FYI.

This story is over 5 years old.

arte

Me colé en una feria de arte para ver qué se siente haciendo performance

"No merece la pena. Solo hay dos muñecos".
Las autoras en la cama antes de empezar la performance. Foto de Juan Moreno

Hybrid Art Fair es una feria de arte que se celebra en el interior de un hotel de Madrid. Cada habitación está ocupada por una galería, incluyendo la obra de uno o varios artistas. Cuando nos ofrecieron ocupar una de esas habitaciones como periodistas, primero pensamos simplemente eso, ver las obras de los artistas, sumergirnos en el ambiente general, pero esa experiencia nos supo a poco. ¿Por qué no convertirnos en objetos de observación? Teníamos lo mismo que aquellos artistas que mostraban su obra en los espacios contiguos: una habitación e ideas. Había instalaciones sencillas, crípticas, que la gente miraba con curiosidad pero no llegaba a comprender. ¿Por qué no descubrir lo que se siente desde dentro?

Publicidad

Desparramamos por toda la habitación una selección de objetos que configuran nuestro espacio de trabajo habitual, dotado de mucho desorden y privacidad. Ropa, revistas, libros, cuadernos, medicamentos, productos cosméticos, decoración procedente directamente de nuestros escritorios, un vaporizador, un dildo rosa con forma de delfín. Invadimos también el baño y lo dejamos hecho un desastre.

Abrimos la puerta y nos metemos en la cama dispuestas a tomar nota de todo lo que ocurra. A unas chicas les da muchísimo apuro entrar y se marchan de inmediato, agobiadas e incómodas. ¿Les hemos provocado vergüenza ajena? Nos sentimos ligeramente decepcionantes como objetos artísticos. Se comparte una extraña intimidad con los visitantes, que suelen mencionar la envidia que les inspira vernos en la cama. Estaremos acostadas, sí, pero como tantas otras veces, estamos trabajando acostadas.

El vaporizador de marihuana nos ha estado echando un cable. Foto de Sabina Urraca

En un principio nos dedicamos a realizar breves entrevistas a los visitantes, interactuamos con ellos, investigamos el comportamiento con respecto a la obra cuando el artista está a nuestro lado, explorando la incomodidad que hemos percibido en nosotras mismas y que ahora se manifiesta en ellos.

Queremos saber cómo gestionan los sentimientos encontrados, cómo les afecta que galeristas y autores estén presentes durante su paseo, y más en un entorno tan íntimo con una habitación de hotel. ¿Emiten juicios, aunque sea por medio de gestos, acerca de las obras? ¿Se sienten forzados a mostrar cierto entusiasmo? ¿Perciben muestras de dolor por parte de los artistas, agotamiento, miedo al juicio externo?

Publicidad

Observando a las visitas desde la cama. Foto de las autoras

Las respuestas son variopintas. Una pareja afirma no sentirse en absoluto intimidada, pasear con una naturalidad total por el hotel sin manifestar juicio alguno. Dos chicas artistas que entraron con cierto escepticismo se muestran casi aliviadas al poder expresar esa extrañeza; justo acaban de vivir un momento incómodo de esta categoría. No entendían una obra, entraron y se fueron. Es lo que le pasa a la gente con nosotras. Entran, ven la habitación desmadrada con todas nuestras cosas tiradas y las observan con cierto respeto reverencial. Pero para nosotras no son más que nuestros objetos, no ha habido planificación ninguna; simplemente hemos volcado nuestro desorden en una habitación de hotel.

"Abrimos la puerta y nos metemos en la cama dispuestas a tomar nota de todo lo que ocurra. A unas chicas les da muchísimo apuro entrar y se marchan de inmediato"

Otras visitas nos hablan de una sensación de ahogo, de que tras tantos estímulos diferentes en tantas habitaciones, se sienten listos para el psiquiátrico. Lo mismo que con la envidia, abundan las alusiones al aspecto inmaduro y solitario de este desorden que nos resulta tan cotidiano. “Parece la habitación de mi hijo”, “Está como tu casa cuando no está tu novio”, “Mira, es como tu habitación cuando estabas soltera”. “¿Lleváis aquí muchos días?”, pregunta una mujer. Cuando le contestamos que llevamos apenas unas horas, no da crédito.

Publicidad

Pero poco a poco vamos dejando de lado la labor periodística y empieza a desenroscarse cierta sensación de trance.

Un hombre mirando nuestros objetos repartidos por la habitación. Libros, apuntes, un dildo rosa con forma de delfín o el poster de Amarna Miller. Foto de las autoras

A veces tratamos asuntos muy personales como si estuviéramos solas y nos asalta la preocupación de estar expuestas a visitas totalmente inesperadas. Unos chicos se nos quedan mirando con mucha curiosidad. Hacemos chistes sobre ellos y parecen sentirse indefensos. Aun así no se terminan de incomodar y se quedan a observar y manipular los objetos. Leen unos cuadernos que habíamos colocado de atrezzo. Se ríen, señalan cosas. No esperábamos una intromisión tan profunda pero a estas alturas no nos podemos oponer. Uno de ellos, antes de irse, hace un gesto picante, agresivo, y nos asalta cierto horror momentáneo: no estaba planeado que entrasen tanto en nuestra intimidad.

Nos da miedo que aparezca alguien indeseable, alguien que nos conozca y nos tenga rabia, y nos vea en esta situación de vulnerabilidad: exactamente como cuando estamos solas en casa, trabajando, sin fingir nada para nadie. ¿Puede el artista detener la performance ante la aparición de un ser no deseado, de un enemigo? Si no lo hace, ¿no estará dejándose dañar? Por si acaso, quitamos los cuadernos del escenario.

