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El número de las fronteras

Un paraje en Pereira donde se pinchan los junkies

Hace rato que este rincón de la ciudad es un hoyo negro que se traga por igual vidas e ilusiones. Hace rato que esta ciudad es presa de la heroína.

Este artículo hace parte de la revista impresa de de VICE de agosto.

Foto por Gabriel Herrera.

Parado sobre el puente del Víacrusis se siente la turbulencia del río Otún. El agua arrastra consigo la basura de cuatro o cinco kilómetros de barrios populares y fábricas. No hace mucho, una maleta con las extremidades de un descuartizado se estancó en un pequeño arenero del barrio La Esneda. Desde aquí veo La Esneda. Hay un sendero empolvado y un hombre como de 30 años camina de la mano con un niño que le llega a las rodillas. Luego, la curva del sendero los oculta de mi vista.

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Dos jóvenes pasan a mi lado, trotando, pero no son los ejecutivos mañaneros que luego lucirán corbata en una oficina de abogados. Trotan o quizás huyen. Les dicen chirretes, ñeros, ñarrias, neas, galocheros. Miran con recelo. Veo su trayecto. Trepan por el camino destartalado —hace años, un Víacrucis— que conecta a Dosquebradas con el centro de Pereira en par zancadas. Cada tantos metros van apareciendo las estaciones de las caídas de Jesús rumbo a su crucifixión. La primera, al comienzo de la pared de la montaña, es una virgen enmohecida y aparejada por el musgo. Otra pareja de trotadores vuelve a zumbarme en el oído. Veinte metros camino arriba, Jesús ha caído por el peso de su cruz. Y un soldado romano amenaza con su látigo. Dos hombres aparecen: uno, sentado sobre el escaso pavimento y el otro, parado, dando pasos de aquí para allá, sin detenerse, mirando al suelo.

El desespero. El ansia. Saludo. Responden. El que no puede detener sus movimientos me pide una moneda para un cigarro. Tiene los ojos perdidos y encendidos. Es la mirada de la heroína. O de la falta de heroína. "Muchacho, una moneda", repite. Se la doy. Sus pupilas son una sola mancha oscura. Huele a bazuco pero nadie fuma. Huele a heroína hervida en papel aluminio. "Balazos", dicen por acá. Hace rato que este rincón de la ciudad es un hoyo negro que se traga por igual vidas e ilusiones. Hace rato que esta ciudad es presa de la heroína.

Un resumen diría: los narcos, al verse acorralados por la persecución de los gobiernos, inundaron con su mercancía las ciudades colombianas. Y para garantizar el negocio, incentivaron el consumo. En Pereira y Dosquebradas, en sus colegios públicos, en las esquinas más mórbidas y en los lupanares de bombillo rojo regalaron la primera dosis. "Probála", decían. "Verás el cielo". Adolescentes confundidos, universitarios desinteresados, prostitutas de trayectoria, homosexuales y transexuales de riesgo, sofisticados comensales de restaurantes fresa. Todos la probaron por igual. Casi todos conocieron el cielo. Y les gustó.

El que está sentado se amarra el brazo con un cordón. Sus manos corren apresuradas y torpes. Los dedos no le bastan para anudarse. Intenta y falla. Intenta y falla. No sé qué hacer. ¿Ayudarlo? ¿Dejarlo? ¿Sólo mirarlo? Intenta una vez más y lo logra. Con los dientes tira de un extremo. Las venas del antebrazo cobran vida. Parecen latir. Se inflaman. El hombre me mira. Es la mirada de la heroína. Sus ojos reclaman sosiego. El gesto de su cara se dobla de placer. La aguja babeante ha penetrado su torrente sanguíneo. Una gota de sangre sale del pinchazo y se desliza por la piel. "Hágale de ahí para arriba, sin miedo, que esto por acá es sano", dice a punto de caer en la duermevela.

El próximo giro del camino deja ver a Jesús siendo ayudado a cargar la cruz. No estoy seguro de continuar. Quizás temo continuar. El hombre me empuja: "Hágale que esto es sano por aquí". Aspira con fuerza. Se recuesta lentamente. Se va yendo.