Salí de fiesta con unos luchadores de sumo y casi no sobrevivo
Cortesía de Shutterstock / Munchies

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Viajes

Salí de fiesta con unos luchadores de sumo y casi no sobrevivo

En mi vida he hecho muchas gilipolleces, pero entre las más grandes está la de combatir con campeones del mundo de sumo en un parking en Rusia.
Graham Isador
tal y como se lo contó a Graham Isador

Estoy tumbado boca abajo en el suelo del baño de un hotel en San Petersburgo. El vinilo barato del pavimento se me queda pegado en la frente y siento un dolor indescriptible en todas y cada una de las partes de mi cuerpo. Por el rabillo del ojo veo un charquito de mi propia orina, de color amarillo canario, avanzando lentamente hacia mi barbilla. Intento levantarme, pero las piernas ceden ante mi peso. Me dejo caer en la bañera y vomito.

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Mi intento de ducharme queda frustrado en cuanto compruebo que el contacto del agua con mi piel es el equivalente a que me estuvieran clavando agujas debajo de las uñas. Así que me resigno a que hoy voy a ir por ahí apestando. Escojo la camisa más decente que tengo en mi equipaje y me dispongo a bajar al vestíbulo del hotel con la idea de empezar a beber para quitarme la resaca o, al menos, echarme en el cuerpo algo de carbohidratos para ahogar mi miseria.


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Salgo de la habitación y me recibe la inclemente luz del fluorescente del pasillo, que me ciega unos instantes. Casi de inmediato, se intensifican el dolor de cabeza y ese solo de batería arrítmico que me retumba en el interior del cráneo. El dolor es tan terrible que por un instante dudo de si el cuerpo que estoy viendo es real.

Cruzado en medio del pasillo me encuentro al ser humano más voluminoso que he visto en mi vida. El tipo pesará fácilmente 180 kilos. Está tumbado boca arriba, con las piernas torcidas y su enorme panza asomando por debajo de la camisa. Está inconsciente y emite estruendosos ronquidos, acompañados a intervalos por una especie de suspiros.

Cruzado en medio del pasillo me encuentro al ser humano más voluminoso que he visto en mi vida. El tipo pesará fácilmente 180 kilos

Estoy a punto de darle un toque al grandullón con el dedo, para cerciorarme de que no es una alucinación cuando, de repente, más adelante y cerca del ascensor, veo otro cuerpo, más grande aún que el que tengo a mis pies. Este otro gigantón se agita en su sueño y en un momento dado gira sobre un costado, revelando a dos tipos (ligeramente) más pequeños junto a él, como si fueran una variante XXL de las muñecas rusas. Con un martilleo en la cabeza, intento recomponer lo sucedido.

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Los cuatro hombres del suelo son luchadores de sumo. El día anterior fue el último de una competición de esta disciplina, celebrada en el contexto del World Combat Games. En la fiesta que hubo después, muchos de los luchadores estuvieron bebiendo cantidades ingentes de alcohol. Supongo que los tipos que tengo ante mí se desmayaron antes de lograr llegar a sus habitaciones y nadie fue capaz de mover sus inmensos cuerpos para sacarlos de enmedio.

Uno de los grandullones se tira un pedo. Mientras intento esquivar el hedor, empiezo a recordar cosas de anoche. Traté de superar bebiendo a unos tíos que son literalmente el doble de grandes que yo, comí más de lo que soy capaz y me enfrenté a varios coches aparcados como si fuera un Don Quijote posmoderno. Cuando llego al final del pasillo, el dolor de cabeza es insoportable y vuelvo a vomitar. He salido de fiesta con luchadores de sumo y casi no lo cuento.


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Mi aventura con los luchadores empezó a raíz de un viaje de trabajo. Una empresa para la que había colaborado contactó conmigo y me propuso ir como comentarista a los World Combat Games. Fue uno de mis primeros trabajos pagados como analista de artes marciales y estaba decidido a demostrar mi valía. Durante los meses previos al evento, me dediqué de lleno a estudiar la belleza de las peleas de competición. Pasé horas intentando memorizar la pronunciación correcta de los nombres de los luchadores. Estuve días enteros enganchado al ordenador viendo cientos de vídeos sobre técnicas de lucha.

