Versos rayados: poemario en piel de Fausto Alzati

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Versos rayados: poemario en piel de Fausto Alzati

El escritor y artista Fausto Alzati incuba un proyecto inaudito: un poemario tatuado en 108 voluntarios que culminará con una exposición, un documental y un libro de fotografía.

Todas las fotografías de Manuel Curiel.

"Quien sabe de una cosa, sabe una sola cosa. Quien sabe de dos cosas, sabe al menos tres." Más o menos ésas eran las palabras de un profesor de la UNAM que encomiaba a sus alumnos a seguir vocaciones paralelas que eventualmente habrían de cruzarse. Recuerdo la máxima al entrar al estudio de Fausto Alzati, escritor y tatuador. Allí, Fausto incuba un proyecto inaudito: un poemario tatuado en 108 voluntarios que culminará con una exposición, un documental y un libro de fotografía.

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Fausto lleva tres años en su actual estudio en la Roma y al menos seis de tatuar profesionalmente. Paralelamente ha llevado una carrera de escritor compuesta por libros de ensayos y poemas donde la cultura pop tiene un maridaje insospechado con la mística budista. Cuando llego, está tatuando a una noble temeraria que decidió llevarse tres rayones en un sólo día. Dice no sentir dolor pero el profundo rubor de sus mejillas la contradice.

Ante el siseo de la maquina de tatuar y la pocas pero contundentes muestras de dolor que ésta provoca, más que un cronista me siento un entrometido que interrumpe una misa o un partido. Ella nunca se había tatuado y se entrega a la tarea con el fervor a lo desconocido que exigen las primeras veces. Fausto, en cambio, profesa el entusiasmo de quien ha llegado tarde a una vocación: antes de dedicarse a los poemas y los tatuajes, fue un periodista y traductor que sólo abandonó el tecleo impulsivo por salud: el dolor que provoca sufrir del túnel carpiano fue la oportunidad idónea para entregarse a otros oficios.

Hace unos cuantos siglos, "achaque" quería decir ante todo "pretexto". En el caso de Fausto, el viejo significado se cumplió con el rigor de una trama de novela. De lejos pareciera que el dolor en el brazo fue el pretexto idóneo para consumar dos pasiones de adolescencia: se hizo su primer tatuaje a los quince, el primer poemario que leyó fueron las letras del Appetite for Destruction de Guns N' Roses, sus primeros poemas fueron las letras de la banda en la que tocaba. Visto así, era sólo cuestión de tiempo para que ambas vocaciones se unieran:

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"Se me juntaron versos para un poemario y no me entusiasmó la idea de que se imprimieran en papel, hacer la presentación, que circule vaga o moderadamente aquí y allá… lo de siempre". Los lectores de poemas no sobran en el mundo y, por regla general, los pocos que hay son los mismos poetas. Arte paradójico, muchos asumen que la poesía goza de salud en estos "días raros de poesía sin clientes", como escribió Eduardo Milán, justo porque no hay nada semejante a una industria o un público masivo que interfiera con la labor de los poetas. Sólo la poesía que suena en las radios y los audífonos, de Calle 13 a los Smiths, de Juan Gabriel a Arcade Fire, obliga a precisar: la poesía escrita no tiene un gran público. Pero eso no impide que en actos como Poesía por Primavera o el Festival Verbo se pueda juntar la misma multitud que iría a un toquín de punk para escuchar, sí, poemas.

Justamente, la experiencia de tatuar poemas durante el Festival Verbo fue el antecedente directo que tuvo Fausto para arrancarse a publicar el poemario de forma no convencional y aplicar su propia filosofía sobre lo que ocurre con las agujas y la tinta. "El tatuaje no es sólo una marca, una cicatriz deliberada, una expresión; me parece más una exteriorización de rasgos internos, una especie de sinestesia. Se me juntaron distintos factores y dije: voy a unir las cosas que hago: antes que un libro impreso, mejor un libro rayado", cuenta Alzati.

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Entonces optó por una convocatoria en Facebook que se desbordó: "Pensé que caerían veinte y llegaron más de cien." Sin embargo, la exposición o el libro de fotografías no lo entusiasman tanto como las implicaciones de tatuar a 108 voluntarios: "una de las cosas chidas de hacer un poemario así es que tiene una naturaleza de campo expandido. Tú tienes un poema en el brazo y trabajas como mecánico. Cada que alguien va contigo, mientras estás haciendo tu chamba y demás, ve el poema. Lo están leyendo un chingo de personas en un chingo de contextos distintos: tiene movilidad, tiene vitalidad. Por otro lado, genera una comunidad anónima: tú te rayas un verso y a lo mejor una chava que trabaja de mesera tiene un verso en la pierna, y a lo mejor un güey que vende espejos de autos en la Guerrero tiene otro en el brazo: todos tienen un vínculo explícito. Más allá de los amigos o las parejas que vienen juntos a tatuarse, nadie se topa todavía".

