“La guerra borra la línea entre el mundo de los adultos y los niños”: Larry Tremblay

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“La guerra borra la línea entre el mundo de los adultos y los niños”: Larry Tremblay

Platicamos con el autor de 'Dos Hermanos' sobre la naturaleza humana y cómo se enseña a los niños a odiar.

En los últimos años, los refugiados se han convertido en un tema central de la actualidad. Cientos de fotografías y reportajes han cubierto los medios para intentar reflejar su precaria situación así como la difícil vida que llevan una vez han llegado a su destino. Aunque Europa se ha convertido en el foco de atención, cientos de miles siguen emigrando en América, mientras otros más han perdido la vida huyendo de su país en busca de una mejor vida.

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Larry Tremblay es un escritor canadiense que decidió mostrar lo que viven los niños y en general las familias que habitan en el Medio Oriente en su último libro Dos hermanos. Sin embargo, el autor no busca retratar la vida de quienes salen y buscan mejorar su realidad, sino de aquellos que se quedan y se unen a los conflictos que azotan sus países, de aquellos que defienden su patria y que dan la vida por ella.

"Estoy seguro que cuando un niño nace no posee odio en su corazón", dijo el autor en entrevista para VICE. "Por desgracia, con mucha frecuencia la sociedad le enseña sistemáticamente el odio hacia el otro. Es por eso que los conflictos étnicos no encuentran solución".

El libro que ganó el Premio de los Libreros en Quebec y el Premio Literario Collégiens, se ha publicado en diez países y muestra cómo la guerra, la religión, el odio hacia el prójimo y la venganza destruyen la vida de las personas y los convierte en mártires. Tuvimos la oportunidad de entrevistar a Larry Tremblay quien nos explicó qué lo llevó a escribir un texto sobre dos hermanos que viven en Medio Oriente.

VICE: ¿Cómo fue el proceso de ponerte en los zapatos de las personas que viven la guerra?
Larry Tremblay: Quería encontrar una forma de terminar el libro con un mensaje de esperanza. No podía, evidentemente, terminar con un "final feliz" debido a que destruiría la estructura trágica de la historia. Fue entonces que tuve la idea de llevar a Amed a América. Allí crece y busca convertirse en actor. Descubre la terrible verdad sobre la muerte de su hermano, pero gracias al teatro, obtiene un momento de resiliencia. Con el tiempo, se convierte en la voz de los niños que fueron masacrados.

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Es un libro corto y fácil de leer, aunque ha sido descrito como hermoso pero duro. ¿Fue difícil captar la guerra en unas cuantas páginas?
No fue difícil conservar la novela breve porque deseaba que los lectores se concentraran en la acción.

Inicialmente, no planeo. Escucho a los personajes. En este caso, simplemente me imaginaba a dos jóvenes hermanos gemelos que viven en un campo de naranjos. Hice hablar a Amed y Aziz. Hablaron a su vez con sus padres, Tamara y Zahed. Y entonces ellos me han hablado de sus propios padres, de los abuelos de Amed y Aziz. Al interrogar a estos seis personajes, he imaginado la historia trágica en la que se desarrollarían. Sabía desde el principio que quería hablar acerca de la situación de los niños en el contexto de los conflictos étnicos. No he hecho ninguna investigación específica además de la que tenía que hacer sobre cinturones explosivos y naranjas en crecimiento.

¿Por qué decidiste abordar la guerra desde los ojos de quienes habitan en el oriente medio y no desde los refugiados que ya tienen su vida hecha en otros países?
Cuando comencé a escribir mi novela no pensé en el fenómeno de los refugiados: mi intención era transmitir la historia de una familia en un país de Medio Oriente. Curiosamente, cuando mi libro fue publicado, los problemas en Siria se agravaron. Algunos medios llegaron a vincular mi novela con estos terribles acontecimientos, entre los cuales se encontraban los horrores sufridos por los refugiados pero, honestamente, desde que comencé el libro estaba completamente enfocado en retratar las consecuencias de la guerra en los más pequeños.

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No son los niños quienes deciden hacer la guerra. Nunca se les pregunta. Quería que los lectores se pusieran en su lugar y comprendiera que la guerra, desafortunadamente, desdibuja la frontera entre el mundo de los adultos y el de los niños.

Has dicho que el odio lo enseñan los padres a los hijos, ¿cómo llegaste a esa conclusión y qué se puede hacer para arreglarla?
Antes de escribir Dos Hermanos, escribí una obra llamada Cantata de Guerra: una historia donde la pregunta principal era ¿por qué la guerra y los conflictos étnicos nunca acaban? La respuesta en ese momento era "porque le enseñamos a los niños a odiar". Estoy seguro de que cuando un niño nace no posee odio en su corazón. Por desgracia, con mucha frecuencia la sociedad le enseña sistemáticamente el odio hacia el otro. Es por eso que los conflictos étnicos no encuentran solución. Quise retomar este planteamiento al momento de escribir Dos Hermanos porque sentí que debía profundizar mi reflexión.

¿Cuál consideras que es el problema más grande de la sociedad actual?
Considero que el problema reside en la gran diferencia que existe entre las personas extremadamente ricas y las personas extremadamente pobres. Esta terrible situación continúa detonando cada vez más problemas en el mundo porque no puede ser viable que un grupo selecto de personas posean toda la riqueza mientras otros padezcan.

