pesar de que le cayó un perdigón en la pierna, ese día Esperanza logró desactivar más o menos cincuenta bombas lacrimógenas.

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Asiri, que también estuvo en el mismo sitio con sus amigas, nunca en su vida había oído tantos gritos y visto tanta sangre derramada. “Dos chicos salieron ultra graves, a uno le habían dado en la yugular”, recuerda, “estaba al lado nuestro, pudimos ser nosotras”. En medio de los pedidos de “¡Ayuda por favor!”, “¡Médicos por acá!”, “¡Necesitamos camillas!”, Asiri tuvo que concentrarse lo mejor posible para no fallar en su misión. Mirar, correr, atrapar, apagar. Mirar, correr, atrapar, apagar. Durante poco más de tres horas desactivó aproximadamente quince bombas y, además, ayudó a otras personas a hacer lo mismo. “A pesar de ver a tus compañeros ensangrentados, sigues y sigues y sigues apagando”, dice, “es agotador”.

Claudia, Furia y Brenda estuvieron también en el punto más álgido por un rato y luego salieron hacia otros lugares a continuar con el trabajo. Ellas desactivaron menos bombas que sus otras dos compañeras, pero asistieron a otros desactivadores. En el momento que corrían de un lado a otro sintieron miedo, pero no pensaron en renunciar. No fueron capaces de medir el tamaño del peligro. Brenda y Claudia, que son madres de niños pequeños, habían ido decididas a dar la pelea. “En el momento en que alguien gritó que estaban disparando perdigones al cuerpo pensé en mi hijo”, dice Claudia. Cuando llegó a su casa esa noche, Brenda encontró a su bebé aún despierto. Pensó que todo lo había hecho también por él. 

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La represión de la policía dejó dos jóvenes muertos, más de 200 heridos, y hubo más de sesenta desaparecidos. Al día siguiente, el domingo 15 de noviembre, Manuel Merino renunció a la presidencia. Ahora es investigado por delitos contra los derechos humanos. En apenas una semana, el Perú tuvo el récord inservible de tres presidentes: el lunes 16, juramentó el nuevo mandatario, Francisco Sagasti. Al igual que su agrupación política, el Partido Morado, siempre se opuso a la vacancia. Pero hasta ahora Sagasti solo ha cambiado a los altos mandos de la institución policial. Mientras tanto, las familias de los jóvenes asesinados, Inti Sotelo Camargo y Bryan Pintado Sánchez, aún no encuentran justicia. Las desactivadoras no creen que los peruanos hayan alcanzado ni de cerca la victoria.

Las secuelas y el futuro

“Lo que vi nadie me lo va a quitar de los ojos”, dice Esperanza. Han transcurrido varios días desde aquel sábado y cada tanto vuelve a recordarlo todo una y otra vez: “Mientras hablo, pienso en que pude morir, o pude ver morir a mis amigos… Es un sentimiento muy fuerte". Esperanza, que está en búsqueda de ayuda psicológica, cree muy injusto que los manifestantes acudieran  a la marcha protegidos como para la peor de las guerras. “Solo teníamos escudos y desactivábamos bombas”, reflexiona, "¿qué puede ser más pacífico que eso?”. 

Asiri reconoce estar viviendo algo así como un shock postraumático. Desde el 14 de noviembre no ha dejado de ver videos y fotos del lugar en el que estuvo, esa esquina donde por unos días se levantó un memorial lleno de flores y pancartas para los fallecidos. Los recuerdos están muy vívidos en su mente, las imágenes, muy nítidas y a veces se le presentan como pesadillas: “No hubo uno o dos, los heridos eran muchísimo y estaban graves”. De pronto, cuenta Asiri, le entran unas ganas de llorar que no logra contener. No está sola en la conmoción, les pasa lo mismo a compañeras. 

Las desactivadoras de bombas lacrimógenas están golpeadas, pero sería difícil derribarlas: además de ellas hay decenas que las podrían reemplazar. Según arrojan las cifras de un estudio, la media de la asistencia a las manifestaciones multitudinarias fueron las mujeres jóvenes, menores de 23 años de edad. Esperanza, Claudia, Furia, Brenda y Asiri se sienten listas para salir de nuevo a las calles. Sospechan del nuevo presidente, no creen más en el Congreso, que sigue siendo el mismo, tampoco confían en la policía que las hirió. En los últimos días han conseguido mejores equipos de protección, organizarse con la disciplina de un grupo profesional. Están vigilantes. No saben si el abuso policial continuará, pero sí que ellas saldrán a las calles para impedirlo. 

*Las entrevistadas prefieren no revelar sus verdaderos nombres por seguridad.