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A nivel conceptual, sabía que los luchadores de sumo eran grandes, pero uno no se hace una idea del tamaño y la fuerza descomunales que tienen los rikishi hasta que no ve a uno en persona

Leí multitud de tratados sobre el origen arcano del belt wrestling, practiqué varias estrategias de patadas altas en el salón de casa y aburrí a mi mujer hasta el infinito con innumerables de estadísticas sobre el jiu jitsu. Pese a ello, nada podía prepararme para el espectáculo del sumo.

A nivel conceptual, sabía que los luchadores de sumo eran grandes, pero uno no se hace una idea del tamaño y la fuerza descomunales que tienen los rikishi hasta que no ve a uno en persona. Bajo todas esas capas de grasa se esconde un cuerpo preparado para liberar potencia y velocidad.


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Cuando se da inicio a un combate, los luchadores se abalanzan unos contra otros con la rapidez de una bala. La intensidad de su agarre bastaría para hacer trizas los huesos de una persona de a pie, pero estos mastodontes se enfrentan a sus contrincantes con precisión y estrategia en una de las danzas más violentas que existen. El ambiente que se respira en estos encuentros es electrizante. El público vibra con la emoción y durante todo el combate se suceden los momentos de tenso silencio y los ensordecedores vítores. Los competidores son tratados como verdaderas estrellas del rock, y entre ellos destaca especialmente Byamba.

Byamba ha sido dos veces ganador del campeonato del mundo de sumo. Ha aparecido en la película Oceans 13 y en America’s Got Talent. VICE le dedicó un documental especial, 10,000 Calories a Day. En resumen: si has visto algún luchador de sumo por la tele en los últimos diez años, seguramente era Byamba.

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El ambiente que se respira en estos encuentros es electrizante. El público vibra con la emoción y durante todo el combate se suceden los momentos de tenso silencio y los ensordecedores vítores

Aquel día, el campeón dominaba holgadamente la competición. Sus asaltos terminaban en pocos segundos con la derrota de sus oponentes. Escuchando mis comentarios a posteriori, parezco un crío, entusiasmado con la maestría con que Byamba ejecutaba este arte. Cuando le entregaron la medalla, toda la afición se puso en pie y le dedicó una ovación. Esa misma noche se celebró una fiesta en nuestro hotel para celebrar la victoria. Mi plan era sencillo: estrecharía la mano de Byamba, lo felicitaría por su trabajo y dejaría al hombre celebrar su momento de gloria tranquilamente. Pero Byamba tenía otros planes en mente.


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Supongo que debería empezar la historia indicando que aquella noche yo estaba muy, muy borracho. Tal vez más perjudicado de lo que nunca lo he estado, que ya es mucho decir si tenemos en cuenta que durante más de diez años he estado tocando en una banda de glam rock y que una vez me pasé tres días seguidos de colocón con Nikki Sixx.

Aunque no pondría la mano en el fuego por que todo lo que voy a contar es absolutamente fiel a la realidad, sí puedo decir que el tono general de la historia es verídico. Lo llamaremos un relato realista etílico, la versión cinematográfica superventas de lo que ocurrió aquella noche.

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Otro de los luchadores de sumo cogió un cartel de “reservado” de la mesa y le quitó la punta para hacer un embudo improvisado. Lo siguiente que recuerdo es tener el embudo en la boca y oír a Byamba reír mientras me echaba medio litro de vodka por el gaznate

En cuanto llegué al bar, vi a Byamba sosteniendo un perrito caliente con una mano y una botella de vodka Russian Standard con la otra. Me dirigí hacia el grandullón, que a su vez me señaló con el dedo. Otro de los luchadores de sumo cogió un cartel de “reservado” con forma de cono de la mesa y le quitó la punta para hacer un embudo improvisado. Lo siguiente que recuerdo es tener el embudo en la boca y oír a Byamba reír mientras me echaba medio litro de vodka por el gaznate. La fiesta no había hecho más que empezar y yo ya estaba hecho un trapo.


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Después, nos trasladamos en grupo a otra parte del bar. Dispuesto sobre la mesa ante mí, veo todo un banquete: codillo, sauerkraut, sopa, montañas de salchichas y pan. Byamba se llena el plato a rebosar y con un gesto de la mano me indica que haga lo mismo. Todo el mundo se sienta a la mesa, con Byamba presidiéndola. El campeón se aseguró de que todos los que estaban presentes en la sala tuvieran un lugar donde sentarse y se mostró humilde y divertido. Se hacía querer al instante.

