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Actualidad

El narcotráfico en Colombia es más viejo de lo que parece

Hablamos con el historiador Eduardo Sáenz Rovner sobre su libro Conexión Colombia, los vaqueros de la cocaína y si el país fue (¿es?) una narcodemocracia.

En diciembre de 1956, los colombianos Rafael y Tomás Herrán Olózaga fueron capturados en La Habana con un cargamento de heroína, y acusados de ser jefes de una red de narcotráfico. Estos hermanos, nacidos en 1912, venían de las élites payanesas y antioqueñas. Por el lado Herrán, eran descendientes directos de dos presidentes del siglo XIX: Tomás Cipriano de Mosquera y Pedro Alcántara Herrán. Y por el lado Olózaga eran primos hermanos de los Echavarría Olózaga, de los clanes industriales más poderosos del país. Tenían un laboratorio en su villa de El Poblado, Medellín, donde procesaban heroína y cocaína. Ya desde finales de los 30 se sospechaba de ellos, dueños de la farmacia Unión, como participantes del desvío hacia el mercado negro de opiáceos que habían sido importados legalmente de Alemania. Fueron pioneros del narcotráfico en Colombia cuando era un negocio que no podía hacer cualquiera: se necesitaban contactos internacionales, plata y un conocimiento particular de esa economía ilegal.

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Opiáceos: placer y dolor

El historiador Eduardo Sáenz Rovner se topó con esta historia por casualidad. Cuando estaba en los archivos nacionales de Estados Unidos, en el proceso de investigación de su libro Colombia Años 50. Industriales, política y diplomacia (2002), encontró unos documentos que decían “Colombia Narcotics”, que abarcaban de los 30 a los 50. Ahí estaba la historia de los Herrán Olózaga y varias otras. Luego de escribir La conexión cubana. Narcotráfico, contrabando y juego en Cuba entre los años 20 y comienzos de la revolución (2005) y encontrar aún más información sobre el narcotráfico en Colombia en la primera mitad del siglo XX, se metió de lleno en el tema. “Se ha escrito mucho sobre narcotráfico por periodistas, politólogos y economistas. Pero desde la historia, con trabajo de archivo, no hay tanto”, me explica en entrevista vía Zoom.

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Eduardo Sáenz Rovner, autor de Conexión Colombia.

Así surgió Conexión Colombia. Una historia del narcotráfico entre los años 30 y los años 90 (2021), su nuevo libro, publicado por Crítica. En este, Sáenz presenta los inicios del tráfico de drogas en Colombia y cómo se desarrolló y explotó a partir de los años 70, sin que las crecientes medidas restrictivas pudieran parar su aumento astronómico. Lo hace a partir de la información inédita que obtuvo con un riguroso trabajo de archivo, que incluyó el Archivo General de la Nación, el de la Cancillería, y el de la Presidencia, así como archivos judiciales de Nueva York y Florida, archivos presidenciales desde Nixon hasta Clinton, documentos diplomáticos y antinarcóticos. Así también muestra cómo el narcotráfico marcó las relaciones entre Colombia y Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX.  Es una historia compleja, que va mucho más allá de Pablo Escobar.

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A partir de esa rigurosidad investigativa, Saénz derrumba dos mitos que han hecho carrera en cómo se piensa el narcotráfico en Colombia. Primero, demuestra que no empezó en los años 70. “Unos hablan del boom de la marihuana luego de que fumigaran en México. Otros hablan del golpe de estado de Pinochet en Chile. Hablan de que Colombia satisfizo la demanda norteamericana. Pero hay que cuestionar esa versión”, afirma Sáenz. Él expone la prehistoria del narcotráfico, antes de la explosión y abundancia que vendrían, y muestra que desde los 30 ya Colombia era vista por la comunidad internacional como uno de los países pioneros del tráfico ilegal de drogas.

