La Media Luna cartagenera solía ser un largo prostíbulo

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La Media Luna cartagenera solía ser un largo prostíbulo

El barrio de Getsemaní ha cambiado por cuenta de los inversores y empresarios que allí invierten su dinero. Cartagena no es ajena al fenómeno de gentrificación. Una antigua prostituta de la zona nos cuenta la transformación.

Anabel* levanta la mano para que se la choque y celebremos juntas. Sonríe con esos ojos verdes que tiene, pensando en las primeras noches de "maldá" en Las Palmas, el burdel donde trabajó cuando llegó a Cartagena hace 29 años. Maldá. Así le llama al sexo, a las drogas. "A las seis de la tarde empezaban a llegar los hombres, se sentaban y enseguida les echaba el ojo. Cuando llegaba alguno que me gustaba, me le acercaba, coqueteaba, le hablaba al oído y dejaba que me invitara a tomarme una o dos cervezas. Luego nos íbamos a la habitación a tin-tin-tin".

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Las Palmas quedaba en el barrio El Bosque, cerca al puerto. A unos veinte minutos en carro desde el Centro Histórico de la ciudad hacia el sur. Era concurrido por marineros que después de semanas a bordo de buques cargueros, bajaban ávidos de los placeres del amor fugaz y la arrechera.

Anabel tiene 50 años, pero dice que no se le notan. Tiene razón: no se le notan. En estos días anda por Getsemaní con sus termos de café y galletitas. Camina por el barrio forrando sus curvas carnosas con leggins y camisetas de algodón sin manga. Siempre bien perfumada, saluda a todo el mundo, tiene a alguien con quien charlar en cada esquina.

Pasa los días paseando por la Calle de la Media Luna, esta avenida de dos carriles y seis cuadras de largo, que atraviesa el barrio Getsemaní de Cartagena. En la tarde se sienta a la sombra de una acacia en uno de los muros blancos del Parque Centenario. Justo donde hoy está echando cuentos y sirviendo tintos y aromáticas.

—Ese es Yair. El también es de aquí de la cuadra, por eso se está riendo.

Señala a un chico flaco y tímido que nos escucha sentado en otro muro a unos tres metros de donde estamos. El es un "cabrón", dice ella. Eso quiere decir que es el novio de otra de las prostitutas que trabaja en la cuadra con Anabel. "Siempre anda merodeando para cuidar a su mujer y procurar que consiga la plata del día", dice.

Todas las fotos de Paola Nirta.

Anabel llegó a La Media Luna porque se enamoró de un marinero que la sacó de Las Palmas, se la trajo a vivir acá, y luego la abandonó para regresar al mar. Cuenta que cuando llegó a la calle no era lo que es ahora. Era una hilera oscura de edificios maltrechos, moteles y bares hechos para el vicio, "uno se daba la espalda y lo atracaban. A mí me atracaron como cuatro veces, me atracaban las otras mujeres. Esperaban que uno saliera de la habitación y le quitaban la plata; estaba negociando con un cliente y se le venían por atrás y lo agarraban por el pescuezo con un puñal. Como uno era más novato no se la sabía bien, pero después fui cogiendo el hilo".

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A la que más recuerda es a Candelaria. Ella era la líder, la "chacha" y la primera que la atracó. "La hembra estaba sentada ahí", dice, y señala las ruinas de una casa republicana que a principios de siglo XIX era el Club Cartagena, "se cruzó y me dijo dizque: 'regálame 100 pesos'. Yo saqué la carterita para darle la plata y ella me peló un pico de botella, me arrebató la cartera y el reloj que tenía. A ella la mataron en Montería".

Candelaria sigue siendo una leyenda entre las chicas de la cuadra porque hasta cuando estaba embarazada se peleaba a puñaladas con cualquiera. No había quién le ganara. "Ahora ya no hay 'chacha', ya todas somos iguales", dice Anabel.