¿Por qué es importante leer tu obra, en qué va a cambiar la perspectiva de las personas o qué es lo que va a lograr?
He llevado a cabo varias conferencias para jóvenes, en escuelas y librerías, porque la experiencia de transmitirles esta perspectiva y que comiencen a reflexionar por qué existe el odio es impresionante.

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Dos Hermanos fue publicado este año en Israel y el hecho de que los israelitas, principalmente los soldados, tengan acceso a este libro es maravilloso, tal como lo dijeron en su momento medios de Tel Aviv: es una oportunidad para que reflexionen sobre la situación de los palestinos.

Lee un fragmento de Dos Hermanos publicado por la editorial Nube de Tinta aquí abajo:

Desde que los muchachos aguardaban el regreso de Soulayed, el tiempo transcurría con extraña lentitud. Los minutos se estiraban como si estuvieran hechos de masa. Uno de los hermanos se marcharía a la guerra y haría volar por los aires las barracas militares de la extraña ciudad, como la había llamado Soulayed. No hacían más que hablar de eso. ¿Sobre quién recaería la elección de su padre? ¿Por qué uno y no el otro? Aziz juraba que no dejaría que su hermano se fuera sin él, Amed afirmaba lo mismo. Pese a su tierna edad, eran conscientes del honor que les hacía Soulayed. De buenas a primeras se habían convertido en verdaderos combatientes.

Para matar el tiempo se dedicaban a hacerse explotar en el naranjal. Aziz le había escamoteado un cinturón desgastado a su padre y lo había cargado con tres latitas de conservas llenas de arena. Se lo ponían por turnos y se metían en la piel del futuro mártir. Los naranjos también jugaban a la guerra con ellos. Se metamorfoseaban en enemigos, en interminables filas de guerreros dispuestos a lanzar sus frutos explosivos al menor ruido sospechoso. Los muchachos se deslizaban entre ellos reptando, arañándose las rodillas. Al accionar el detonador —un cordón raído—, el impacto de la explosión arrancaba de cuajo los árboles, que se elevaban en el cielo hechos añicos antes de caer sobre los cadáveres despedazados de Amed y Aziz.

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Ambos trataban de imaginarse el impacto en el instante fatal.

—¿Crees que nos dolerá?

—No, Amed.

—¿Estás seguro? ¿Y a Halim?

—¿A Halim qué?

—Debe de haber trocitos de Halim por todas partes.

—Ya, supongo que sí.

—¿Crees que será un inconveniente?

—¿Un inconveniente, por qué?

—Para llegar allá arriba.

—Piénsalo bien, Amed: lo que sucede en la tierra no tiene importancia. El verdadero Halim, el que sigue entero, ya está allá arriba.

—A mí también me lo parece, Aziz.

—Entonces ¿por qué te preocupas?

—Por nada. Ayer soñé que padre me había elegido.

Antes de marcharme te daba mi camión amarillo.

—¿Qué camión amarillo?

—El de mi sueño.

—Pero si nunca has tenido un camión amarillo…

—En mi sueño tenía uno. Te lo daba y me marchaba con el cinturón.

—¿Y yo?

—¿Qué?

—¿Qué hacía yo cuando te ibas con el cinturón?

—Te la pasabas muy bien con el camión amarillo.

—¡Qué sueño tan estúpido, Amed!

—¡Aquí el único estúpido eres tú!

Los dos hermanos se observaron en silencio largo rato. Cada cual trataba de adivinar lo que estaba pensando el otro. Aziz advirtió que las lágrimas afloraban a los ojos de su hermano.

—Aziz, ¿tú oyes voces?

—¿Qué quieres decir?

—Voces que hablan en tu cabeza.

—No, Amed.

—¿Nunca?

—Nunca.

A Amed lo defraudó la respuesta de su hermano.

Al principio pensaba que todo el mundo oía voces que retumbaban en su cabeza. «Bueno, si así es como funcionan las cosas…», pero con el tiempo había llegado a la conclusión de que tal vez él fuera el único en todo el universo que experimentaba un fenómeno semejante. Ninguna de las personas que lo rodeaban había mencionado que algo así pudiera existir. Tan sólo se sintió con ánimos para hablarle de ello a su abuela Shahina en una ocasión, pero no logró repetir ninguna de las extrañas frases que aquellas voces soltaban de improviso.

Las voces desplegaban en él sonidos incoherentes, volvían las palabras del revés o repetían hasta la saciedad una frase que él acababa de decir o que su hermano o su madre habían pronunciado el día anterior. Amed tenía la sensación de albergar dentro de sí a un Amed minúsculo, como un núcleo de sí mismo fabricado con un material más duro que su propia carne y dotado de varias bocas, como su personaje, Dôdi. En ocasiones, las voces se expresaban como si supieran más cosas que el propio Amed. Tal vez habían nacido antes que él y habían vivido en otros lugares antes de meterse en él. Tal vez viajaban mientras él dormía y acumulaban conocimientos a los que él no podía aspirar. Tal vez conocían lenguas distintas de la suya y, a pesar de los momentos en que deformaban las palabras o las martilleaban sin motivo aparente, tenían algo importante que decirle.