Pero tatuar a 108 voluntarios (como una clara referencia a las 108 cuentas del yapa mala, el rosario budista) implica un proceso tan específico como atípico: Fausto Alzati lleva mes y medio de tatuar versos en 70 personas; la lista de voluntarios rebasa los 20 y en el día que me encuentro con él apenas faltan 18 apuntados:

"Me impresiona la respuesta de la banda, su apertura, su disposición. Llegan, les doy mi cuaderno, lo hojean, y cuando algo resuena con ellos eligen dónde van a tatuárselo. No quería digitalizar, quiero que vayan directo de mi cuaderno a un tatuaje. Eso sí, escogí como un pequeño gesto irónico una fuente de máquina de escribir como si el poema hubiera sido tecleado en la piel".

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Por regla general, idealmente un escritor está acostumbrado a corregir arduamente un libro antes de entregarlo a un editor. Sin embargo, un soporte físico alternativo, como lo es la piel de los participantes, obliga a variar las reglas de la edición:

"En vez de pasarlo a computadora, el proceso de corrección aquí es reescribir a mano y, como siempre, leer en voz alta: es el mejor proceso de edición; que tenga fluidez, que al decirlo suene natural. Después de sufrir del túnel carpiano escribir a mano me permitía mucha mayor fluidez porque así te comprometes un poco más: sigues y sigues; si algo no te gusta lo tachas, pero sigues".

Si algo se aprende al acudir a un mal taller de poesía, rito de paso casi ineludible, es que, como diría David Foster Wallace, a los poetas les hace mucha falta hablar más con la common people, la gente que lleva años acostándose con la misma pareja o que fatiga las horas en empleos que desprecia. Los poetas parecen vivir al margen de todo eso, aun si han acudido a los buenos talleres de poesía donde uno aprende que esa materia verbal —que quizá más adelante pueda llamarse poesía— es capaz de asaltarte en lugares tan insospechados como el rótulo alburero de una combi, una plática trasnochada o, incluso, un libro de poemas. De ahí que para mí, que acudo a los conciertos como a una liturgia secular, no sea difícil empatizar con escritores que han llegado a la literatura de formas alternativas, como las letras de canciones o las implicaciones casi místicas de un tatuaje. Escritores que dudan antes de aleccionar sobre la correcta forma de dedicarse a un arte que desde fuera parece un club aburridísimo:

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"No sabría cómo dar un taller de poesía. Creo que no sabría cómo decirle a alguien: escribe poesía. Lo único que podría sugerir sería 'drógate, déjate de drogar, fornica con extraños, deja de hacerlo'; cosas que provoquen huecos en tu percepción de la realidad, en tu lógica, tu discurso interno, y te permitan ser vulnerado por tus experiencias, que hagan brotar un intercambio con el lenguaje que es psicotrópico: cuando leo a García Lorca lo suficiente cambia mi estado, mi percepción es muy distinta. Medito desde hace años. Hay muchas prácticas budistas que me parecen potentes y sensatas a la hora de trabajo con los afectos y la cognición. No me considero un budista estricto. Lo hago como experimento riguroso. Para muchos de nosotros que no somos precisamente religiosos el arte cumple esa función ritual. El tatuaje es un suceso ritual: hay intimidad, hay dolor, la piel es lacerada, la tinta se inyecta en la piel. Cuando tatúas, la gente te cuenta muchas cosas. Es catártico. El dolor te impide fingir, simular. Y después del dolor viene la comunicación. La vida nos lastima todo tiempo, deja cicatrices, pero una tatuaje es deliberado: lo escoges, es voluntario".

Sin embargo, la hora de ver el proyecto literario de Fausto Alzati en acción se ha postergado indebidamente: para este entonces la temeraria de los tres tatuajes se ha ido y uno de los voluntarios que acudiría hoy nos ha dejado plantados. Nos vamos a comer como si fuera el medio tiempo de un partido donde aún no llega el gol misericordioso.

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Regresando de la taquería, el siguiente voluntario del proyecto también falta a la cita y Fausto busca convencerme de que me haga mi primer rayón. Sin embargo, no soy precisamente un partidario del periodismo gonzo. Hace más de diez años desde que pasé por el amable trámite de la aguja para hacerme dos perforaciones; durante años consideré tatuarme la Trifuerza (sí: la de Zelda) y lo callo deliberadamente cuando Fausto me confiesa que en la vitrina de los tatuajes que no debió hacer, a lado de las parejas que no escuchan razones a la hora de tatuarse sus nombres, está aquel que le pidió a un fanático de Zelda: una Trifuerza noventera, con escudo de Link incluido.