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En las noches de fin de año de Cartagena todas las ventanas que dan al mar son lugares sagrados por los que entra la brisa que aplaca el calor de la tarde. Junto a una de esas ventanas el historiador Javier Ortiz Cassiani habla de la historia de la Media Luna. Él trabaja en el Centro Nacional de Memoria Histórica y lleva años investigando la historia de la ciudad después de la segunda mitad del siglo XIX.

Javier usa gafas gruesas de marco negro, su pelo son rastas cortas y habla pausado, con la velocidad de un caribe tranquilo. Cuenta que en la Torre de Reloj había un puente levadizo que se bajaba y subía para entrar a la ciudad amurallada. A través de ese puente se conectaba Cartagena con Getsemaní, que era el arrabal, un agregado al centro original.

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La Media Luna, que comienza con un monumento a los mártires de la ciudad y termina en la iglesia San Roque, son seis cuadras que forman el corredor que conecta el centro histórico con el resto de la ciudad. "A comienzo del siglo XX era una calle difícil. Entre lo que he encontrado en la prensa de la época, se habla de escándalos por prostitución y borracheras que sucedían en esta calle".

Cuenta también que en los años 50 se convierte en una zona de tolerancia, de prostitución barata, de hoteles de paso. Una zona por donde la gente evitaba pasar porque era la más estigmatizada de todo Getsemaní, un barrio que de por sí ya era considerado peligroso. "Era zona roja en la cartografía del miedo local" explica Javier.

Según él, el paisaje de la Media Luna siempre fue dantesco: rostros deformados por las heridas que deja sobrevivir las noches en la calle cuando has sido abandonado por la vida. Gente acostumbra a lo rudo, lo áspero, con el microtráfico como primera actividad económica y viviendo como si fuera más fácil fumar bazuco que conseguir un pedazo de pan para comer. Lo de cada día por aquella calle oscura eran hileras de mujeres paradas frente a puertas abiertas que dejaban entrever escaleras que llegaban a aparentes paraísos malolientes.

"Ese paisaje se transformó. Las prostitutas ya no se paran en la calle porque los hoteles desaparecieron para convertirse en bares de moda y hostales. Eso hizo que se agruparan todas a lo largo del mismo sitio, alrededor del Camellón de los Mártires, del Parque Centenario y dentro del Centro Amurallado pasando la Torre del Reloj. Muchas de las antiguas son intermediarias para que los turistas consigan drogas recreacionales". Eso cuenta Javier sobre la zona donde se mueve Anabel.

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De los hoteles que había cuando Anabel llegó a la calle quedan pocos. Algunos de los nombres que recuerda son El Cazador, El Londres y el afamado Monte Real, como le dice ella, o Montreal como dice el letrero de la entrada.

"A ver", le digo, para que me muestre la fotografía que tiene en la mano. Anabel, sentada en la sala de entrada de la pensión donde vive, mira la imagen. Es la única foto suya que tiene de sus años más jóvenes. La guarda en lo profundo del morral donde caben todas las cosas que le pertenecen. Se le ve sentada en la esquina del Montreal una noche de hace 20 años. Estaba más blanca, redonda, lozana, feliz; tiene puesto unos shorts negros, una camiseta roja con las mangas remangadas y el pelo castaño y corto casi pegado al cráneo. Como lo tiene ahora, pero sin las canas. "Ahora estoy más flaca", dice, y vuelve a levantar la mano para que celebremos juntas su longevidad.

"Antes, una habitación costaba $500 y cuando pagaban bien un "polvo" daban $2 mil. ¡Mira eso! Y ahora eso no alcanza ni pa' na' ¡Tengo buen tiempo de estar por aquí! Una vez una amiga llegó a donde yo estaba y me dijo: hoy me ha ido súper bien, tengo $7 mil en el bolso. Con $2 mil podía comprar 2 mochos y un pantalón", cuenta Anabel. Ahora, tener sexo cuesta $20 mil, una felación cuesta $30 mil y masturbar a un cliente cuesta $10 mil. En la pensión hay 15 habitaciones donde le cobran $20 mil por noche si está sola ($18 mil con descuento). Si van dos personas se cobran treinta y va subiendo si hay más gente. También se puede pagar $15 mil por hora.