Segundo, Sáenz critica la idea de que Colombia y los colombianos han sido víctimas pasivas del narcotráfico. “Esta versión les resta agencia. Por ejemplo, por supuesto que la producción de café se disparó con la mayor demanda norteamericana, pero la producción estaba en manos de productores colombianos, que, a través de la Federación Nacional de Cafeteros, durante décadas han buscado aumentar y consolidar los mercados. Nadie negaría su agencia. Los narcotraficantes colombianos fueron empresarios con bastante iniciativa e independencia en esta actividad económica”. No fue solo que Colombia satisficiera la demanda de Estados Unidos, que creció en los 70. Y tampoco, como dijo en esa década el presidente López Michelsen luego de que un programa de CBS señalara que el narcotráfico en Colombia llegaba hasta el Gobierno y altas esferas del Estado, que eran los estadounidenses los que nos corrompían.

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Tras la Segunda Guerra Mundial, la migración de colombianos hacia Estados Unidos aumentó. Y un número de ellos empezó a desarrollar redes de narcotráfico desde los años 60. Estas redes crecieron en los 70, década en la que surgieron en Miami y el sur de Florida los cocaine cowboys, o vaqueros de la cocaína, narcotraficantes colombianos famosos por sus formas sanguinarias de solucionar conflictos y disputarse el trono y el territorio. “La violencia que llevaron los colombianos a ese país era desconocida. Y todos esos homicidios que escandalizaban a Miami y tenían a la gente con los pelos de punta eran de colombianos que mataban a rivales colombianos, muchas veces de forma indiscriminada”, afirma. Y aunque se puede pensar que el narcotráfico equivale a violencia, Sáez reta esa idea. “En el trabajo que hice sobre Cuba no encontré prácticamente casos de violencia, por ahí una pelea entre pequeños narcos que dejó un muerto. Uno puede pensar que Colombia, como un país con antecedentes de violencia, la trasladó a su práctica de narcotráfico, y no que el narcotráfico trajo la violencia a Colombia. ¿Pero sabe qué es lo más triste? La aceptación de colombianos muy decentes de esa violencia como algo natural”. No todos los problemas de Colombia, pues, se explican a través del narcotráfico.

El narcotráfico es un negocio internacional, y conforme el país se fue integrando más a la economía estadounidense y mundial, y había más redes de colombianos en el extranjero, más personas pudieron entrar al negocio. “Así más gente tuvo la posibilidad de meterse en ese comercio internacional. El solo hecho del aumento de los vuelos entre Colombia y Estados Unidos en los 60 ayudó mucho, porque ahí iban las mulas. Muchos casos eran empleados enviados por algún narco, pero muchos otros eran freelancers, que se arriesgaban”. Por eso, añade, Cuba era un lugar central en el narcotráfico de la primera mitad del siglo XX: por su integración con la economía internacional, que le permitía recibir heroína elaborada en Marsella con pasta de amapola turca y enviarla a Estados Unidos, así como la cocaína sudamericana. Y con la globalización, Colombia empezó a consolidarse como potencia. “Es irónico, pero el narcotráfico ha sido una actividad muy democrática desde lo económico. En los 70, mucha gente se metió en el negocio, gente que unas décadas atrás no hubiera podido, precisamente por la integración de Colombia a la economía norteamericana”.

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“Es irónico, pero el narcotráfico ha sido una actividad muy democrática desde lo económico”.

Mientras Nixon les declaró la guerra a las drogas en Estados Unidos, Sáenz muestra que en Colombia hubo cierta tolerancia del narcotráfico y sus dividendos. Los gobiernos oscilaban entre satisfacer las demandas de Washington, utilizar la agenda narcotizada a su favor y manejar a su forma el fenómeno político, social y económico del narcotráfico. Conexión Colombia muestra que la actitud de las élites políticas y sociales era entre indiferente y ambivalente. Sáenz expone varios ejemplos: “En los años 70, Fabio Echeverri Correa, presidente de la Asociación Nacional de Industriales (ANDI), propuso que se legalizara la marihuana para meter esa plata en la economía formal y gravar a los marimberos, para así bajarles los impuestos a los industriales. Y en el Gobierno de López Michelsen, el Banco de la República dispuso que usted pudiese repatriar sus capitales del exterior sin que se le hiciesen preguntas. Las divisas externas eran fundamentales para la economía, pero al permitir ese mecanismo podría entrar el dinero del narcotráfico. Por eso se le bautizó coloquialmente a esa medida como la ventanilla siniestra del Banco de la República”.