Su mensaje era que, con el equipo y el entrenamiento adecuados, todos podíamos alcanzar la grandeza. Cuando le pedí que desarrollara esa idea, él insistió en que bebiera más vodka y me acabara la comida.

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En mi vida he hecho muchas estupideces, pero puedo decir sin miedo a equivocarme que la mayor de todas ha sido acceder a participar en un combate de sumo en el parking de un hotel de Rusia

Me tragué una docena de salchichas y al menos otro medio litro de alcohol. Comí sauerkreaut hasta que empecé a rezumar vinagre por los poros. Ebrio de tanto alcohol, empecé a creer que yo también era un luchador de sumo y decidimos que sería buena idea que lo demostrara en el aparcamiento del hotel.

En mi vida he hecho muchas estupideces, pero puedo decir sin miedo a equivocarme que la mayor de todas ha sido acceder a participar en un combate de sumo en el parking de un hotel de Rusia. Byamba ofició el combate. Me explicó que el hombre con el que me había estado enfrentando solo pesaba 113 kg. Ciento trece. Eso son… ¿cuánto, 45 kilos más que yo? Lo que Byamba no me dijo era que mi contrincante era nada menos que el campeón mundial de sumo en peso medio.


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Envalentonado por la adrenalina y el alcohol, me planté delante de mi oponente mientras a ambos lados se arremolinaban los curiosos. Levantamos las manos del suelo, lo que indicaba que el asalto había comenzado; Byamba gritó algo y yo me puse a correr hacia delante con toda la rapidez que me permitían las piernas.

El impacto contra el cuerpo de mi contrincante fue como golpear una enorme roca. Traté de empujar, de buscar un agarre o levantarle una pierna. Todos mis intentos fueron en vano. Después de unos 15 segundos, el campeón de peso medio de sumo me tiró al suelo con una risa jovial. Todo mi cuerpo impactó con fuerza contra el asfalto y sentí un crujido punzante en las costillas. Alguien me ofreció más vodka para aliviar el dolor.

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Los luchadores se habían terminado la bebida de un solo trago y se habían puesto a empujar los coches del aparcamiento como quien empuja un carrito de supermercado

Byamba me dijo que, para ser mi primera vez, no lo había hecho nada mal, y a continuación me preguntó si quería ver de lo que eran realmente capaces los luchadores de sumo. Temiendo verme enfrentado en otra ronda de combate, negué con la cabeza, pero ya nadie me estaba prestando atención. Los luchadores se habían terminado la bebida de un solo trago y se habían puesto a empujar los coches del aparcamiento como quien empuja un carrito de supermercado. Intenté imitarlos arremetiendo contra un turismo de tamaño medio, pero me dolían demasiado las costillas. Para compensar, busqué más bebida, pero se había terminado. Nadie tenía bebida, así que los luchadores decidieron saquear un restaurante cercano.

Que aparezcan en un restaurante 30 personas sin reserva previa es, ya de por sí, un follón. Pero si a esto añadimos que la mayoría de esas 30 personas son luchadores de sumo, la situación se convierte en un caos absoluto. Empezó a llegar comida con asombrosa rapidez, y tal como llegaba, desaparecía en los estómagos de aquellos grandullones. Al poco, se organizó una competición de agarres improvisada y muchos acabamos cayendo sobre las mesas. Como la bebida no corría con la suficiente rapidez, uno de los luchadores se fue detrás de la barra, cogió un barril y salió a la calle. Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento es a Byamba sacándose fotos con el personal del restaurante.

***

La resaca de aquella noche me duró unas dos semanas. Me siguió durante todo el viaje de vuelta a Canadá. Todavía ahora, si toso fuerte, siento una punzada de dolor en las costillas, y el olor del vodka Russian Standard me provoca a la vez una sonrisa y ganas de vomitar. Los recuerdos de aquella noche están enterrados en lo más profundo de mi memoria y todas las pruebas gráficas que tenía de ella se perdieron con mi teléfono en algún callejón de San Petersburgo, pero hay algo que puedo decir sin lugar a dudas: a partir de ahora, cada vez que oiga a alguien decir que ha estado pegándose la fiesta del siglo, voy a reírme en su cara, porque no sabes lo que es pegarte la fiesta del siglo si no lo has hecho con un luchador de sumo.

Robin Black es comentarista de MMA. Síguelo en

@robinblackmma

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A Graham Isador puedes seguirlo aquí: @presgang