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Getsemaní tiene aproximadamente seis mil quinientos habitantes, un número que ha variado poco en los últimos 239 años. Según una investigación realizada por dos miembros de la junta de acción comunal del barrio, los investigadores Florencio Ferrer y Martín Alfonso Morillo, en 1777 se calcularon cuatro mil setenta y dos habitantes. También fue el arrabal donde el cubano Pedro Romero dio el grito de independencia de Cartagena, la primera ciudad colombiana en hacerlo. Su población tiene un fuerte arraigo al territorio, pero desde que estalló el "boom" turístico de la ciudad, lugares emblemáticos como este barrio han ido sufriendo desplazamiento de su población original, para dar paso a nuevas formas de comercio turístico, especialmente el hotelero.

Según el censo realizado por los investigadores getsemanisenses en 2013, de esos seis mil quinientos, alrededor de ochocientos cincuenta y ocho son nativos del barrio, es decir un 13,2% del total. Este fenómeno no es nuevo ni único y es tema de estudio desde los noventa cuando se empezó a escuchar la palabra "gentrificación" entre los sociólogos anglosajones. Los primeros casos se dieron en Londres y Barcelona, y luego vinieron ciudades estadounidenses como Nueva York, Boston y San Francisco. Un proceso de transformación urbana que da espacio a nuevos dueños con más capacidad adquisitiva, y que buscan explotar el potencial turístico y económico del barrios tradicionalmente populares.

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En Getsemaní, esta nueva disposición ha hecho que surjan usos espontáneos de los espacios de la ciudad y lo que en la Media Luna antes eran viviendas y pensiones, en los últimos quince años se han convertido en bares, restaurantes y hostales de jóvenes. Una casa que hace quince años costaban ciento cuarenta millones de pesos, según la Secretaría de Hacienda Distrital, ahora cuesta casi ochocientos. Pequeñas minas de oro para el que anda en burro por la vida.

De acuerdo con un censo económico realizado por la Cámara de Comercio de Cartagena en 2010, Getsemaní tenía 87 locales denominados como hoteles y restaurantes. Más que El Laguito (18) y San Diego (36), barrios con más tradición hotelera, y apenas superado por Bocagrande (120) y el Centro Histórico (136). Eso hace casi seis años, desde entonces hasta acá la calle ha tenido visitantes tan ilustres como Hillary Clinton bailando en el ahora afamado club de salsa Café Havana en 2012, y la alta popularidad adquirida por el Hostal Media Luna, hospedaje asediado por los mochileros extranjeros que llegan a la ciudad.

Aunque se han hecho algunos acuerdos de excepcionalidad, el Plan de Ordenamiento Territorial vigente en Cartagena data de 2001 y a 2016 aún no se ha revisado o ajustado.

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Encontrar a Anabel a la una de la tarde en la Media Luna es una epopeya. No tiene celular y nunca se está quieta. Uno le puede dar vueltas a la calle, atravesar el parque, ganarse los chiflidos de los obreros que almuerzan ahí, saltar encima de los que hacen siesta debajo de los almendros, preguntarle al carretillero que vende cocos en la Media Luna con Guerrero si la ha visto, igual a la señora que atiende la Farmacia Blanca. Uno puede seguir caminando, esquivar turistas, ir a la tienda de la esquina de la calle Tripita y Media a preguntarle al tendero y luego tomarse una Kola Román helada para ver si aparece sola. Lo hace. Normalmente está recién bañada, con los termos llenos de café y saluda contenta. Hoy, por ejemplo, hay una variación: se está quejando de los dolores que le dejó un chincungunya reciente.