La ambivalencia del poder también se expresó en qué se dejaba hacer y qué se penalizaba. O, más bien, a quién. Cuando llegó al poder en 1978, Julio César Turbay cargaba con toneladas de presión: el Gobierno de Jimmy Carter tenía indicios que lo relacionaban con el narcotráfico, y así se lo expresó el embajador Diego Asencio. Entonces, Turbay militarizó La Guajira, el departamento más al norte de Colombia, como medida para luchar contra el cultivo y exportación de marihuana. “Se arrestó a un montón de gente, pero los peces gordos continuaron muy tranquilos. A Raúl Dávila Jimeno (de los principales exportadores de marihuana de la época), por ejemplo, no le pasó nada. A las élites samarias metidas en el negocio no les pasó nada”, afirma Sáenz. Así, esta lucrativa economía del crimen floreció en un ambiente de indiferencia y hasta complicidad de las élites colombianas, aunque se esforzaran en demostrarle a Estados Unidos que hacían todo lo posible para combatir el tráfico de drogas.

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“Los gobiernos oscilaban entre satisfacer las demandas de Washington, utilizar la agenda narcotizada a su favor y manejar a su forma el fenómeno político, social y económico del narcotráfico”.

Bogotá necesitaba la confianza de Washington, y la acción conjunta de los gobiernos es parte importante de Conexión Colombia. Sin embargo, Washington solía encontrarse con hechos que ponían en duda el compromiso de Colombia con la causa antinarcóticos. En 1989, durante la presidencia de Virgilio Barco, el Gobierno presentó una reforma constitucional. “Unos congresistas, liderados por Álvaro Uribe y entre los que estaba su primo Mario Uribe, metieron un artículo que fue considerado como un mico: consultarles a los colombianos si querían tumbar la extradición. Inmediatamente el ministro de Gobierno Carlos Lemos Simmonds, furioso, retiró la propuesta de reforma, porque estaban quitando la principal herramienta para combatir a los narcos, lo que más miedo les daba. Uribe seguía insistiendo. Decía: ‘Tenemos que buscar formas más creativas’”. Y hay otra mención a Uribe en Conexión Colombia. Así la explica Sáenz: “Un informe de inteligencia militar norteamericana de 1991, antes de que Uribe fuera gobernador de Antioquia, listó poco más de cien personas que tenían que ver con la organización del narcotráfico en Medellín. Estaban Pablo Escobar, los Ochoa Vásquez, los abogados que le trabajaban abiertamente a los narcos. Y aparece Álvaro Uribe, como ‘Senador y abogado antioqueño, cercano a Pablo Escobar, al servicio de Pablo Escobar’”.  

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Sáenz acaba su investigación con el Gobierno de Ernesto Samper (1994-1998). Con Samper, dice, los capos del narcotráfico tocaron el cielo y el infierno: pudieron poner a un presidente, pero luego les llegó la avalancha de la ofensiva estadounidense. “Samper quedó totalmente arrinconado y, curiosamente, le cedió al Gobierno norteamericano más que cualquier otro presidente. Puso otra vez la extradición, aunque sin retroactividad. Puso la extinción de dominio. Es más, le tocaba presionar al Congreso, que también estaba financiado por los narcos de Cali, para pasar esas medidas. Estaba muy débil”, afirma el autor. Así, la organización de los Rodríguez Orejuela fue desmantelada por operaciones combinadas entre la embajada estadounidense de Myles Frechette y el jefe de la policía Rosso José Serrano, que venía de ser agregado policial de la embajada en Washington y fue impuesto por Estados Unidos, que desconfiaba de la institucionalidad colombiana. “Más de uno me ha dicho, ‘Bueno, pero el narcotráfico continúa’. Sí, pero la importancia institucional que tenían narcos como Pablo Escobar o los Rodríguez Orejuela, que prácticamente arrodillaron al establecimiento político del país, ya no la tienen. Y en eso sí contribuyeron los norteamericanos”, reflexiona.