Es no impide que Manuel Curiel, el fotógrafo que no ha tenido la oportunidad de probar este día sus habilidades, se proponga como voluntario para portar un poema de Fausto. Después de todo, ser conejillo de indias en estos menesteres no es nuevo para él: en el brazo derecho lleva un tímida flor de loto que le hizo su hermana cuando ésta apenas era una voluntariosa principiante. Acaso como compensación por el rayón desafortunado, en la espalda porta una frase budista mucho más sensata y lograda, como prueba del rigor litúrgico que profesa hacia una filosofía que comparte con Fausto. Así, tan envalentonado como dudoso ("¿qué dirá mi vieja cuando me vea este rayón?"), Manuel elige el poema que habrá de tatuarse y literalmente cruza la avenida para ir a su departamento a rasurarse la pantorrilla.

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A la espera de que Manuel regrese con bien de su misión depilatoria, me convenzo de aprovechar la oportunidad y elijo rayarme no un poema de Fausto, sino un tatuaje que mi déficit presupuestario había relegado por años al apartado de deseos que cumpliría cuando fuera rico: el acrónimo de una organización secreta que Thomas Pynchon, mi escritor vivo favorito, menciona en La subasta del lote 49: W.A.S.T.E.

Ya depilado, Manuel regresa portando la playera de las Panteras de Carolina, como si la impronta del equipo de americano al que le vas pudiera transmitirte el valor suficiente para llevar otra en al pantorilla. Ciertamente ni Manuel ni yo sabíamos al despertar que saldríamos rayados de esta entrevista. Ante el inminente encuentro de Manuel con la aguja, que se remanga el pantalón con la audaz disciplina de un fotógrafo de guerra, recuerdo una manida frase de Samuel Beckett: "No hay juego de vuelta entre el hombre y su destino". Como la anotación que define un encuentro, hay decisiones que reclaman dejar de lado dudas y temores. En la zona de la vida reservada a las creencias y las convicciones, no me parece una casualidad que Manuel haya elegido un poema que comulga con una noción práctica de la reencarnación y con un afán de barriada:

Solo una cosa pido:
sobre el cadáver
siembra un árbol de mangos
para que sigan
comiendo de m
í.

Al principio me encargo de fotografiar la sesión, pero al ver que el dolor no interfiere con sus capacidades, Manuel me pide la cámara para registrar el evento en un gesto que subraya la hermandad de dos profesiones: ¿qué es una fotografía sino un tatuaje de luz sobre pixeles o papel? La determinación que exige el oficio de capturar el presente lo emparenta con el tatuador: parafraseando a Borges, el ejecutor de una empresa semejante debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado: es decir: para no cagarla estrepitosamente, hay que pretender que la foto ya fue predispuesta, casi tomada. Como bien nos han enseñado los delanteros mexicanos —capaces de embarrar balones destinados al gol cual mierda en el travesaño—, la duda no sirve en oficios que dependen de instantes:

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"La parte tensa de tatuar es que no puedes borrarlo. Sólo tienes un chance de hacer que quede bien. Te obliga a concentrarte, a estar presente". En teoría, aquí no caben los arrepentimientos, pero incluso las excepciones sirven para cumplir la regla; y no me refiero a las clínicas láser donde remueven rayones frutos de la torpeza: "también uno debe arrepentirse de sus tatuajes, es parte del proceso de portarlos y de asumirlos. De la misma forma en que puedes arrepentirte de muchas cosas y más adelante admitir que fueron de lo mejor de tu vida".

Creo entender lo imprescindible que es ese eventual arrepentimiento, no porque el tatuaje sea para siempre sino porque es, ante todo, nuestro: los casados saben que a veces es indispensable arrepentirse de la pareja para seguir con ella, los que escriben saben que deben arrepentirse de viejos textos para poder escribir otros y luego volver a los viejos, quererlos nuevamente. De la misma forma, los resucitados que han muerto por minutos comparten una chocante convicción: regresan a la vida de una forma mucho más intensa, como si siguieran en ella por voluntad y no por instinto. Quien cambia eres tú, no el tatuaje; por eso te arrepientes de él.