Anabel se ha enamorado dos veces en la vida. La primera fue del papá de sus hijas gemelas. Con él vivió un tiempo en el Hotel Londres. La segunda vez fue de un taxista que siempre la buscaba, pero después de siete años dejó de aparecer. En total, ha tenido cuatro hijos, una cuando tenía 17 años, que nunca conoció; las gemelas, que ahora tienen 20 y que cedió a una familia en Getsemaní. Su cuarto hijo tiene 15 y está estudiando una carrera técnica en el SENA para ser electricista. Como sus hermanas, fue criado por una familia del barrio y Anabel lo visita periódicamente.

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Cuando le toca ponerse seria dice que los hombres no sirven para nada, que ella no necesita uno y que se divierte cuando le sale un "polvito de vez en cuando y ya". Ella se confiesa intranquila y necia: se montaba en los árboles, se llenaba de tierra. Su madre la había abandonado muy niña, y era la pesadilla de su abuela cuando vivía en El Carmen de Bolívar, su pueblo. Por eso su padre se la llevó a la Guajira, pero "no pudo aquietarla". De allá se escapó con una amiga que conoció en la calle y que se la trajo a Cartagena a trabajar en Las Palmas.

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Según el arquitecto Álvaro Barrera, el debate de la gentrificación genera expectativas y zanja entre los que tienen y los que no tienen. "Fantasías", dice, "porque si lo miras bien, ellos están sentados sobre una cantidad de plata establecida por la especulación, un tesoro. ¿Y qué podemos hacer? Así funciona el capitalismo".

Álvaro es de Bucaramanga pero ha estado vinculado a Cartagena desde principios de los setenta cuando trabajó en la Corporación Nacional del Turismo. Posteriormente pasó a ejercer como arquitecto restaurador y lo sigue haciendo. Su firma de arquitectura lidera uno de los proyectos hoteleros más ambiciosos que ha tenido la ciudad. Obra Pía, que se está construyendo en el antiguo Convento Obra Pía de la Caridad de Nuestro Señor Jesucristo, que tendría ciento veinte habitaciones y está ubicado en la Media Luna, justo al frente del Parque Centenario, además de quince cabañas de lujo ubicadas en las Islas del Rosario.

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Para Barrera, pretender que la gente original siga en el barrio es una idea romántica. "La gente mayor que vive ahí ve que lo que antes costaba un millón de pesos, ahora vale mil millones. Ellos prefieren irse a otra parte y vivir en mejores condiciones que quedarse. Esto no hay forma de pararlo, salvo que el Estado viniera y dijera 'yo les restauro la casa y le doy todos los servicios y lo que necesitan', pero eso no lo van a hacer, ni siquiera lo han hecho los países civilizados", concluye.

Sin embargo, existen experiencias como la de la regeneración del Centro de Guayaquil. El proyecto de restauración y embellecimiento del barrio que se levanta en el Cerro de Santa Ana, una zona que actualmente es la imagen por excelencia de la ciudad, tuvo una primera etapa totalmente subsidiada por la Alcaldía de la ciudad hace once años. Según José Muñoz, asesor y exdirector de urbanismo y ordenamiento territorial de la ciudad, "trabajar esa rehabilitación con los nativos de la zona era fundamental porque había que proteger el arraigo social. Pensar el proyectos de renovación que se aplica en países como Estados Unidos es muy difícil porque los contextos sociales son diferentes. Para la gente de acá el barrio y la familia es todo".

Cuenta que una vez los pobladores del barrio se sintieron dueños de esa nueva cara que se les estaba regalando, empezaron a invertir de su bolsillo en el desarrollo turístico y el mantenimiento de las obras. José contó desde su oficina en la municipalidad de Guayaquil, que en 2011, durante el mandato de Judith Pinedo en Cartagena, su equipo de planeación fue invitado a visitar Cartagena como parte de una posible asesoría en proyectos como el Cerro de la Popa y el Mercado de Barzurto. Hasta la fecha las recomendaciones no se han acatado.