Conexión Colombia aborda otras dimensiones impactadas por la economía ilegal, como los derechos humanos. “El narcotráfico y los derechos humanos van juntos, porque la guerra contra el narcotráfico en Colombia ha servido como pantalla. En Colombia todo se explica con narcotráfico”, afirma Sáenz, que muestra cómo desde Turbay hasta Gaviria se utilizó el discurso de la guerra contra las drogas para reprimir el disenso y a la oposición. “Cuando estaban liquidando a la Unión Patriótica, la historia era que había unos conflictos entre Rodríguez Gacha “El Mexicano” y gente de las FARC, y entonces Rodríguez Gacha decidió liquidar ‘el brazo civil de las FARC’, como le decían a la UP. O sea, era culpa del narcotráfico, como si no tuvieran nada que ver los militares. Durante el Gobierno de Gaviria, luego de que bombardearan Casa Verde, donde estaba el secretariado de las FARC, empezó a salir publicidad en los periódicos y la televisión que le declaraba la guerra tanto a los jefes de las FARC como a los capos de la droga. Aparecía la foto de Manuel Marulanda Vélez y la de Pablo Escobar. ‘Juntos los estamos derrotando’, decía. Los ponían a todos en el mismo saco”. No es nada nuevo, pero el autor lo resalta: las élites colombianas son profundamente derechistas y ven a la izquierda como un objetivo a exterminar. En esta misión, el narcotráfico ha sido la excusa perfecta.

“El narcotráfico y los derechos humanos van juntos, porque la guerra contra el narcotráfico en Colombia ha servido como pantalla. En Colombia todo se explica con narcotráfico”.

Luego de leer Conexión Colombia, queda abierta la pregunta de por qué Colombia se convirtió en potencia del narcotráfico. No basta con el clima o la cercanía a Estados Unidos. En los 50, Guayaquil era un centro importante de elaboración de heroína, y Chile jugaba un papel clave en la exportación de cocaína. Una vez más, ¿por qué Colombia? Sáenz responde extendidamente: “Es una sumatoria de factores. La tolerancia social y política es muy importante. Desde los 70 era muy claro que muchos querían participar del pastel. Los cafeteros e industriales que pedían que legalizaran la marihuana para gravarla y bajarle los impuestos a la ‘gente bien’. La ventanilla siniestra también es parte de esa tolerancia y del afán de irrigar con dólares la economía colombiana sin hacer preguntas al respecto. También está la cuestión de las actividades criminales no castigadas y hasta toleradas en Colombia, como el contrabando, la falsificación de divisas, las bandas dedicadas al crimen. Luego, el desarrollo de redes de bandidos colombianos entre las comunidades de colombianos en los Estados Unidos, y tenían la ventaja comparativa de que pagaban fianza y se volaban. Y está la aceptación social en Colombia. También una cosa empresarial del rebusque, importante para el narcotráfico: la posibilidad de enriquecerse rápidamente. En el narcotráfico se metió medio mundo. Y cuando había persecución al narcotráfico se cogía a los peces pequeños”.

Sáenz empieza y termina su libro con la declaración de Joseph Toft, entonces director de la DEA en Colombia, de que el país era una narcodemocracia. Lo decía por Samper y el proceso 8.000, pero también por Gaviria, que sabía del caso desde antes de las elecciones de 1994. Conexión Colombia muestra con claridad que desde los 70 ya Estados Unidos sospechaba que el Estado colombiano estaba penetrado por el narcotráfico. Entonces, ¿fuimos o no fuimos una narcodemocracia? “El hecho de que este libro se pueda publicar demuestra que sí hay una forma republicana de gobierno, aunque a más de un autor le ha tocado irse del país después de publicar un libro. En Colombia uno vota por presidente cada cuatro años, hay Congreso. El término ‘narcodemocracia’ es fuerte, ofendió mucho. ¿Pero qué pasa cuando usted tiene un país donde se aniquila un partido político como la Unión Patriótica? Acá los jefes paramilitares, que eran narcotraficantes, fueron al congreso y fueron aclamados por políticos que ellos habían ayudado a elegir. Ni hablar de los narcotraficantes que pusieron, al menos, un presidente. Oiga, democracia en el sentido formal, sí, pero ¿Hasta qué punto toda esa tolerancia y toda esa penetración del Estado colombiano por parte del narcotráfico y el paramilitarismo es lo que uno considera democracia?”.

Sáenz sentencia: “Yo a veces pienso que la cosa va más allá de “narcodemocracia”: Colombia en cierto momento fue una narcocracia”.