“Parece la habitación de mi hijo”, “Está como tu casa cuando no está tu novio”, “Mira, es como tu habitación cuando estabas soltera”

De pronto estamos metidas en la cama y hay seis señores en la habitación. Se acercan a la cama, observan nuestras pastillas para dormir, el vaporizador de marihuana que nos ha estado echando un cable, el Monurol que tomamos para la cistitis, que es nuestro tormento. Un señor dice, señalando una camiseta que cuelga sobre el cabecero: "Ay, Beavies and Butthead. Esos los veía yo. Qué mala leche tenían". Varias mujeres entran en el baño y comentan cosas acerca del maquillaje desparramado: "Es como cuando en los 80 te ibas a arreglar con tus amigas y te ponías hecha una mamarracha". Justo el día anterior comentábamos lo poco identificadas que nos sentíamos con esa palabra, mamarracha, que en algunas ocasiones han usado para definirnos a nosotras o a nuestra escritura, pero que no creemos que nos represente. Ser artista y aguardar la satisfacción del consumidor de tu obra junto a la propia obra puede ser un ejercicio cruel que te confirme que, en efecto, eres lo que más temías. Es decir, una mamarracha.

Publicidad

La noche dio para mucho, algo había que dormir. Foto de las autoras

La pregunta que nos surge es: sacado todo de contexto, trasplantadas nuestras casas, espacios de trabajo cotidianos, trasplantados nuestros pijamas y nuestro desorden que roza el horror vacui a una galería, ¿resulta algo respetable, digno de interés? ¿Ver a dos escritoras trabajando en directo sobre lo que está pasando en ese preciso instante es más, menos o igual de válido como obra de arte que unos cuadros horrorosos de dos por dos metros de colibríes y nenúfares (obra de una de las galerías contiguas)?

"Bah, no merece la pena. Solo hay dos muñecos en la cama", nos dice un señor

"¿Interactuáis, vosotras?", nos pregunta un chico. Nos parece una pregunta de supermercado del arte, algo así como: "¿Tenéis esto mismo pero en más figurativo?". ¿Interactuamos nosotras? No lo sabemos. En un principio, sí. Pero poco a poco, dejamos de hablar con la gente: la sensación de extrañeza de tener a gente pululando alrededor en lo que en principio sería un espacio íntimo se va normalizando, hasta el punto que, de forma natural, dejamos de saludar y mirar a la gente que entra. Alcanzamos el punto álgido de este desentendimiento cuando nos quedamos dormidas. En algunos momentos de duermevela, escuchamos lejanamente comentarios de la gente. Algunas personas parecen asustarse ante la escena de un cuarto revuelto con dos personas inconscientes bajo las mantas. Y ahí es cuando llegamos a la base 4 de sentirse parte de una obra, un objeto expuesto, cuando alcanzamos nuestro grado máximo de integración en el Hybrid: un señor se asoma a la habitación, nos ve tumbadas dormitando, y sale casi instantáneamente de la habitación, diciéndole a su mujer: "BAH, NO MERECE LA PENA. SOLO HAY DOS MUÑECOS TIRADOS EN LA CAMA". De alguna forma, esta frase da por concluido nuestro experimento.

Publicidad

'¿Interactuáis, vosotras?', nos pregunta un chico. Foto de las autoras

A partir de ese momento, tratamos de respirar fuerte cuando escuchamos pasos, porque de alguna forma nos ofende parecer objetos inanimados, aunque por otro lado la idea es todo un alivio para la opresión constante que ejerce la existencia. Que alguien nos haya percibido como dos cuerpos inanimados nos ofrece cierta sensación de libertad, que aprovechamos en las siguientes horas. Ya es de noche, y en Hybrid comienzan las performances.

Salimos y participamos en dos de ellas organizadas por el colectivo Coven Berlín. Nos depilan y enmarcan los pelos adheridos a la cera, espolvoreando previamente purpurina por encima. Formamos parte de una fiesta de pijamas y cantamos por Britney Spears en medio de un pasillo del hotel.

Aquí fue cuando nos depilaron. Foto de Paco Vallejo

Aprovechando que a lo largo del día nos hemos llegado a familiarizar con el concepto del objeto artístico y con la mirada ajena hasta el punto de que nos ha dejado de importar, y también la casualidad de que nuestra habitación reza “Changing room”, decidimos pegar el derrape final cambiando radicalmente de look con la puerta abierta.

Abandonamos los pijamas para vestirnos de fiesta. Maquillajes y peinados elaborados, atuendos especiales, de auténtica gala. Los desconocidos siguen entrando y presencian cómo nos trenzamos el pelo la una a la otra, cómo compartimos cosméticos, cómo nos pintamos la raya del ojo con el eyeliner sin prestar ninguna atención a su presencia. Una chica entra y justifica nuestra acción ante su acompañante, como si encontrara la necesidad de reivindicar la magia del cambio de look como gesto artístico dentro de la cotidianeidad. Una mujer alemana ofrece un largo discurso al hombre que la acompaña sobre que cuanto mayor es nuestro desentendimiento y cuanto mayor es la naturalidad de nuestras acciones, más creíbles resultamos como componentes de un acto performativo.

Hace unas horas esta seguridad nos hubiera resultado impensable. Ahora somos capaces de ser escudriñadas, recibir opiniones y dialogar con desconocidos con el pulso firme. Apenas nos afecta. Hemos comprendido que estamos en dimensiones distintas, nos hemos convertido en una especie de decoración parlante. Y resulta cómodo. A partir de ahora, cada vez que nos atenace la angustia del existir, cada vez que nos veamos tentadas de magnificar nuestros problemas, nos repetiremos como un mantra: "SOLO SOY UN MUÑECO TIRADO EN LA CAMA".