U de Unir
Vice Staff
Edición #8: Odio

U de UNIR

Sin realmente conocer la realidad del otro, asumimos posturas todos los días y con ello creamos una tierra fértil para las polarizaciones y el odio. 

Desde junio de 2018, cuando MUCHO, plataforma para el consumo consciente, abrió sus puertas en Colombia, nos hemos propuesto un encuentro directo con ingredientes exóticos que representan lo mejor de la diversidad de este país. A través de ellos, hemos descubierto otra manera de relacionarnos con la historia, con la tierra y, sobre todo, con la multiplicidad de realidades que conviven en él. En ese viaje de ida y vuelta entre productores y comensales, entre la realidad de las ciudades y el campo, las vidas de las minorías y de quienes gozamos de múltiples privilegios cotidianos, (algunos tan sencillos como tener agua potable), la lección más repetida siempre ha sido darnos cuenta de lo lejos que estamos los unos de los otros. Esta lejanía que es física —por la falta de acceso a comunicaciones, carreteras y una geografía indomable— es también metafísica: sin realmente conocer la realidad del otro, asumimos posturas todos los días y con ello creamos una tierra fértil para las polarizaciones y el odio

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Además de poner en duda nuestra inteligencia social y emocional, estas polarizaciones impactan las narrativas, los espacios políticos y las relaciones interpersonales, propiciando la división en la sociedad y la violencia verbal, física y espiritual entre nuestra gente. 

Entender el conflicto como una oportunidad para avanzar juntos no es fácil. Pero quizá sea la única posibilidad que tenemos de salir de un ciclo de negociaciones truncadas y violencias históricas. Andrew Acland, especialista en mediación de conflictos, utiliza la metáfora del iceberg para entender el conflicto afirmando que en la punta de este, en lo visible, mostramos nuestras posiciones más rígidas, exigiendo a quienes piensan distinto que acepten nuestra forma de ver el mundo, es decir, buscamos imponer. En principio, esto parece generar un desenlace irreconciliable. Sin embargo, a través de ejercicios de diálogo para construir confianza, se puede acceder a la base del iceberg, en donde están nuestras motivaciones y emociones más genuinas. Creando la posibilidad para que las personas en conflicto cuenten sus historias más íntimas, se pueden hacer visibles sus intereses y permitirles reconocer sus prejuicios. En el nivel más profundo de ese iceberg, generalmente residen los miedos, y es en este punto donde ocurren los encuentros y la confluencia de voluntades. 

Aplicando la teoría de Acland, hemos propuesto la mesa contra el odio. Un ejercicio de sentarnos para, a través de cada plato, de la curiosidad y el placer de comer, acercarnos a la realidad de quien produce el alimento, a la vida del otro, a visiones distintas del mundo y a preguntas que quizá no nos hacemos en nuestra vida cotidiana. Cada bocado con la intención de volver las tensiones tierra fértil para crear lo que llamamos Mucho Mundo Mejor, un espacio para navegar nuevos significados, hacer preguntas incómodas y para pasar de la discusión a un espacio de sensibilidad y creación.

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El primer experimento lo hicimos con dos mesas alrededor de la hoja de coca, sentando en el restaurante Salvo Patria y posteriormente en el restaurante MiniMal, ambos en Bogotá, a 14 personas con visiones aparentemente opuestas sobre la legalización de las drogas a comer 7 platos a base de coca para entender que la improbable legalización de la hoja de coca abre un mundo de posibilidades lícitas y nutricionales, que van desde un té parecido al preciado matcha japonés, hasta fideos hechos de mambe, helado artesanal o el reemplazo del calcio de la leche de vaca. 

En diciembre de 2019 repetimos el ejercicio, ahora en el marco de ese gran paro nacional, cuando la posibilidad de reconciliación ya parecía lejana, sentamos gracias a Reconciliación Colombia y Felipe Macía de Coexisto de Crepes y Waffles, una cadena de restaurantes colombiana, a 12 personas de orígenes distintos: empresarios, productores campesinos, representantes de consejos comunitarios, jóvenes y miembros de la comisión de la verdad a probar la realidad nacional en la mesa y crear futuros posibles de la mano del diseñador de Coombo.co, Pablo Augusti. Tres fueron las lecciones claras de esa mesa: Gustavo Mindineros, representante de CORTEPAZ y oriundo de Tumaco, nos recordó que la Colombia profunda no da más: “Estamos ahogados”, dijo, como vaticinando lo que se vendría en el 2020 y lo corrido del 2021. De ahí el compromiso a seguir aportando sus voces a la realidad de las mesas citadinas todos los días. Además de las palabras de Gustavo surgieron otros dos compromisos: primero, utilizar la sensibilidad del arte y la comida para hacer sentir al otro el mundo que no conoce (o juzga),  y segundo, acelerar el futuro. Hay cambios que no dan espera y tenemos la oportunidad de empezar a generar unión. 