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Una de las propuestas arquitectónicas de Obra Pía es que todo el mundo pueda entrar y transitar por el hotel y conocer el convento sin interferir con los huéspedes. Según esa lógica, el corredor se convertirá en uno de los espacios que Anabel habitará cada día, para acortar camino desde la Tripita y Media hasta el parque, por ejemplo; o sentarse ahí a vender café. Habrá que ver si, como pasó con el resto del Centro Histórico, se terminará convirtiendo en parte del paisaje incómodo que el gobierno local buscará esconder.

El proyecto Obra Pía, que sería operado por la línea de hoteles Viceroy, es administrado por la firma Kit Capital del empresario colombo-americano Kaleil Isaza Tuzman. A finales de 2015 Isaza Tuzman fue detenido por el gobierno norteamericano por un supuesto fraude al manipular el valor de las acciones de su firma. Hasta la fecha, la restauración del Convento está detenida hasta que se defina la situación legal de sus administradores.

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La silueta de unas piernas de mujer joven se dibujan por el contraluz de los carros que transitan en la única dirección de la calle: de sur a norte. Sus rodillas tiemblan haciendo equilibrio, se ve gozar apoyada del hombro de su compañera de fiesta, en la otra mano lleva una botella de aguardiente. Mientras tanto, un hombre moreno que atiende un puesto de comida en la esquina del Café Havana las ve pasar mientras abanica sus chuzos de carne y butifarra. Las trompetas en vivo del club resuenan en toda la calle, la gente baila afuera. Los perros esperan ansiosos el festín que se les viene, consecuencia del descuido de los comensales callejeros.

En la esquina del frente, un enjambre de extranjeros veinteañeros ––la mayoría sin camisa–– revolotea alrededor de una tienda que ilumina la cuadra con su luz blanca. En las vitrina de la tienda se expone una gama de panes y fritos tiesos que se hacen atractivos si se acompañan con una cerveza fría. Los descamisados van de un lugar a otro, cruzan la calle sin mirar a los lados y los conductores estresados gritan y pitan. Es inútil: el sonido de la decena de bares que cruzan la calle los enmudecen.

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Dos mulatas gordas sentadas en la puerta de su casa se carcajean y cuando ven pasar a la muchacha de piernas desnudas le gritan: "eso no se bebe sólo".

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"Antes no podían pasar los turistas por acá, ahora hay más vigilancia. Antes eran puros cartageneros, ahora hay que monda'e gringos", dice Anabel para referirse a la cantidad de extranjeros. "Ahora todo ha cambiado, la mayoría de los negocios que están por ahí son de gringos. Las muchachas se paran en el Parque porque de ese lado ya no hay hotel, así que uno no tienen nada que hacer allá. Ahora hay mucha prepago, 'pelaita' bien. Ya no hay tanta callejera".

Cuando finaliza la tarde y ha mermado el sol, Anabel camina con dificultad por los vestigios del chinkungunya, vuelve a casa a dejar sus termos y cambiarse para la noche. Cuando va entrando a la pensión se hace un chiste a sí misma, dice que parece una viejita.

—Yo enamoraba más hombres cuando estaba joven, ¿sabes? Ya no tengo tantos clientes.

—¿Qué vas a hacer cuando no puedas trabajar más? ¿Has pensado en el futuro?

Anabel sonríe adolorida y señala la imagen de un Jesucristo con luces navideñas que hay en la entrada de la pensión.

—Solo él decide lo que yo voy a hacer.

* El nombre fue cambiado por petición de la fuente.

"Soy orgulloso
de ser getsemanisense
Qué dicha grande
ser nacido en Cartagena"

La Sonora Dinamita

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A Teresita la encuentras acá.