Al menos eso quiero creer antes de sellar el tatuaje de Thomas Pynchon sobre mi muñeca. "Fuiste a entrevistar a un tatuador y saliste tatuado, ¡qué bueno que no fuiste a entrevistar a un asesino!", van a bromearme en los días siguientes los compañeros de la oficina. Y lo cierto es que no, esto no estaba planeado, pero me comporto como si lo estuviera. Respiro aliviado después de que rayan la W de mi tatuaje. Francamente, esperaba un dolor mucho mayor al de mis perforaciones. Tanto Fausto como Manuel me dicen que es normal que uno sufra más por la expectativa que por la laceración en sí. No parezco indiferente, como Manuel que mantuvo una tranquilidad desconcertante durante su tatuaje, pero tampoco me enrojezco hasta las lágrimas como la chica que Fausto estaba tatuando cuando llegué. Sólo la S tatuada sobre mi tendón me hizo dibujar la misma mueca que provoca un balonazo en los huevos y encontrar una variante a un aforismo de Karl Kraus: quien pronuncia un dolor es dueño; quien lo calla es su esclavo.

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La entrevista continúa mientras Fausto cubre mi muñeca con plástico. No es para menos: si algo tiene este proyecto del cual ahora Manuel también forma parte, es que no se limita a una página, no es algo que deja de ocurrir cuando cierras el libro: este poemario habrá de transitar, como sus portadores, de formas insospechadas. Es impredecible la manera en que esto versos habrán de encontrar lectores casuales:

"Me gustaría reunir en diez años a toda la banda que se tatuó este libro. Ver a dónde llegó este libro, cómo circuló, la experiencia alrededor de un verso que traes de por vida, qué efectos ha tenido llevarlo diez años en tu cuerpo. ¿Quién dice que dos personas que llevan parte de un mismo poema no pueden toparse más adelante?".

Al final de cuentas, lo que Fausto Alzati pone en juego con este libro es más que sólo palabras o soportes alternativos. Este arte que por fuera parece sólo tinta bajo la epidermis, mecánica básica y electricidad puede ser, si así lo deseas, tan espiritual como corporal, tan mundano como trascendental:

"El tatuaje lleva mucho siglos con nosotros, es tan viejo como cualquier civilización; desde los restos prehistóricos de tatuajes, hasta los que no podían hablar en ciertas sociedades si no estaban marcados. La palabra tattoo viene de la Polinesia, es una onomatopeya del martilleo. No es casual que las primeras personas en tatuarse en la era moderna fueron marineros y luego la realeza: es un gesto de soberanía. En el trasfondo ritual, cuando estás bajo la aguja estás obligado a un grado de introspección, de tolerancia, de paciencia. Es más que decorarse: haces tu cuerpo tuyo. El cuerpo está a la deriva: es de los padres, de los hijos, del mundo; cuando arrestan a alguien primero someten su lenguaje corporal. Y aquí dices: voy a significar mi cuerpo; tú decides qué significa, quién y cómo lo ve".

"Si no estás lo suficientemente cerca, no estás", me dice Manuel, ya afuera del estudio de Fausto, parafraseando a Robert Capa sobre el arte y el riesgo de la fotografía. Los poemas, las rolas que valen la pena exigen la misma clase de sacrificio: si no estás lo suficientemente cerca, no estás. Son memorables, producen arrepentimientos. Llevamos su impronta. Un tatuaje sólo hace visible esa suerte de compromiso con una pieza artística donde encontraste, ante todo, algo sobre ti mismo. Eso quiero pensar sobre el tatuaje que ahora llevo. Es sobre La subasta del lote 49, pero también sobre Radiohead: no sólo es mi banda favorita: por ellos conocí los libros de Thomas Pynchon.

El libro lo escribió y tatuó Fausto Alzati, pero acaso la autoría del libro deba recaer sobre aquellos que, como Manuel, han decidido llevar esos versos en su cuerpo. Como recuerda la ensayista Johanna Hedva al hablar sobre las dudas existenciales de Hamlet, la noción de autoridad viene de autoría: Hamlet puede ser autor de sí mismo. Este libro, excéntrico, disgregado, fue idea de Alzati pero sus auténticos autores son los que portarán sus versos en una complicidad secreta y anónima, como si pertenecieran a una secta o una organización secreta. ¿Qué lectores habrán de encontrar? ¿Qué harías si te encontraras un día con alguien que lleva en el brazo la parte faltante del poema que traes en la nuca, como si fuera el anverso de tu propia historia? Sólo un proyecto nacido al cruzar dos vocaciones podría proponer este eventual cruce de destinos. "Quien sabe de do cosas, sabe al menos tres". La tercera, claro está, depende de una conexión, tan súbita como armónica: ahí está el poema.

Eduardo de Gortari (Ciudad de México, 1988) es autor de los poemarios La radio en el pecho y Código Konami. Los suburbios, su primera novela, fue elegida como uno de los mejores debuts del año por el diario Reforma y fue votada por los lectores de la revista chilena Lector como mejor novela juvenil del 2015.