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Odios menores

Los odios a veces parecen menores y cotidianos, pero como lo explica el iceberg, lo visible suele encerrar visiones del mundo más profundas, algunas con consecuencias devastadoras. De ahí que nos unamos con VICE en español para explorar las preguntas incómodas alrededor de estos odios y documentar una forma de aproximarnos a los fenómenos de exclusión y división a través de la comida. 

Este ejercicio se hizo a través de una experiencia culinaria para compartir visiones sobre la comida: dos personas, una mesa y dos posiciones en tensión. Una de las comensales, Lorena, cocinera y vegana, se sentó frente a Michel, ranchero, consultor de producción de ganadería sostenible y carnívoro por convicción. Ambos han elegido su forma de comer basados en lo que creen es en una comprensión integral de las implicaciones ecológicas, sociales, económicas y culturales de su dieta. 

El escenario lo marcó Alejandro Gutierrez, chef de Salvo Patria, quien en la galería espacio KB presentó platos yuxtapuestos, parecidos estéticamente, con algunos ingredientes comunes, pero con cocciones e intenciones de sabor distintas, adaptadas a la visión del mundo de cada comensal. En común, los platos compartieron ingredientes como tucupí, el fermento de yuca brava originario del gran Amazonas, ajíes, aguacate y almendras —estos dos, alimentos emblema del debate sobre la sostenibilidad de los vegetales que comemos—, chocolate, mambe (polvo de hoja de coca con ceniza de yarumo), frambuesas nacionales, frutas importadas, fermentado de ciruela criolla y café orgánico. Pero se alejaban al incluir un tartare de sandía y shitakes, frente a un tartare de pescado de temporada; o unos frijoles nativos con acelgas al carbón y hojarasca, frente a un bife de paleta en su sangre, con mantequilla marrón, papas nativas y cebollitas.

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Antes de sentarse, los invitados se saludaron y se encontraron con las reglas del juego, incluyendo unos acuerdos mínimos: escuchar, dejar hablar, no estancarse hablando y respetar los tiempos y la posición del otro. 

La dinámica del ejercicio consistió en realizar preguntas por turnos, tomadas de una baraja puesta sobre la mesa. Quien preguntaba marcaba el tiempo con un reloj de arena, la contraparte respondía y desataba una conversación. Las preguntas fueron al grano, buscando facilitar la empatía entre los comensales y creando un relato alrededor de la comida: ¿Cuál es tu primera memoria de la comida? ¿Cuáles ingredientes del menú reconoces? ¿En el día a día, te preguntas de dónde viene tu comida?

Seguidamente se preguntaron si consideraban que su comida afectaba su cuerpo, el planeta y la realidad del país. También arrojamos preguntas que abordaban desde la diferencia entre orgánico y sostenible, la cantidad de carne que consumían, la leche de almendras que toman, el aguacate que comen y los impactos negativos de estos productos tanto a nivel ambiental por la escasez de agua a la que contribuyen, tanto por las mafias que se han visto involucradas en su comercialización. Los invitamos a considerar que, siendo personas de ciudad, podrían pensar que su dieta podría ser una forma de explotación rural. También les pedimos propuestas de alternativas de ingresos dignos para las personas que se dedican a la pesca en zonas rurales de pobreza extrema.

El ejercicio evidenció cómo dos visiones opuestas pueden llegar a pensar un mundo distinto. Cuestionamos qué tanto sus visiones se alejaban acerca de la manera en que concebían el mundo a través de la comida y qué los unía. Los comensales dieron sus razones y encontraron que era más aquello que los unía, que lo que los separaba; que entendían la imposibilidad de que una visión se imponga sobre otra. Encontraron que podrían crear un relato conjunto, y por lo tanto, un mundo distinto, donde el desencuentro se convierte en oportunidad de diálogo y de creación de presentes posibles. Este relato conjunto encierra la idea de que a pesar de que el conflicto es inherente a nuestra naturaleza, su inevitabilidad nos lleva a tomar el camino de abordarlo bien y con imaginación moral, de manera productiva, parafraseando a Estanislao Zuleta, un filósofo colombiano, entendiendo que si somos suficientemente maduros para el conflicto, estamos maduros para la paz.

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